Crónica de un paciente con Covid-19

Imagen «2019nCoV» by PhotoLanda is licensed under CC BY-NC-SA 2.0

Crónica de un paciente con Covid-19

Juan Miguel Rocha Santamaría

 

Han pasado más de catorce días desde aquel primer síntoma, una leve gripa, pensé, nada más alejado de la realidad. Los días después de esa tarde de domingo se tornaron confusos, eternos, temerosos, conflictivos, apabullantes, en fin, fueron completamente diferentes a los hasta ese momento vividos. Después de esa tarde lluviosa, que llegó acompañada de granizo, comencé a sentirme muy agripado, sin embargo, había algo distinto en los síntomas, no eran comunes, no se sentían como algo conocido por el cuerpo.

Esa misma noche la fiebre se presentó súbitamente y comenzó a hacer estragos. Debido a que mis defensas no estaban alerta y mi percepción de la realidad estaba fallando, solo sentía un frío constante seguido de una serie de pesadillas recurrentes. La desorientación de mis sentidos y mi mente era abrumadora, comenzó a gestarse en mí la sensación de expeler un profundo hedor. Recordé las palabras de Dante Alighieri en La divina comedia: 《Conviene descender con mucho tino》, dijo el maestro, 《a fin que nuestro olfato, a este aire dañino, se acostumbre”.

Esa noche pasó lenta y tortuosa, al amanecer decidí tomar un antigripal, pero esto no cambió mis síntomas iniciales. Sumado a estas preocupaciones, desarrollaba un temor mucho mayor: mi madre comenzaba a tener la misma sintomatología que yo. La negación se apoderaba de mí y elegí no atender a las advertencias que la realidad arrojaba a mi rostro ¿Quién me puede juzgar? El constante bombardeo de información, las imágenes de los medios de comunicación, hacían que a cualquiera, con sangre en las venas, le sobreviniera un profundo temor.

Pasaron los días y los síntomas persistían, el fétido olor dentro de mí, que estaba, según yo, asentado en el hipotálamo, se tornaba más penetrante; las fiebres eran más constantes; la falta de apetito comenzó a manifestarse, además, una inmensa sed me atormentaba permanentemente.

No fue sino hasta la noche de un miércoles que solicité la ayuda de un buen amigo pidiéndole me prestara un oxímetro para monitorear mis niveles de oxigenación. Esa misma noche obtuve el artefacto y pude corroborar que mis niveles, al igual que los de mi madre, por fortuna, aún estaban por arriba del noventa por ciento de saturación. Anthon (mi amigo), solicitó atención médica para mí a través de una concejal en la alcaldía Iztapalapa, por lo que esa misma noche se comunicó conmigo una doctora. La doctora Liz fue muy atenta y me indicó que, debido a la situación de la pandemia, era imperativo que mi caso se tratara como sospechoso de Covid-19. El año pasado, aproximadamente en el mes de marzo, había pasado por una situación similar, por lo tanto, no le di mayor importancia, en esta ocasión la historia sería muy diferente.

Al día siguiente dormí hasta tarde. Me despertó una llamada de un número desconocido -buenos días, habla el director territorial de Acahualtepec Teotongo-, dijo la voz al otro extremo de la bocina. Oscar, que así se llamaba, me explicó que se comunicaba porque la doctora Liz había solicitado una prueba de Covid-19 para mí.

Me dieron todas las facilidades para trasladarme hasta el punto en donde se encontraban realizando dichas pruebas, así, de forma temerosa, me dirigí hacia el sitio. Una vez que llegué al lugar me di cuenta de la gravedad de la situación que se vive en la alcaldía Iztapalapa. Sí, había escuchado sobre muchos casos de personas enfermas de Covid-19, personas que se recuperaron y otras que, lamentablemente, no lo lograron, pero jamás había estado tan cerca del Sars-cov-2 ni sabía, realmente, la verdad de las cosas. 

Las personas formadas en la fila tenían un semblante desalentador, parecían haber sido abandonadas por la vida; sus rostros dejaban ver tristeza, ansiedad y terror. No obstante, sus sentimientos se escondían tras un telón transparente que se expresaba en un humor ácido y en comentarios vacíos. Nada más alejado del ánimo que dicho lugar inspiraba; tensión y pavor era lo que se percibía, además, de un miedo visible que transpiraban los responsables de aplicar las pruebas.

Una vez que te hacen el censo correspondiente, el personal designado, al hacer la prueba, te solicita sentarte en una silla separada a un metro de distancia de otras dos personas. Es en estas circunstancias que te enterarás si tu existencia está en peligro o solo se trata de una falsa alarma, un mal rato que quedará como una angustiante anécdota.

Baje su cubrebocas y sostenga la parte de la boca fuertemente para no dejar escapar ninguna gota de saliva, mientras nosotros nos acercamos a hacer su prueba, al menos eso fue lo que la nerviosa señorita a cargo de realizarme el test quiso decir, porque en su lugar solo externó: -Baja tu cubrebocas, y sostenlo fuertemente, echa tu cabeza hacia atrás, esto va a doler un poco. Los allí presentes entendimos lo tenso de la situación y actuamos de la manera más empática posible con el personal de salud y con sus instrucciones confusas.

