Historia de las violencias: Una cara más de la violencia durante la pandemia.

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Historia de las violencias: Una cara más de la violencia durante la pandemia.

Herlinda Isabel Rojas Hernández 

Durante la pandemia, se acrecentó una violencia en particular que a muchas personas les pasó desapercibida: la violencia contra las personas enfermas y con discapacidad. Antes de la pandemia, era necesario transitar las calles para vivir estas violencias, acudir a consulta médica, una sala de emergencia, una reunión de familiares o personas conocidas (aunque esta violencia, en el caso de las mujeres, se acrecienta en lo privado del hogar). Sin embargo, durante la pandemia, estas violencias nos alcanzaron hasta nuestras camas, las camas en donde vivimos nuestras vidas, hubo muchas personas enfermas.

Violencia en la televisión, en las redes sociales, en la radio, en los periódicos y revistas, poco a poco pudimos observarla tanto en las series televisivas como películas y, aunque mencionaban que somos “la población vulnerable”, nadie parecía reconocernos y nadie parecía saber qué significaba eso. Se mencionaron tres enfermedades que son conocidas; la diabetes, la hipertensión y personas con el sistema inmune comprometido. Pero ¿esas eran todas las personas enfermas y vulnerables? ¿Las demás no existimos?

Fuimos apartadas violentamente de los espacios que antes nos daban la esperanza de tener una mejor calidad de vida; los hospitales, centros de salud y consultorios médicos. Nuestra atención médica fue relegada no a segundo plano, eso hubiera sido una suerte, las personas enfermas y con discapacidad no éramos recibidas en los hospitales si no estábamos en nuestro lecho de muerte. Esto sucede aun considerando que, por el simple hecho de tener enfermedades crónicas y discapacidades ligadas a enfermedades crónicas, el personal médico siempre ha cuestionado si nuestra atención médica es necesaria, vale la pena o si sólo inventamos nuestros síntomas para llamar la atención, expulsándonos de sus salas y consultorios con un regaño y malos tratos. 

Muchas personas sin discapacidad y sin enfermedades crónicas gritaban en los noticieros que no los habían recibido en un hospital, que no los querían atender, que el sistema médico de salud era insuficiente, precario y deshumanizaba a los y las pacientes. Lo decían como si fuera una noticia, pero las personas con discapacidad por enfermedades crónicas llevábamos mucho tiempo gritando y protestando por esto mismo y era como hablar con la pared. Pero, ¿qué fue lo que cambió? ¿Qué era distinto que hacía que las personas se interesaran? ¿Por qué ahora les importaba, pero en todos los años de lucha enferma y disca nadie se había interesado en nuestras preocupaciones, en observar la realidad en la que nos desenvolvemos enfermas y enfermos en hospitales, consultorios y centros de salud?

 

“Bienvenidos al triaje médico, en donde deciden con la más brutal violencia si eres una persona que vale la pena mantener viva”

 

Era como nos recibían a las personas enfermas y discas, y después, en pandemia, fue como recibieron a todas las personas. Pero las distinciones violentas que le quitaron el espacio y la oportunidad a muchas personas enfermas y discas siguieron haciendo de las suyas. Vimos videos, que el personal médico expuso, en donde explicaban este triaje y la forma en que se tomaba la decisión de quién vivía y quién moría. Pudimos ver que daban preferencia a cierto tipo de personas. A las funcionales, saludables, que podían tener mayor probabilidad de reintegrarse a sus puestos de trabajo, que podían regresar a ser parte de este sistema de producción y consumo desmedido. En el otro extremo, a nosotras, las personas con discapacidad, personas de la tercera edad y al final personas enfermas, nos dejaron hasta el final porque nuestra atención se vuelve más compleja por todas nuestras enfermedades y comorbilidades. No había tiempo para complejidades y misterios médicos, no había tiempo para la gente que vive su vida entre síntomas, medicamentos, sábanas y ventanas cerradas. Nunca hay tiempo para quien no tiene la salud que los trabajos y escuelas buscan extraer de cada persona hasta la última gota.

