El mito fáustico del hombre

Eduardo Nicol

El mito fáustico del hombre

I

1. ¿Conocéis algún hombre que, habiéndose empeñado totalmente en un propósito, se encuentra al final del camino de su vida con que no alcanzó lo que se proponía? ¿Un hombre que, en busca de algo más noble y elevado, eligió el camino más escabroso; y habiendo renunciado a las cosas placenteras de este mundo, descubre tardíamente que el camino de su ascética marcha no conduce a ningún lado? Ese hombre es Fausto.

      Hamlet y Fausto dibujan el pérfil[1] del hombre moderno. El primero está perplejo ante una vida que no vive. El segundo está insatisfecho y quisiera rehacer la vida ya vivida.

       Pero a pesar de ser un sabio —o tal vez por causa de ello—, el Doctor Fausto es un ingenuo. Imaginó que el secreto de la vida es lo que se encuentra en las postrimerías del camino; y no advirtió que la vida no es sino el camino mismo, y que si algún secreto tiene, está en el recorrido y no en el fin. Cuanto más nos acercamos al fin, menos camino queda, o sea menos vida, hasta que en el término mismo no queda ningún secreto; sólo la gran incógnita, que ya no es de esta vida.

        Fausto es el hombre. Somos todos nosotros, y no sólo los empeñosos, los esforzados, los ascéticos. El mito de Fausto es el drama agudizado, exacerbado, de toda vida humana. Si vivir es elegir entre posibilidades, como se ha dicho, cuanto más rica la vida, parece que mayores son las posibilidades. Pero no es así, no exactamente. Pues no viviríamos con plenitud si, como Hamlet, no eligiéramos entre ellas; y al elegir, tenemos que renunciar a todas —menos una— las que se ofrecían tan prometedoras. Nos hemos empobrecido por nuestra propia decisión; y, sin embargo, la decisión es lo único que puede enriquecernos. Esta la paradoja de la vida, y la lección del mito.

        Lo cual quiere decir que, en esta dialéctica vital, nos enriquecemos a medida que aumenta nuestro pasado y mengua nuestro porvenir. Los más ricos son los más viejos, a quienes la riqueza no sirve. Los más pobres son los jóvenes, a quienes serviría toda la riqueza que no tienen todavía. Y así vamos por la vida, afanosos de ser; marchando hacia adelante, sin cuidarnos de que el ser lo vamos dejando atrás, llenando el pasado, y de que el poder ser, que es el futuro, se va haciendo angosto, cada vez más angosto, hasta que se anula por completo.

        La vida es pues un mal negocio: no somos todavía, cuando podemos ser, cuando hay juventud, que es la posibilidad; y cuando somos ya, el ser se nos acaba. Porque nuestro ser en acto ha de incluir siempre alguna potencia de ser, hasta que se terminen todas con el último acto de la vida que es la muerte. Pero lo peor del negocio es que tengamos que entregar muchas realidades posibles a cambio de una sola realidad actual.

       Nada tiene de extraño que el hombre fáustico se canse de esa explotación y quiera, tardíamente, arreglar otro negocio: el fáustico negocio del alma, por el cual el hombre vende la suya, que es su realidad —su pasado en esta vida y su eventual destino en la otra—, a cambio de las posibilidades a que antes renunció: las que se quedaron en tales. Anhelo de revivir la vida, revoloteando entre posibilidades, catándolas todas, sin que ninguna nos aprisione, sin hacer de ninguna de ellas substancia, alma de nuestra realidad. Vivir desalmadamente, que es vivir en el puro presente, sin que el compromiso del pasado, ni el empeño en el porvenir. ¡Qué sosiego! ¡Qué ventura! Estar ya tan metido en el tiempo, que es como salirse de él. Gozar de esa “eternidad del momento”, de que hablaba Kierkegaard místicamente. No buscar el absoluto en el fin, sino en el aquí y el ahora. Vivir sin responsabilidades, o sea sin soledades, pues las responsabilidades son una de las formas de la temporalidad, de nuestro compromiso con nosotros mismos en el tiempo. ¿O acaso imagináis que Sócrates no estaba sólo? Vivir con el demonio al lado, que es un sujeto amable, débrouillard y de buena compañía; que si no fuera amable ¿cómo podría tentarnos a vivir de nuevo?

2. El negocio de las almas, sea cual sea su origen, es un mito más antiguo que el de Fausto. Hace mucho que los hombres consideran a su alma como un valor de cambio, o como una mercancía. Unos la venden, otros la compran. Se empeñan en esta operación mercantil, aunque duden ellos mismos de que sea un buen negocio.

            Ya sabemos que nuestra alma vale más que lo que ofrecen por ella; pero, lo que nos ofrecen es tan cautivador, que lo queremos con toda el alma, y la entregamos, acaso para curarnos del querer; pues, una vez desalmados, ya no podemos querer nada. Cuando ya no hay querer ni amor, el diablo hizo su negocio, y nosotros nos hemos quedado en paz: ya no queremos nada: la nada es lo que el diablo nos dio a cambio del alma, que es el ser. Pero la nada es ligera, y el ser ¡qué pesado!