Los minutos en espera del resultado (no más de diez) me parecieron una eternidad. Mientras aguardábamos el resultado al otro lado de la calle, nos mirábamos con rostros desencajados, sin emitir palabras, pues ahora cualquier cosa que saliera de nuestra boca era peligrosa. Observaba la forma en que, con delicadeza, las personas que pasaban nos evitaban, invadidos por un pánico que no podían disimular. Así comenzaba un efecto de la Covid-19, del que no se habla en los medios de comunicación, un síntoma silencioso que afecta, por igual, a la salud física y emocional del contagiado, un aislamiento físico, social y mental que repercute, claramente, en la estabilidad de los pacientes: un estigma. Dicho fenómeno apenas comenzaba a visibilizarse y no se detendría ahí, puesto al aislamiento que recomiendan los médicos para pacientes con la Covid-19, se le agrega el que los miembros de la sociedad implementan sobre el enfermo, alejándose, incluso, del exterior de la casa. 

A lo lejos escuché mi nombre mal pronunciado, a pesar de eso sabía que se referían a mí, -pasa por aquí, por favor, y siéntate ahí (señalando a una silla distante). Lo primero que pensé fue que mi resultado había sido invalidado y requerían hacerme una segunda prueba, pero no fue así. Las precauciones que estaba tomando iban enfocadas a su protección y la del resto del personal. Al darme la hoja con el resultado, el marcatextos estaba sobre la opción “positivo para SARS COV 2”. Fue entonces que un escalofrió recorrió todo mi cuerpo, mis piernas se tornaron débiles y palidecí por unos minutos, muchos pensamientos se cruzaron en mi mente, por un instante, dejé de escuchar las palabras del personal médico. Cuando, por fin, pude volver de mí lo primero que escuché fue una petición, -no se acerque más por favor, quédese donde está. Como si lo vivido hasta ahora no fuera ya suficiente, la sensación de ser tratado bajo parámetros específicos y diferentes a los del resto de la población, comenzó a generarme una serie de sentimientos: frustración, enojo, incertidumbre, tristeza y depresión. Comencé a pensar en que mi familia, seguramente, estaba contagiada, esa se convirtió en mi principal preocupación.

Me ofrecieron una despensa y una receta médica que indicaba lo que sería mi tratamiento los siguientes catorce días. La primera persona a quien se lo comuniqué fue a mi hermana, dado que ella estaba de visita en casa de su novio y era evidente que estaba contagiada pues nuestra convivencia siempre ha sido muy cercana. Mi madre se enteró de la situación en cuanto llegué a casa, me resultó imposible diseñar la forma ideal para comunicarle que estaba enfermo, por lo que sólo atiné a asentir cuando me preguntó si había salido positivo. Ella comenzó a llorar desconsoladamente, aún sin saber que ella también estaba contagiada. No pude darle un abrazo porque, a pesar de que ambos estábamos enfermos, la recomendación médica era que debíamos estar separados. Fue la primera vez en mi vida que no pude abrazar a mi madre, ese fue uno de los dolores más fuertes que he experimentado en la vida. Además de estas penurias, me perturbaba lo que podría ocurrir en caso de necesitar una oxigenación artificial pues su disponibilidad es casi nula, sumado a los elevados precios que este servicio implica, precios que, sin duda, mi familia no podría costear.

Los siguientes días fueron banales, vacíos, turbios, mayoritariamente solitarios. Sin embargo, felizmente, también hubo muchas muestras de solidaridad y afecto. Amistades y familiares, de los que no esperaba ninguna ayuda, trajeron alimentos, despensas, artículos para limpieza y otros enseres. Mi novia, incluso, me envió comida preparada y una carta con mensajes amorosos que recibí como un glorioso obsequio. Difícilmente tendré la posibilidad de agradecerles tanto como yo quisiera, pero siempre tendrán un lugar en mi corazón.

Los dolores de cabeza, las depresiones, las fiebres, el aislamiento y las transformaciones que sufrieron nuestros cuerpos y mentes al librar una batalla tan cruenta, parece, van quedando atrás para mí y para mi familia. Hoy (miércoles diecisiete de febrero), que el virus aún no abandona del todo mi cuerpo, mis temores casi se han esfumado, solo quedan los estragos y las secuelas corporales de una enfermedad espeluznante. Un síntoma que no se han ido, y quizá tardará mucho más tiempo en desaparecer, está relacionado con un proceso social de vigilancia que se ejerce alrededor de mí, limitando mi retorno a la normalidad. Experimento una especie de castigo que ejecutan aquellos que suponen una superioridad moral, como si fuese responsable de haber bajado la guardia frente al virus. Esos vigilantes, que encarnan cada miembro de la sociedad, parecen no darse cuenta que nadie está exento de terminar en esta situación. Espero, de corazón, que se den cuanta de ello pues, si bien, no se puede curar esta enfermedad, sí se puede aliviar, con solidaridad, las secuelas sociales que esta enfermedad implica.  

1