En defensa de la pedagogía y la intolerancia como reto

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En defensa de la pedagogía y la intolerancia como reto

Emanuel D. Osuna

Emanuel D. Osuna[1]

 

 

Nuestra tolerancia crece con nuestro desdén

Nicolás Gómez Dávila

Breviario de escolios, p.148.

 

 

Este escrito es, simple y llanamente, una provocación al lector, tómese como un ejercicio controversial para suscitar la reflexión, para aprender a “intolerar”.        

Defender la pedagogía… de sí misma

 

 

«Lo único que se desea y se toma son los beneficios que puede dar nuestra disciplina, pero no sus interrogantes, se quieren respuestas sin cuestión, soluciones sin problemas que resolver.»

 

 

Vivimos tiempos aciagos en la puericia de este siglo XXI. Características que son comunes a todos los tiempos históricos que se encuentra entre crítica y azar. Es en este tiempo, en el aquí y ahora, donde hacer una defensa de la pedagogía se convierte en un verdadero reto, no sólo por lo infausto de nuestros días, sino también porque la disciplina misma desconoce imputación alguna en su contra. Al revés, tanto la pedagogía como la educación —¡sí!, su fenómeno de estudio— han tenido la ventura de poseer, en la mayoría de los casos en los que se les mencionan o participan, dictámenes a favor sea cual sea la cuestión, el problema o la circunstancia que afronten; esto, gracias al ambiguo y vacuo significado que se tiene por los cultismos —pedagogía y educación— que tanto profesionales como diletantes de la disciplina no dudan en expresar y usar en provecho o justificación de todo aquello que suponga pensamientos mesiánicos y propuestas benignas para el altruismo cultural en boga, razón para sospechar y suspender todo fallo que en la actualidad se conceda en nombre de la pedagogía —o, aunque sea, por los minutos que dure la lectura de este escrito.

Motivos para defender la pedagogía son muchos y variados, la historia de la disciplina como la de su fenómeno de estudio son prueba de ello —no importa la tradición ni la coordinada intelectual desde donde se les estudie—. Sin embargo, aquí, hoy o ahora, el alegato a su favor es contra ella, contra la traición, la estulticia, la desidia, la zafiedad y la transigencia con la que se está caracterizando en la algarabía de nuestro presente, en detrimento de sí misma, donde pedagogos y todo aquel “especialista” de la educación —o quien sea— la reviste con florituras de “moda y novedad” que le fuerzan a pensar y actuar con estupor. Muestra de ello, del “estado de inconsciencia” que sufre la pedagogía, se manifiesta en la confusa concepción y pedestre uso de ésta, que como vocablo nos puede entregar una simple y burda búsqueda por alguna biblioteca, librería —si es que está catalogada como sección— o en cualquier base de datos o motor de búsqueda; ahí se encuentran ejemplares de este tipo: pedagogía de la protesta, pedagogía del amor, pedagogía de la solidaridad, pedagogía del racismo, pedagogía de la ignorancia, pedagogía hospitalaria y un sinfín de “pedagogías” que podrían ruborizar a cualquier sujeto con trastorno de identidad disociativo.[2] ¡Ah! Y para no fallar con estos virulentos tiempos, pedagogía del virus o pedagogía COVID…[3] ¿Confusión?

Sin embargo, con este alegato no se pretende señalar con dedo flamígero a individuos, perspectivas teóricas o ideologías en particular, sino descollar que todo aquello que, a luz de nuestros días, es nombrado o se parece a la pedagogía, puede ser una quimera, producto del letargo intelectivo frente al lenguaje, la historia, los saberes y las prácticas o hasta el propio sentido común que nuestra disciplina virtuosamente ofrece, pero que, al parecer, la ofrenda está siendo denostada. Ahora, lo único que se desea y se toma son los beneficios que puede dar nuestra disciplina, pero no sus interrogantes, se quieren respuestas sin cuestión, soluciones sin problemas que resolver; de ello, hasta con trémula nostalgia se extraña aquella “cansina época” donde se debatía sobre el origen de la disciplina, el estatuto epistemológico, sus vocablos o los carices de su fenómeno de estudio; tiempos más quijotescos que babélicos.        