            Otras veces queremos comprar el alma, y no venderla, pues la perdimos de tanto malquerer. Pero ésta ya no es una operación mítica; no interviene en ella el diablo, aparentemente; ya no la consigna la literatura, sino la prensa, y los legajos del derecho: es una operación legalizada. En efecto:

            Todos los hombres sufrimos, en medida mayor o menor, la aflicción de esa impertinencia interior a que llamo malquerer: el afán de posesión. Avaros son aquellos en quienes esta pasión viva y ardiente tiene por objeto la riqueza. Hoy se habla poco de avaricia. Tal vez no hay avaros; o acaso los avaros son más abundantes, y el Molière y el Balzac de nuestros días no sabrían a quién elegir como modelo. ¡Quién sabe! Tal vez el fenómeno de la avaricia no tenga caracteres molierescos, sino más bien fáusticos, en estos tiempos. La vieja avaricia era una simplicidad; el afán de riqueza de hoy es algo más complejo, es un afán trágico, y no cómico. No invita a la risa, ni a la sonrisa, ni a la seca ironía. Los hombres que hoy sufren el afán desmedido de riqueza pasan por ser los impulsores del progreso humano y hacen actos de una sorprendente generosidad. ¿Es que son almas complejas? Es que son desalmados, literalmente, y quieren recuperar sus almas devolviendo aquello por lo cual perdieron.

            Unos, recordando lo que dice el Evangelio de San Lucas: “De lo que os resta, dad limosna” (XI, 41), hacen donaciones y legados, reconocidos de antiguo por el derecho canónico, el cual, con una ironía que parece impropia de semejantes textos, los llama pro remedio, animae, pro animae redemptione. Otros efectúan el rescate de su alma en el dominio del derecho civil: crean fundaciones. Si la riqueza es un medio y no un fin, una posibilidad y no una realidad cumplida, nada tiene de extraño que el futuro mecenas llegue a sentir, en la edad fáustica, pasado el climaterio, que su vida está llena de medios y vacía de fines. Aprende tarde —peor es no aprenderlo nunca— que el brillo esplendoroso del dinero es en verdad el brillo de una ausencia. El dinero brilla por la ausencia: por la ausencia de lo que con él no henos conseguido. El alma se perdió en la nada del dinero.

            Así, unos, los que venden su alma, reciben a cambio… nada; y otros, que la compran, ofrecen nada por redimirla. ¿Es que el alma entonces no vale nada, puesto que nada nos dan, y nada damos por ella? El alma del hombre sólo tiene valor cuando es suya. Cuando es otro quien la posee, ya el diablo, a quien se la vendimos, a algún pobre diablo, a quien se la alquilamos, el alma ya no vale nada. Por algo dice también el Evangelio, en otro lugar famoso, que de nada habrá de servirnos poseer todos los bienes del mundo si perdemos o no poseemos nuestra alma.

            Valiosa es, por tanto, el alma de Fausto, porque Fausto renunció a los bienes de este mundo. Por esto Dios, alegando con Mefistófeles, desconfía de que éste tenga éxito en su empresa tentadora. Pero Dios se equivoca, según Goethe. Y como Fausto es un reflejo del alma de Goethe, aunque Goethe nunca renunció a nada, tenemos que examinar el asunto con cuidado, y ver su el cuento —o el mito— nos es aplicable, y en qué medida

3. Fausto era un doctor, y se llamaba Juan. Vivió en realidad, y fué[2] un mago famoso en Alemania. La primera relación, más o menos legendaria, de su vida y sus hazañas, se publicó en la luterana Francfurt,[3] en 1587. El Fausto que de allí pasó al teatro alemán y al inglés, en el mismo siglo XVI y XVII, era el que vendía su alma a cambio de los poderes mágicos que el diablo le confería. En la tediosa obra de Cristóbal Marlowe, titulada Tragical History of Doctor Faustus, éste representa el radical anhelo humano de ser más, de saber más, de poder más. El Fausto de Goethe, en cambio, representa, en la primera versión, la trágica antinomia entre el saber y el vivir: saber es renunciar a la vida, vivir es renunciar al saber.

            El Fausto de Marlowe se condenaba. El de Goethe se salva, finalmente, en la segunda versión. Aunque yo me atrevería a decir, si no fuera una temeridad, que tiene mayores probabilidades de salvarse el primero, pues Dios ha de comprender —si incluso nosotros lo comprendemos— que sólo un ser limitado e insuficiente puede tener la flaqueza de aspira a más. Mientras que el Fausto de Goethe, el de la segunda versión, es más listo que el diablo, aparte de ser un tanto engreído, afectado y pontifical, como su autor; y se salva por faltar a su palabra empeñada, por un incumplimiento del contrato que fué[4] firmado con sangre en la primera versión. Dudo que Dios apreciara mucho esta mala treta. Pero, buena o mala, ya sabemos que en ella se expresa el gran afán de vida que tuvo Goethe. Siempre aspiró éste a quedarse con el mundo y con la Gloria; a la vez con la vida, con el saber y la inmortalidad. En suma, con Dios y con el diablo. Era un hombre muy posesivo.

            Quienes nos aguantamos las ganas tenemos que mirarlo con respeto. Además era poeta. Y no deja de producir en nosotros cierto rubor el hablar prosaicamente de la poesía. La filosofía poética crea mitos, o sea símbolo; la filosofía prosaica emplea conceptos, los cuales también son símbolos acaso tan intencionados como los del mito, pero menos inspiradores, menos cargados de pasión, o con una pasión mejor velada.