Así, como buena hija de este presente, la pedagogía, bajo su nombre, ha dejado predicar una suerte de indultos apremiantes a las tendencias sociales que, patrocinadas por la levedad de los medios de comunicación de masas o los mass media para no parecer inactual, provocan que la superficialidad, la fugacidad y el adulterio sean carices de su reflexión y quehacer. Como se dijo y mostró líneas arriba, esto llega ser confuso y quimérico, no para el lego que ve en ella un sinónimo de enseñanza, didáctica o hasta de educación, y así alardear falsos conocimientos, sino para la propia pedagogía y, lo peor, para quienes pretenden darle sentido a ésta. Ahora, el expresar la palabra y significar el concepto pedagogía parece que no connota más que “algo” o “una cosa” de la que puede echar mano cualquiera que apetezca juzgar, opinar, criticar, censurar, reprochar o desear “algo” o “una cosa” que haga eso que está en boca de todos, pero encarnado en pocos, la educación. Inminente es el retorno de la pedagogía a su estado original —entendido como origen—: la esclavitud, pero creyéndonoslo y predicándolo “a pie juntillas” y no, figuradamente, como símbolo de manumisión, responsabilidad, voluntad y erudición que rompa con toda sumisión.

Al igual que el esclavo —privado de libertad y voz—, la condición del pensamiento y el quehacer pedagógico se están restringiendo a las pretensiones del aciago presente, que lo menos que requiere son los saberes que posee o los cuestionamientos que provoque al pensarlo junto con sus circunstancias. Lo que se necesita ahora es la indulgencia y el servilismo de su voz y sus actos por mor del “Zeitgeist: buenista, antiilustrado, facilista, populista, bobalicón y, en el fondo, profundamente reaccionario”.[4] Para algunos esta síntesis sobre el carácter de nuestro presente puede parecer infame; para otros, ecuánime, pero si rumiamos en torno al estado actual de nuestra disciplina y la educación, donde la primera no figura por su nobleza y la segunda siempre se encuentra bajo el yugo de las buenas intenciones —sea cuales sean éstas—, creo que no es necesario apelar al beneficio de la duda. Pero si no alcanza la imaginación para poner en cuestión el “espíritu de la época”, basta echar un vistazo por las ventanas de nuestro hogar, la televisión, la computadora o el “teléfono inteligente” —donde se mora más— para entender, al menos y si somos francos, que nuestro tiempo está caracterizado por galimatías culturales, sociales, políticas o de cualquier índole que logran evocar y superar la ficción de 1984 —novela publicada hace más de setenta años por George Orwell—.

En otras palabras y en clave orwelliana, el espíritu de nuestros tiempos se está narrando con ambigüedad y vacuidad, donde las palabras dictan lo contrario a lo que significan y que con ellas se tergiversan los hechos que fundan lo que percibimos y manifestamos como verosímil, “real” o fáctico, limitando así el vuelo del libre pensamiento. De tal suerte, al día de hoy, frente a nosotros, encontramos circunstancias donde el constante impulso de conflagración frente a lo incomprensible o lo distinto a nuestros ojos es motor de políticas públicas o agendas culturales para llevar paz con la espada; donde la libertad está dejando de ser potestad y pauta del pensamiento para transformarse en libre sumisión para no ser responsable de pensar todo lo que se dice o se hace; o finalmente, donde la falta de educación se ha convertido en el músculo del ideal cultural o de proyectos políticos. Tal cual como los “ficticios” principios del Estado totalitario en 1984 de Orwell: “la guerra es la paz”, “la libertad es la esclavitud” o “la ignorancia es la fuerza”.[5]

Bajo este tenor, el inexorable presente de las cuestiones pedagógicas y educativas no es la excepción, ya que “en la esfera pedagógica, al igual que en ciertas otras, no se permite que se abra paso la libertad, ni que tome la palabra la fuerza de la oposición: se exige la sumisión”.[6] Y es esta última la que ha calado hasta las entrañas de la pedagogía, censurando sus saberes a traición de sí misma, su origen, sentido o cualidades. Dicha sumisión se puede encontrar en prácticas educativas dentro de las universidades y, por ende, manifestadas en el cuestionamiento, reflexión o actuación frente a la educación. En este caso y por exponer algunas, es común encontrar que lecciones de carácter conceptual para beneficio de la claridad lingüística —y epistemológica— de la disciplina y su fenómeno, comienzan a ser desterradas al olvido por hostiles a las necesidades o sensibilidades contemporáneas, el forzoso examen a la historia de la pedagogía y la educación se mancilla por vetusto o, que aquellas enseñanzas en torno al estudio, la investigación y la enseñanza del legado teórico, metodológico y didáctico están siendo denunciadas a la llamada “corrección política”[7] del momento para que con miras a la subordinación reflexiva y conductual de pedagogos o especialistas afines, se condenen al gusto del presente y no, al rigor disciplinario para después encarar a este último.

Ahora bien, el alegato expuesto hasta ahora no se lee para nada a favor de la pedagogía, sin embargo y teniendo en mente lo antes dicho, se vuelve menester exponer los argumentos para defenderla de sí misma. Líneas arriba se mencionaron la traición, la estulticia, la desidia, la zafiedad y la transigencia como perjurios hacia la propia pedagogía que, cavilados y representados por algunos ejemplos usuales al día de hoy, servirán de premisas para una contrarréplica en su defensa. El primero de ellos, la traición. Indiscutible es que toda disciplina, arte o ciencia posee un origen o tradición,[8] los cuales han sido traicionados o, mejor dicho, traducidos e interpretados según las coyunturas culturales que le opongan los tiempos, en otras palabras, eso que le llaman devenir histórico o progreso de las ciencias y las humanidades. Pero para traicionar, en efecto, debe existir “una entrega” o “donación” de saberes que se hayan transmitido y perpetuado vía la educación, y es justo ahora, que parece que la pedagogía como disciplina —o ciencia, si se argumenta— o como mero vocablo de uso profesional o vulgar carece de esa entrega, de ese saber histórico y conceptual para traducirse e interpretar(se) respecto al fenómeno de estudio que le compete. Como muestra de ello, la mayoría de los ejemplos manifestados al inicio de este escrito.

Entonces, se puede especular que la pedagogía comete traición sin saberlo, ignorancia deliberada de la que es responsable y culpable, ya que pretende la negación de su saber elemental que, a la usanza antigua —de la tradición griega clásica que la gestó y vio nacer— se ha erigido como “la disciplina encargada en analizar y proponer las normas para el desarrollo de una buena educación tanto en el aspecto intelectual como en el moral y el físico […] amén de unas nociones sobre el hombre y su educación, un conjunto de orientaciones acerca de hacia dónde y cómo se puede encaminar la formación del ser humano”.[9] Como consecuencia, la traición al saber que entraña en la pedagogía, paradójicamente, lo que devela como fallo no es causa del influjo constante al que apabullantemente arremeten las urgencias o caprichos del presente, más bien, su propio delato en torno a la carencia de educación sobre sí misma. Y el deber, para defenderla, simplemente será eso que históricamente ha pregonado combatir a través del estudio, la cavilación y el encauce sobre la educación intelectual, corporal, ética, estética y anímica del ser humano: la ignorancia, la estulticia, la desidia, la zafiedad y la transigencia.