             Si nos atrevemos a hacerlo es porque, al cabo, todo es filosofía; entre la poética y la prosaica no hay el gran trecho que muchos imaginan, y el mostrarlo es, en parte, nuestro tema de ahora. Entre Parménides que escribe en verso, y Aristóteles, el más prosaico de todos los filósofos que ha habido, el trecho es corto, aunque está de por medio Platón, el cual escribe en prosa, pero inventa mitos.

            No vayáis a creer, sin embargo, que los mitos de Platón sean cosa aparte de su filosofía, o vayan pegados a ella como aderezos y amenidades. Es la misma facultad racional la que crea el mito y la que forma el concepto. Sólo que la razón cambia de traje según el camino que emprende; aunque sean varios los caminos que puede explorar, ella siempre es igual en el fondo: es la capacidad creadora del hombre, el cual sólo puede crear expresándose a sí mismo, mediante símbolos que expresen lo que no es él.

            Como las creaciones del actor de teatro, las de la razón humana requieren una caracterización, un indumento. Sin esto no hay acción dramática. Y que la razón es activa lo vió[5] incluso el propio Aristóteles, el cual llama nous poietikós al entendimiento superior del hombre. Y es que los griegos, muy significativamente, empleaban la misma palabra para designar la acción creadora y la creación poética. Poeta era el productor, el hacedor, el autor en general. Y así la razón poética, como la llama Aristóteles, ósea la especulativa, resulta que es la razón práctica.

            Con el tiempo, los caminos de la razón se van haciendo divergentes, por lo mismo que parten todos de un centro común. Ya entre Rilke y la lógica matemática parece que no hay conexión ninguna; como parece no haberla entre la Mecánica Analítica de Lagrange y el Fausto de Goethe, que también son contemporáneos. Por esto creo que se embarulla un poco Goethe cuando pretende enmendarle la plana, la primera plana, a San Juan Evangelista. No le parece bien que en el principio fuera el Verbo, que en griego se dice logos, o sea razón. Y en la tercera escena del primer Fausto nos presenta el célebre Doctor meditando sobre el tema. ¿El Verbo? Se pregunta. Imposible ponerlo tan alto. “en el principio era el Pensamiento.” Pero no: ¿es verdaderamente el Pensamiento el que obra, el que crea? Digamos: “en el principio era el Poder.” Sin embargo no, todavía no. La verdadera luz nos llega cuando descubrimos que “En el principio era el Acto”.

            Pero decimos ¿acaso el pensamiento no está en el verbo? ¿Acaso el verbo no es un acto? ¿Acaso no hay poder creador en el acto verbal de la razón? Nadie lo sabía mejor que Goethe, quien habló del “poder del Hombre, que se revela en el bardo”, y de la “Humanidad suprema y el más alto derecho”, conferidos al poeta por la naturaleza. Este poder del hombre, y no sólo del poeta, esta capacidad de hacer, de crear con la razón poiética, es primariamente la de crearnos o hacernos a nosotros mismos. “Es un signo de buena salud —decía Nietzsche— el apegarse como Goethe, con una alegría y una afección crecientes, a las cosas de este mundo. Haciéndolo, se mantiene esa gran idea del hombre, según la cual el hombre transfigura la existencia en la medida en que se transfigura a sí mismo.” Pero, en la medida en que Goethe permaneció apegado a las cosas y fué[6] hombre de mundo, en la misma medida su vida no fué[7] fáustica. El verdadero Fausto es Nietzsche, quien predicó la vida sin vivirla; quiero decir, la estudió sin gozarla.

4. El poeta, el artista en general, tiene la dichosa ventura de vivir más de una vida. Cuando los otros hombres nos vemos forzados a elegir una entre varias posibilidades, el poeta puede elegirlas todas: vivir una y crear las otras poéticamente.

        Cuando Nietzsche habla también de “esa actitud olímpica de Goethe, que ponía en verso su sufrimiento para liberarse de él”, cae en las redes doradas de la poesía. Goethe no se libera de ningún sufrimiento vivido; no, por lo menos, en el caso de Fausto; sino de la posibilidad de tener que vivirlo.  Realiza poéticamente la tragedia, para que ella no infecte su propia existencia. Goethe lo siente, o la presiente. Conoce que la alberga como posibilidad; y la rechaza, dándole una vida mítica. En este sentido, el primer Fausto expresa una experiencia personal, y es a la vez un mito que no guarda relación directa con su autor. Vivir fáusticamente es más costoso. Goethe vive bien, pero no le cuesta mucho, que sólo el vivir mal es costoso. Goethe está en paz consigo mismo, y está en paz porque se ama, con un amor bien merecido y bien correspondido.

        Este amor hacia sí mismo se revela —en el primer Fausto— en la manera como el Doctor se relaciona con los mortales, de una parte, y con Dios y el diablo, de la otra. A Mefistófeles lo trata desde luego con desprecio olímpico. Antes del pacto, discute con él, pero como si fuera otro doctor, y no advierte siquiera, en su osadía, el peligro que entraña alegar con el diablo. Sin embargo requiere su ayuda, o por lo menos se digna aceptar la que se le ofrece; pero la acepta con desdén, como un disipado señorito inglés de la época victoriana aceptaría de un judío el préstamo que él mismo fué[8] a solicitar. Y, después del pacto, Fausto trata a Mefistófeles como a una celestina, con la impaciencia que se siente por la persona, tanto más engorrosa cuanto más servicial, que fomenta nuestro vicio proporcionando siempre, con presteza mágica, la ocasión y el objeto de reincidencia.

            Y a Dios lo trata el Dr. Fausto sin piedad verdadera, de una manera pagana, como su fuera un rival. “Tan clara es mi visión ¿acaso seré Dios?”, exclama Fausto en el monólogo de la primera escena. La respuesta se la da el Espíritu, el cual aparece en llamas al conjuro de su taumaturgia: “Tu[9] —le dice— eres el superhombre.” Ser intermediario ente Dios y el hombre, Fausto le disputa sus poderes a la divinidad. Es el verdadero Prometeo.

            Para el pagano, los dioses son potencias superiores, con voluntad y designio; pero este designio es tan poderoso e inexorable como arbitrario e imprevisible. La moira de los griegos, el fatum latino, es un secreto que los mortales no pueden desentrañar, porque carece de regularidad, dijéramos de método. El hombre puede investigar el secreto de la naturaleza, porque la naturaleza es constante en su variación. Pero los dioses son extraños, porque son caprichosos, como los hombres; y se distinguen de éstos solamente porque son más poderosos; a diferencia de la divinidad cristiana, cuya Providencia, aunque inescrutable, se sabe que opera según un método: el método que se llama amor.

            De ahí que, cuando el pagano siente su propia fuerza, se vuelva osado, o sea insensato; compita con la divinidad… y eventualmente reciba la retribución de su osadía, llamada némesis. De ahí también que el pagano, como Fausto, cuando se encuentre apurado, se agencie buscando aliados y mediadores. Prometeo, como ya no es puro hombre, sino semidiós, puede hacerles jugarretas a los dioses, interponiéndose en este espacio angustioso que media entre Dios y el hombre, y que se llama futuro: aquello que el hombre a solas no puede descifrar. Y Prometeo es el héroe del futuro. Pues Promethéos en griego significa el pre-pensador, el pre-visor: el que se anticipa. Su hermano, menos conocido, se llamaba Epimethéos, que significa post-pensador, post-visor: el que se retrasa, mirando hacia atrás; y por esto se encargaba, ya no del futuro, sino del pasado. EL uno era inventor, el otro historiador.

            Prometeo, ese intermediario poderoso, no era conciliador, como no lo son nunca los poderosos; y era un aliado peligroso, como lo son siempre quienes pueden más que uno. Jugaba con fuego, como Mefistófeles, y esto puede costar caro. Mefistófeles es para Fausto lo que Prometeo para el pagano. Y es que Fausto lleva a Mefistófeles dentro de sí mismo, como el pagano lleva a Prometeo, y como todo hombre en verdad lleva el diablo metido en el cuerpo, Mefistófeles es el hombre: su otra mitad, su cara mitad, que bien cara le cuesta. Y si no, que nos lo cuente Fausto. Éste renuncia a sus propios poderes, que él llegó a creer semidivinos, sobrehumanos, y vende su alma poderosa para hacerse un simple hombre. ¡Y qué hombre!

            ¿Recupera, al ser transformado diabólicamente en un hermoso mancebo, el amor que se le perdió entre los libros? Por el contrario, sigue sin amor, y además parece haber perdido la inteligencia: todas las cosas profundas, a partir de su transformación, las dice Mefistófeles. Antes, cuando era todavía el Doctor Fausto, trataba a los humanos con una arrogancia que hubiera resultado insoportable a cualquiera que no fuese un ser tan cándido como Wagner: ese estudiante embelesado por la sabiduría del Maestro, que me recuerda a Eckermann, no sé por qué. Y después, desde que se presenta, ya remozado, en la taberna de Auerbach, “de regreso de España —como cuenta Mefistófeles—, la tierra adorable del vino, las canciones y la somnolencia”, se comporta como si fuera un vulgar chamarilero de feria.

            Me objetaréis acaso, pensando en su amor por Margarita. Pero ¿quién es Margarita, y cómo la trata Fausto? Primero la desea; luego la ama, de verdad; después, sin embargo, la seduce; la abandona, inexplicablemente, por distracción, pues no dejó de amarla: por ocurrir con Mefistófeles a esa zambra de la Noche de Walpurgis; causa su perdición, sin que a él puedan salvarle ni su amor ni su arrepentimiento. ¿Dónde está el símbolo? Margarita no es ni Beatriz, ni Laura, ni Fiamneta.

            La Beatriz de Dante no era una mujer; era un símbolo, personaje de una alegoría de amor teologal, intercesora eficaz ente la pecaminosidad del hombre y la misericordia maternal de la Virgen. La Laura del Petrarca era ya una mujer; pero no concreta, sino ideal. Era la suma de las perfecciones posibles de la feminidad. Pero en la vida, en el amor, falla la aritmética, y la suma de tantas cualidades positivas arroja un resultado negativo. A medida que hemos ido sumando, la realidad se ha ido desvaneciendo; ya no hay ninguna mujer que cumpla el ideal, y éste no expresa sino nuestro afán de perfección: de perfección ajena. Las perfecciones de Fiamneta, en cambio, son limitadas y concretas, como sus imperfecciones. Boccaccio ha dibujado en ella a una mujer de carne y hueso: ni demasiado inocente, ni demasiado perversa; sabe a lo que va, y sabe lo que el hombre quiere.