Finalmente, estos últimos perjurios que arrastra la falta de saberes y conocimientos como el principal delito del cual defender a la pedagogía, se desglosan en la actualidad como dolo para su pensamiento y quehacer la necedad, la negligencia, la tosquedad y la condescendencia hacia la educación, vaticinio que desde el siglo XIX Friedrich Nietzsche enunció: “Basta con entrar en contacto con la literatura pedagógica de nuestra época: hay que estar demasiado corrompido para no asustarse —cuando se estudia ese tema— ante la suprema pobreza espiritual, ante ese desdichado juego infantil del corro. En nuestro caso, la filosofía [y la pedagogía] debe partir, no ya de la maravilla, sino del horror. A quien no esté en condiciones de provocar horror hay que rogarle que deje en paz las cuestiones pedagógicas”.[10] Como si se tratara de un juego infantil, pero sin las reglas implícitas que lo hacen serio y gozoso, la pedagogía de nuestros días —como en los tiempos de Nietzsche— está dejando acríticamente a la deriva el hecho de que su reflexión sobre la educación se convierta en una actividad intranscendente que no ofrece dificultad alguna para retarse a sí misma y así medrar sus saberes, ni tampoco a las circunstancias o problemas que históricamente trae arrastrando para sobreponerse al tiempo, ni siquiera aquellas demandas o arbitrariedades con los que se carea hoy su fenómeno de estudio para tratar de develarlo de la forma más virtuosa posible. Cual juego del corro[11], retozarse sobre las maravillas con las que se ha ornamentado a la educación, vista en la actualidad por los “biempensantes” pedagogos o bajo la “corrección política” de especialistas o simples diletantes como una de las grandes maravillas o esperanzas de la humanidad, así, por el simple hecho de que es “educación” y porque está en boca de todos, paraliza toda meditación en pensamientos circulares y bajo unísona tonada benevolente cualquier cavilación e introspección que pretenda, ejercitándola con aplomo, corromper lo deshonesto que de estulto, desdén, zafio y tolerante impone el presente juego que caracteriza a nuestra educación en este siglo XXI. Y como todo juego cansa y fastidia de tanto repetirlo, ha de tornarse intolerante hasta para el más condescendiente infante y, por ende, para nuestra disciplina.

La intolerancia como reto

 

«El reto que se propone a la pedagogía para la transformación educativa de México en este siglo es la intolerancia. Es momento de partir de ella, sí, de la intolerancia como esa intensa y profunda cualidad del pensamiento que imposibilita soportar lo atroz y lo monstruoso que de la educación se dice y se hace en nombre del ‘espíritu de la época'».

 

 

Ahora bien, como consecuencia del alegato anterior, el reto que se propone a la pedagogía para la transformación educativa de México en este siglo es la intolerancia. Es momento de partir de ella, sí, de la intolerancia como esa intensa y profunda cualidad del pensamiento que imposibilita soportar lo atroz y lo monstruoso que de la educación se dice y se hace en nombre del “espíritu de la época” o, peor aún, de algún deleznable proyecto político o ideológico que de la pedagogía lo único que requiere es traición y sumisión. Sí, los tiempos apremian la necesidad de esa falta de tolerancia hacia falaces y discordantes ideas sobre la educación que, más allá de ponerla bajo examen frente a las urgencias del presente, la exentan o la reprueban según pinte “la lucha por la hegemonía ideológico-política [que] es, por tanto, siempre una lucha por la apropiación de aquellos conceptos que son vividos “espontáneamente” como “apolíticos”, porque trascienden los límites de la política”.[12] Y la educación es uno de esos conceptos “espontáneos y apolíticos” dignos de corromper. Como ejemplo, sólo pensemos en la palabra educación acompañada de la preposición que más le apetezca y conéctelo con el sustantivo, adjetivo o verbo de vanguardia y listo; así, el “[…] mundo moderno nos exige que aprobemos lo que ni siquiera debería atreverse a pedir que toleráramos”.[13] 