            La Margarita de Goethe no es ni un símbolo ni un ideal lírico; y como mujer de carne y hueso, cae encima de ella una tragedia inmerecida, quiero decir congruentemente con su carácter, y más horrenda aún que la de Julieta, la cual siquiera supo amar a Romeo, que era un hombre de bien. Con todo y todo, es una persona muy superior a Fausto, al Fausto ya remozado y desalmado.

            La lección que se desprende de ello es que el amor no cura ni salva. Si no es banal, sólo trae destrucción y sufrimiento. Para lo cual no merecía la pena haber vendido el alma y renuncia a la soledad y al estudio.

                                                                            II

5. El mito fáustico, el gran símbolo humano de Goethe, lo encontramos en la primera parte de la tragedia, antes de que Fausto haya consumado la venta de su alma. Fausto vendió su alma a cambio de la vida, porque antes renunció a la vida a cambio del alma, y se quedó sin nada. ¿Sin nada? Se quedó con un alma para después de la muerte. Pero ésta no le importaba tanto. La venta del alma supone todavía un rastro de fe en la inmortalidad. Pero lo que Fausto quería era la inmortalidad en vida, aquella que debemos a nuestro proprio esfuerzo, al poder de nuestro ser; pues la inmortalidad que viene después de la muerte la tiene incluso el alma del último beocio. Se salva o se condena, ésta es la diferencia; pero no se hace inmortal a sí misma, arrancándole al ser su más hondo secreto, que es lo que tratan de hacer el místico y el metafísico, como si desde aquí pudieran ya otear lo que no se revela sino allá.

            Fausto, en su juventud, gozó de las delicias de la fe ingenua. “el amor celeste depositó una vez su ardiente beso sobre mi rostro”; “la plegaria me disolvió en un ferviente arrobo”. Pero, cuando esta fe de inspiración se pierde ¿qué hace el hombre? El hombre, se dice, no puede vivir sin una fe. Pero sí vive. Muchos que dicen tenerla viven sin ella; y otros que no la tienen viven como si no importara. Algunos hombres no pueden vivir sin una fe. Y cuando pierden aquélla, que es don divino, se sienten o se creen bastante fuertes para substituirla con otra que no sea don de nadie, sino de inspiración propia.

            “Aquí estoy yo: un Hombre. ¡Atrévete a ser hombre!”, le dice Fausto a su discípulo Wagner. Pero atreverse a ser hombre es ya quedarse solo, sobrepasar lo común de la condición humana. Pues el común de los hombres no tienen[10] tal atrevimiento, y como dice Goethe, “el hombre desprecia lo que jamás comprende”. O sea que desprecia lo mejor de sus posibilidades, cuando las encuentra realizadas en otro, contra el cual se encona por habérselas revelado. De ahí el desprecio de Nietzsche por el hombre masa, el cual carece de sentido trágico para comprender la tragedia del hombre que quiere substituir a Dios. Éste es el mismo desprecio que sintió Heráclito, antecesor lejano de Nietzsche, cuando dijo que los hombres eran tan incapaces de encontrar la verdad antes de oírla, como de comprenderla después de haberla oído.

            Esta búsqueda de la verdad es el camino del hombre. El que sigue Fausto, y en cuyo término lo encontramos a él, en la desolación del fracaso. “Lo estudié todo —nos dice—: filosofía y ciencia e incluso ¡ay de mí! Teología. Y aquí me encuentro, tan ignaro como antes. Nada puede conocerse, y este conocimiento me desgarra. Para esto he renunciado a todos los placeres. Yo, imagen de la divinidad, consideré la Verdad Eterna segura y próxima; creí que pudiera asolearme en la celeste luz y claridad, dejar a un lado la humanidad terrestre, y, más fuerte que el Amor que pulsa alegre en las venas de la Naturaleza, gozar de la creación, emulando la vida de los dioses. He aquí mi expiación. Pude acercarme a ti, Naturaleza, pero me fué[11] negado el poder de poseerte. ¡Ah! no, es bien cierto que no soy como los dioses. Sediento de verdades, caí en los errores. Lo que se ignora es lo que se necesita, y lo que se sabe es lo que nunca se usa. Mejor hubiera sido emplear mi vida en la holganza, que no sudar bajo su agobiante carga. Mil volúmenes me han enseñado sólo que los hombres, torturándose a sí mismos, deben sangrar, mientras aquí, o allí, un hombre vive feliz en soledad. Me empeñé en igualar la dignidad del hombre con la alteza de los dioses. Me empeñé en el saber, aunque su conclusión hubiera de ser la Nada. Y aquí estoy, frente a mí mismo, en soledad desdichada, agotada la vida a que renuncié, perdida la esperanza en el saber que fui buscando; frente a la Nada que yo mismo soy, y anhelando ser menos aún de lo que he sido; vivir otra vez como el hombre que desprecié, y sumergirme en ese mar de dulces falsedades que me propone la tentación de Mefisto. ¿Qué más me queda, sino la muerte? Pero la muerte nunca es bien recibida, la tentación me dice. Mejor te alejas de esta celda y, liberado, que la vida te sea revelada. Pues bien, sí. Qué[12] pase lo que quiera. Aquí — y no allí—, en esta tierra, está la fuente de mis goces. ¿Puedes tú darme, tentación, todo lo que yo te pido, lo que tú me prometes? Yo me he ensoberbecido demasiado. Mi lugar propio es tu dominio. Cuando el Espíritu me niega su respuesta, y la Naturaleza me cerró sus puertas, el hilo del entendimiento quedó roto. El saber sólo trae un disgusto indecible. Es todo vanidad, y ni siquiera lo mejor que llega a saber con madurez puede uno atreverse a comunicarlo a los jóvenes. Exploremos las profundidades del placer; agotemos los fervores de la pasión más encendida. El hombre se revela en la actividad sin freno. Voy a hundirme en el Tiempo: apurar el momento, sin detenerme en él. Y si alguna vez quiero para el Tiempo y exclamo:  ¡Ah! qué momento más hermoso, deténlo[13] en verdad, Mefistófeles. Por haber traicionado mi principio, toma posesión de mi alma y que se cumpla mi inadvertido deseo: que mi tiempo acabe para siempre.”