Con intolerancia, la pedagogía en nuestros días debe recuperar como cariz de su pensamiento la naturaleza antinómica de su fenómeno de estudio, es decir, de la educación “[…] como padecimiento social insufrible en el que somos actores y como madeja conceptual enrevesada y gordiana a la que debemos darle tajos de razón”[14] más allá de cualquier ideario político o credo ideológico. Hacer común la intolerancia como figura de pensamiento en pedagogía es encontrarse con el virtuoso carácter de la educación que entraña celosamente en su significado, que nada tiene que ver con las luchas, deseos o urgencias de los tiempos, sino con el intrínseco saber dicotómico que, como “educare, cuyo significado es: “criar”, “nutrir”, “conducir”, “guiar”, “orientar”, “alimentar”; y exducere, que quiere decir “extraer”, “hacer salir de dentro hacia fuera”[15] sólo la pedagogía ha sabido develar pero también soterrar.

Dotar de intolerancia al pensamiento pedagógico es retarlo a comprender su papel en la cultura como la disciplina encargada de fraguar el inexorable acto de cultivar toda hueste de conocimientos o hábitos intelectivos, corporales, éticos, estéticos y anímicos en el ser humano que, a la par de encauzarlo por medio de normas, ha de provocarle el insufrible padecimiento de manifestarse en la cultura como intérprete de ésta y de sí; en otras palabras, como un “hombre culto [que] tiene el deber de ser intolerante”[16] consigo mismo y por ende, con su cultura, con su educación.

En suma, proponer la intolerancia como el reto de la pedagogía para transformar la educación no es más que una provocación para meditar sobre ella, la intolerancia, como condición de todo pensamiento pedagógico y su quehacer en la educación o, ¿acaso merecen tolerancia la traición, la ignorancia, la estulticia, la desidia y la zafiedad en cuestiones pedagógicas?  


Notas

 

[1]Licenciado y Maestro en Pedagogía por la Universidad Nacional Autónoma de México. Actualmente, profesor de asignatura del Colegio de Pedagogía de la Facultad de Filosofía y Letras y estudiante del Doctorado en Pedagogía, UNAM. Línea de investigación: Filosofía de la Educación, Historia de la Educación y la Pedagogía (con matiz en la Antigüedad), Lenguaje y Educación (énfasis en la perspectiva retórica y literaria), Teoría Pedagógica y Construcción de Saberes Pedagógicos. Correo electrónico: emanueldelgado@filos.unam.mx

[2]Comúnmente llamado “trastorno de personalidad múltiple”, se caracteriza por la existencia de dos o más identidades distintas entre sí. Quien padece el trastorno de identidad disociativo puede comportarse y expresarse como si fuera diferentes personas. Cf. González, Anabel y Mosquera, Dolores. Trastorno de identidad disociativo o personalidad múltiple. Síntesis, España, 2015.

[3]Todos estos, son algunos de los innumerables e inimaginables ejemplos en que la confusión conceptual o la inopia intelectual sobre pedagogía luce su tolerancia por desdén a su propia historia y pensamiento.

[4]Alberto Royo, Contra la nueva educación. Plataforma editorial, Barcelona, 2016.

[5]Cf. George Orwell, 1984. Destino, Barcelona, 2007.

[6]Max Stirner, Escritos menores. Ed. Luis Andrés Bredlow. Pepitas de calabaza, España, 2013, p. 46.

[7]Concepto que se utiliza para referir al cambio de expresiones o comportamientos por el simple hecho de no ser aceptables u ofensivos según relativos cánones morales de una sociedad.

[8]Sobre el juego de palabras traición-tradición: “Nada mejor que un acercamiento etimológico a la palabra “tradición” para proyectar luz sobre el correspondiente concepto […]. “Tradición” viene del latín traditio, sustantivo abstracto de la misma raíz que el verbo do, con el sufijo propio de abstractos –tio y con el prefijo tra– (trans), “transpaso”, “donación sucesiva”, “transmisión hereditaria”. El término latino, como se sabe, ha evolucionado de doble manera hasta el castellano: una, por vía culta, como mera transcripción, dando “tradición”; y otra, por vía popular, con pérdida de la dental sonora intervocálica, dando “traición.” Y en ambos términos subsiste la noción de “entrega”, pero adquiriendo en el segundo de ellos esa connotación de daño y perjuicio para aquellos que es objeto de entrega. Es oportuno pues, tener en cuenta esta vinculación de las dos palabras castellanas, hijas de una sola latina. Pero repárese en cómo el prefijo tra- confiere a la formación resultante esa idea de sucesión o diacronía que es en ella nota especialmente significativa”. Cf. Cristóbal. “Tradición Clásica y Pervivencia de la Literatura latina”, en Proyecto docente y de investigación, inédito, UCM, Madrid, 1999, pp. 163-249 y García Jurado, Francisco. ¿Por qué nació la juntura “Tradición Clásica”? Razones historiográficas para un concepto moderno, Cuadernos de Filología Clásica, Estudios Latinos, Vol. 27, Núm. 1. Madrid, 2007, Pp. 163-164. Respecto al uso del concepto, se conviene en la noción de “entrega” en que los dos términos en latín concuerdan.

[9]Enrique Moreno y De Los Arcos, El lenguaje de la pedagogía. Revista Omnia. Vol. 2, Núm. 5, UNAM México, 1986, p. 15.

[10]Friedrich Nietzsche, Sobre el porvenir de nuestras escuelas. Tr. Carlos Manzano. Tusquets, España, 2000, p. 61.

[11]Juego representativo de la infancia donde varios niños tomados de las manos forman un círculo mientras cantan y hacen gestos referentes a la melodía en cuestión.

[12]Slavoj Zizek. En defensa de la intolerancia. Tr. Javier Eraso Ceballos y Antonio Antón Fernández. Diario Público, España, 2010, p. 15.

[13]Nicolás Gómez Dávila, Breviario de escolios. Atalanta, España, 2018, p. 114.  

[14]Octavi Fullat, Verdades y trampas de la pedagogía., Ediciones CEAC, Barcelona, 1984, p. 8.

[15]Rodolfo Bórquez Bustos, Pedagogía Crítica. Trillas, México, 2007, p. 87.

[16]N. Gómez Dávila, Op. Cit. p. 114.

 


Referencias

 

BÓRQUEZ BUSTOS, Rodolfo. Pedagogía Crítica. Trillas, México, 2007.

CRISTÓBAL. “Tradición Clásica y Pervivencia de la Literatura latina”. En Proyecto docente y de investigación, inédito, UCM, Madrid, 1999, pp. 163-249.

FULLAT, Octavi. Verdades y trampas de la pedagogía. Ediciones CEAC, Barcelona, 1984.

GARCÍA JURADO, Francisco. ¿Por qué nació la juntura “Tradición Clásica”? Razones historiográficas para un concepto moderno. Cuadernos de Filología Clásica, Estudios Latinos, Vol. 27, Núm. 1. Madrid, 2007.

GÓMEZ DÁVILA, Nicolás. Breviario de escolios. Atalanta, España, 2018.

GONZÁLEZ, Anabel y Mosquera, Dolores. Trastorno de identidad disociativo o personalidad múltiple. Síntesis, España, 2015.

MORENO Y DE LOS ARCOS, Enrique. El lenguaje de la pedagogía., UNAM, Revista Omnia. Vol. 2, Núm. 5, México, 1986.

NIETZSCHE, Friedrich. Sobre el porvenir de nuestras escuelas. Tr. Carlos Manzano. Tusquets, España, 2000.

ROYO, Alberto. Contra la nueva educación. Plataforma editorial, Barcelona, 2016.

STIRNER, Max. Escritos menores. Ed. Luis Andrés Bredlow. Pepitas de calabaza, España, 2013.

ZIZEK, Slavoj. En defensa de la intolerancia. Tr. Javier Eraso Ceballos y Antonio Antón Fernández. Diario Público, España, 2010.

 

 

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