            Hacer y conocer, verdad y error, vida y muerte: ser o no ser. Éste es el problema. Éste es el nombre del problema. Pero, waht[14] is in a name? ¿Qué ser hay en el nombre? Porque el problema mismo no existe mientras no se ve, y no se ve mientras no tiene un nombre. Los hombres ven con la palabra, y no con los ojos. Y mientras no hay palabra no hay ser, sino esa niebla informe y opaca, a la que los griegos llamaban Caos. El ser es forma, y la forma, o la horma, o la norma del ser es la palabra. Al Caos se oponen el nomos y el logos. Y por esto en el principio fué[15] la palabra, que quiere decir: en el principio la palabra dió[16] forma al ser. Sin niebla ni tiniebla: “hágase la luz”, y la luz se hizo por obra de la palabra. El verbo es ser y es obrar, por tanto, al mismo tiempo. Y el verbo es tiempo, y éste es el secreto del ser en el tiempo, y no otro. Y éste es el mito fáustico del hombre: que no puede tener nunca lo que busca, y no puede existir sino buscando.

            No me importa que Fausto venda su alma, en la primera versión de Goethe, aunque ya es notable que, cansado de buscar, pida otra vida para seguir buscando. Tampoco me importa lo que le ocurra en esa otra vida; es una trivialidad, lo mismo en la primera versión que en la segunda. La más honda lección del mito ¿le pasaría inadvertida al propio Goethe, el gran artífice de la palabra? Pues esta lección nos dice que el hombre vive de palabras. Con ellas quiere aprisionar el ser, y luego se la evaden las palabras mismas.

            El hombre siente la angustia del cambio, que es la angustia de sí mismo y de cuanto lo rodea. Busca lo estable, lo fijo, lo imperecedero. Y la palabra es para él un instrumento de fijeza. La palabra forma el ser, decimos; y esta forma esperamos que permanezca inmutable. Pero la palabra misma es mudable, y el ser se nos escapa de nuevo en esta mutación de la forma en que pretendimos inmovilizarlo. Las palabras adquieren una vida propria, independiente del ser. Pero a éste ¿cómo podemos jamás apresarlo, sino con palabras? No con las manos, porque las manos no saben, y por esto no poseen.

            El hombre está infinitamente interesado en la realidad, porque está interesado en sí mismo. La busca y la rebusca, porque se busca a sí mismo, y siempre se encuentra en esto que llamamos realidad. No puede desprenderse de ella, ni le importa. Pero, para buscarla, no dispone sino de palabras, y lo que encuentra no son sino palabras. La historia de la palabra es la aventura fáustica del hombre.

            Pero esta historicidad de la palabra ofrece todavía otro aspecto paradójico… o sea dialéctico. Porque la dialéctica fáustica no consiste solamente en que la palabra, con la cual pretendimos paralizar la fluencia del ser, sea ella misma flúida[17]; consiste además en que, tratando de afirmarla a ella, de hacerla inmutablemente unívoca, nos alejamos de la realidad en la medida misma en que lo conseguimos. El hombre sólo entiende lo que no se mueve. Por esto anda en busca de la univocidad, que es la primera forma, el anticipo, de la verdad. La verdad alivia la zozobra que le produce el cambio. Pero la verdad es palabra, y la palabra cambia, así vuelve la zozobra. Dejémonos, pues, de palabras, y vayamos como Fausto derecho a la realidad. Pero ¿es esto posible? De ir, tenemos que ir armados de palabras. Veamos este otro aspecto de la aventura fáustica.

6. Primero, el ser y el nombre se identifican esencialmente. En los pueblos primitivos, las cosas no tienen nombre: son el nombre. Usar en vano el nombre de un ser es como hacer mal uso del ser mismo. Para que el ser tenga nombre es necesario que la mente humana haya llegado a distinguir entre el uno y el otro. Entonces la palabra ya no se identifica con el ser, sino que lo representa. Es un símbolo. Ya somos inteligentes; pero hemos interpuesto un obstáculo entre nosotros y el ser. La historia ha comenzado.

            En efecto: para comprender la cosa, el hombre ha tenido que romper esa especie de unión mágica primitiva que mantenía con ella, en la cual no existía aún el problema de la verdad y el error. Este problema surge con el símbolo verbal, o lógico. La palabra es entonces una perspectiva del logos sobre la realidad, y como toda perspectiva implica la distancia, la razón sólo opera a distancia.

            Por esto, el advenimiento histórico de la razón es para el hombre la pérdida de la inocencia. Adán, en el Paraíso, convive, coexiste con las cosas y no tiene problemas. Así dice el Génesis: “Formó, pues, Dios, de la tierra toda bestia del campo y toda ave de los cielos, y trájolas a Adán, para que viese cómo las había de llamar; y todo lo que Adán llamó a los animales, éste es su nombre.” La función verbal del hombre sería el complemento de la creación divina. Así, el lenguaje del Paraíso carece de interrogantes. Todos los nombres están dados, y la palabra es segura. La caída se produce cuando Adán formula su primera interrogación. Morder la fruta del árbol de la ciencia quiere decir iniciar la búsqueda: buscar el nombre de algo que no se sabe, buscar la verdad, o sea iniciar la historia.

            La historia comienza, pues, con mal pié[18]. Comienza con una caída, y de resultas de ella el hombre anda siempre cojeando, o sea preguntando, investigando, queriendo saber más, y más, sin llegar nunca a saber nada: nada de lo que importa. Y esta historia del diablo cojuelo de la pregunta no es la de Mefistófeles, que ya sabe la respuesta, sino la de Fausto, el sabio que no sabe nada, y que no se resigna. Porque nadie se resigna sin el ser; y si la palabra es el ser, la ignorancia es el mutismo, o sea la privación del ser. ¿Y qué soy yo, a solas conmigo mismo, perdida el habla, sin el ser ajeno con que anhelo rellenar mi vacío?

            Y sin embargo tengo que alejarme del ser. El signo más cercano a la cosa es el gesto; pero el gesto es mudo, y sólo adquiere sentido cuando una palabra se lo ha dado. La palabra más cercana a la cosa es la palabra esto, con que designo a la mesa que tengo enfrente. Pero esta palabra no contiene apenas ningún saber. Saber de la mesa lo tengo cuando así la llamo, mesa. Pero entonces este saber me alejó de mi mesa, de ésta. La palabra ya es concepto; es el símbolo de mi conocimiento de la mesa en general, y por tanto ya no sólo de la mía, ni de ninguna otra en particular. Cuanto más distanciado es el símbolo, tanto más perfecto, más claro, más lógico. Pero, cuanto más perfecto, más vacío de realidad.

            Perdida la inocencia, que es un estado de comunión con el ser, no podemos nunca más recuperarla. Quiero decir: desde que empezó la historia, tenemos forzosamente que usar la razón. La definición del hombre como animal racional no es una definición de esencia, sino una definición histórica. Pero ésta aclara la otra y apresa mejor el modo de nuestro ser.

         En el uso histórico de la razón, unas veces nos alejamos de la realidad, y otras veces tratamos de acercarnos a ella nuevamente. Pero, de una manera o de otra, siempre se interpone entre la razón y ella el símbolo que nosotros mismos creamos. Esta es la historia de la ciencia, y en verdad la de todo símbolo que el hombre emplea para conocer. O sea la historia del hombre, pues los símbolos del conocimiento mejor nos expresan a nosotros que a la realidad. Y esto es lo que quiere decir que la razón sea histórica —y no otras zarandajas—: la historicidad del hombre en tanto que ser expresivo.

          Naturalmente que la razón, que es un útil para relacionarnos con las cosas —pues sin conocerlas no podemos convivir con ellas—, pronto llega a interesarse por sí misma; y como si suspendiera provisionalmente su interés por la realidad, trata de perfeccionarse a sí misma. Así nace la lógica. Y la suprema perfección lógica es la lógica matemática, en que operamos ya con símbolos llamados puros, como los del álgebra. Y puros quiere decir liberados del contagio de la realidad. Primero es la palabra; luego es el número; luego el símbolo algebraico; y luego el símbolo de las operaciones que puede efectuar la mente con los símbolos algebraicos. Entre la realidad y la mente ya no hemos interpuesto un símbolo, sino una serie de símbolos interconexos. El símbolo logístico es símbolo de un símbolo de un símbolo de un símbolo. La lógica matemática es perfecta: pero ya no significa nada.

           Contra este formalismo se alza la idea de la razón vital. Se trata de aproximarse de nuevo a la realidad. Tal vez por ello vuelven las confusiones, y los símbolos pierden su claridad y rigor. Pues vital la razón no puede dejar de serlo. Lo es constitutivamente; lo es incluso en lógica matemática. No tendría, pues, sentido que iniciáramos una cruzada “en pro de la razón vital”. Tampoco lo tiene renunciar a la razón, que al fin es la palabra, y llamar de otro modo a la facultad que logre acercarnos otra vez a la realidad, como ha hecho Bergson. La mínima distancia es el contacto, y el contacto es inefable, como todo el mundo sabe, porque es irracional. La palabra que sea irracional no se ha dicho todavía. Racional es, por tanto, la palabra de los irracionalistas, como Kierkegaard y Nietzsche, padres en el siglo XIX de esa idea de la razón vital que acogen en España, respectivamente, Unamuno y Ortega.

             De cualquier modo, el fenómeno es típico de ese ritmo de aproximación y distanciamiento que el uso del símbolo verbal de conocimiento produce en la historia. Pero lo mismo ocurre cin los símbolos de las artes plásticas, en la pintura y la escultura. Por el lado de la realidad, estos símbolos están unas veces muy próximos a ella; otras, más lejanos, hasta que ya parece que la obra no guarda relación ninguna con un objeto real. Pero, por el lado del artista, siempre guardan relación con éste, con el hombre, al que no dejan nunca de expresar con fidelidad. La elección de estilos es libre, con la limitada libertad de toda creación histórica. Y este límite precisamente es lo que impide la pura arbitrariedad en el arte.

           Como la impide en la ciencia. Cuando un matemático nos dice: supongamos que por un punto dado exterior a una recta pueda trazarse más de una línea paralela a esta recta, no hay en esto nada más ni menos arbitrario que en el cubismo. Y así como no tiene sentido preguntarse, en geometría (no lo tiene, por lo menos, desde Lobatchevsky), ¿valen realmente dos rectos los ángulos de un triángulo rectángulo, o valen más, o menos?, pues no se trata aquí de realidades, sino de símbolos, tampoco lo tiene preguntarse ante una pintura no representativa ¿esto qué significa?, pues lo significado o simbolizado primariamente en ella es el alma del pintor, ínsita en el proceso creador de la historia.

           En fin, lo propio acontece con la física. Esta comienza siendo la ciencia del ser como se ve y se toca: del ser con todas las cualidades vivas de su presencia. ¡Qué precaria fué[19] esa ciencia helénica! ¡Qué aventuradas sus hipótesis, y qué aventura con el ser de la mente que las formula! Luego la física progresa, se hace matemática: prescinde de las cualidades, y atiende sólo a las cantidades. Se hace más exacta, en la medida en que se aleja del ser, en que se hace más inauténtica. Ya no habla de cosas, sino de relaciones, funciones y magnitudes. Y por este camino llega a nuestros días el confesar que ni siquiera puede ser exacta, sino aproximativa: que la realidad ofrece una intrínseca resistencia a ser medida con exactitud final. Pero esto no representa un contratiempo, sino un progreso. Pues, para desconsuelo de los optimistas que no sabían historia, resulta que la física matemática no es sino una prodigiosa simbólica, un sistema de símbolos convencionales, aunque no arbitrarios. Y ni siquiera un sistema, sino una pluralidad de sistemas, igualmente válidos todos en principio. Y es que este principio no se establece por referencia a lo que el bueno del vecino llama realidad —en física o en arte—, sino por referencia a un conjunto de postulados, que se admiten con carácter hipotético. Y la paradoja es que la ciencia sea tanto más perfecta y progresiva, tanto más rebosante de saber, cuando más hipotética y cuanto más distanciados de lo “real” los símbolos que emplea.

           Y así ocurre en todo símbolo y en todas las formas simbólicas históricas. Las ciencias y las artes son igualmente expresivas. Unas y otras no expresan fundamentalmente sino ese vaivén histórico de la aventura del hombre con el ser, que es la aventura del hombre consigo mismo. El ser nos importa. Somos el único ser a quien importa el ser, ha dicho Heidegger, y es verdad. Lo buscamos, pero para alcanzarlo tenemos paradójicamente que alejarnos de él. Es lo que ha estado haciendo Fausto, hasta que se le aparece Mefistófeles: se ha desvivido para desentrañar el sentido de la vida.

             Y cuando la ciencia no nos satisface y añoramos la delicia del contacto directo con la realidad, entonces en este contacto perdemos la razón. Estamos ya entre las cosas, pero no sabemos de ellas. Es lo que le ocurre a Fausto cuando regresa a la vida después de renunciar al saber.

           En suma, la trágica conclusión es que el hombre no puede tener jamás al mismo tiempo el ser y el saber. Y no pudiendo tener los dos al mismo tiempo, no tiene ninguno. Para poseerlos, debiera salir del tiempo, y dejar de ser: de ser hombre. Porque es precisamente el hecho de ser temporal el que le obliga a emplear esos intermediarios que son los símbolos. Sin ellos vive la planta, que no sabe nada de sí misma, de su tierra. Sin ellos, si queréis, existen los seres celestes, que no saben todo, porque no pisan la tierra. Nosotros, quienes tenemos los pies en la tierra —incluso los filósofos—, sólo sabemos que no sabemos nada, y esta es la lección socrática que nos reitera el mito de Fausto.

           Por esto, feliz el poeta, porque no es buscador o servidor de la verdad; porque no investiga el ser, sino lo crea, creando formas simbólicas, “palabras, palabras, palabras”, que por añadidura son bellas; ricas de realidad, porque son expresión de experiencia, que la ciencia, contra lo que dicen los manuales, e incluso algunos sabios, está bien alejada de la experiencia.

          Así creo que la verdadera razón vital es la razón poética. Vital quiere decir que sirve a fines de la existencia humana. Pero la poesía que no tiene utilidad ninguna, y de la que piensa la gente que anda por unas nubes más altas aún que esas que albergan a la filosofía, sirve sin deslealtad un fin humano principal: el de lograr que de algún modo el verbo y el ser queden reunidos nuevamente. Y como la historia no puede desandarse, ni podemos regresar a la época del mito primitivo, en que la palabra era para todos el ser, la mejor forma de lograr aquella reunión es Crear nuevos mitos, que expresen el ser, en vez de reducirlo a ciencia.

             Y ésta es, en suma, la gloria de Goethe, el hombre del nous poeitikós, poeta y creador de mitos.

                                                                                                                                         Eduardo Nicol


[1] Nota del editor: sic

[2] Nota del editor: sic

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