Sólo tardaron unos días, después de declarar pandemia, para que personal médico comenzara a llamar a las personas con enfermedades crónicas y discapacidad para notificarles que su atención médica quedaba en pausa. Pedían también que se alejaran de hospitales, a menos que fuera una emergencia. Pero ¿“emergencia” significa lo mismo para una persona enferma crónica y una persona con discapacidad que para una persona que vive sin estas condiciones? Por supuesto que no, muchas personas enfermas y con discapacidad estamos acostumbradas a vivir con niveles de malestar que llevarían a cualquiera a una sala de emergencias. Sin embargo, debido a que estas son nuestras condiciones de vida, nuestras visitas a emergencias no son bien recibidas, siempre somos cuestionados. ¿Qué sería necesario para que se nos aceptara en una sala de emergencias? Después de tanta descalificación y cuestionamientos, es difícil saber si nuestro malestar es válido, lo cual nos lleva no sólo a experimentar violencia en nuestros entornos, sino también nos condiciona a descalificar nuestros síntomas, llevándonos a estar más cerca de una emergencia.

“¿De verdad necesitaré atención médica o tendrá la razón el personal médico que me dijo que es normal que se me subluxe la cadera?” “¿Necesitaré ir a emergencia o a psicología, como me decía aquel personal médico, cuando perdí la visión repentinamente?”

Muchas personas con enfermedades crónicas fueron parte de las muertes por coronavirus, no de manera directa, pero sí porque nuestras vidas no se consideraron prioridad. Muchas fallecieron porque en los hospitales no se nos continuó dando la atención médica y tratamientos y muchas otras tomaron la decisión de dejarse morir, no acudir a sus citas, dejar sus tratamientos porque no sólo se arriesgaban ellas al ir a los hospitales, también arriesgaban a sus familiares, cuidadoras y cuidadores, decidiendo así, que su vida no podía salir tan cara y que lo mejor era renunciar a ella.

Este fue el caso de un conocido que también era enfermo crónico y con discapacidad: decidió renunciar a su tratamiento porque su familia no tenía el dinero para llevarlo al hospital por su diálisis y no quería arriesgar a quienes lo llevaban. “¿Su fallecimiento habrá sido contado en las estadísticas de muertes por la COVID? ¿Es catalogado como suicidio? ¿Por qué esto no sale en las noticias?” No paraba de preguntarme mientras buscaba dinero para apoyar su funeral.

Mientras todo esto pasaba, otro capítulo se abría sobre cierto tipo de violencia ―uno que las personas enfermas que llevamos décadas, milenios viviendo en confinamiento, no creíamos posible―. Una violencia representada por todos los ajustes que se hicieron en menos de un mes para continuar todas las actividades, ajustes relacionados con la virtualidad. La escuela, los trabajos, los trámites, las compras, las citas médicas de especialidades, todo había cambiado, todo era casi instantáneamente virtual, en línea, sin la necesidad de la presencia corporal.  ¿Por qué estos ajustes representaron tanta violencia para las personas enfermas? Es simple, en realidad, desde que el internet fue posible y las personas se comenzaron a comunicar a través de pantallas, la virtualidad ha sido una de las partes más esenciales de la vida de las personas enfermas que vivimos en confinamiento debido a nuestras enfermedades. Durante todo ese tiempo, hemos pedido de diversas formas que se hagan ajustes para poder recibir educación desde nuestras camas, poder tener un trabajo para no vivir en la pobreza como la mayoría de la población con enfermedades y discapacidad vive. Hemos pedido que las citas médicas, la terapia, los tramites y los eventos sean virtuales para que podamos integrarnos y asistir desde nuestras camas. Pero nunca se nos escuchó, nunca se consideró, hasta que, como por arte de magia, al inicio de la pandemia, todas las personas que jamás habían experimentado el confinamiento tenían todos estos ajustes que se nos han negado durante tanto tiempo. Fue evidente que no era tan difícil ofrecer estas opciones, ¿cuál era entonces la verdadera razón? ¿Era simplemente que no parecía valer la pena porque quienes los necesitaban eran las personas con discapacidad y enfermas?

Hubo un rayo de esperanza: por un lado, nos preocupaba que estos ajustes se fueran con la pandemia, pero por otro, también teníamos la esperanza de que se quedaran, de que las personas sin discapacidad y sin enfermedades hubieran aprendido un poco; que se hubieran sensibilizado un poco a la experiencia de lo que es vivir en confinamiento, pero la narrativa volvió a cambiar. Conforme comenzaron a cambiar los colores de los semáforos y las personas podían volver a salir, se olvidaban de todo, olvidaban incluso a las personas vulnerables y, con ello, olvidaban que también somos personas, que queremos y merecemos que nuestra vida sea protegida incluso si les molesta usar cubrebocas, gel antibacteriano y limitar sus salidas. Cuando comenzamos a ver el verdadero levantamiento de las restricciones, las personas comenzaron a expresar lo que de verdad pensaban sobre mantener medidas de cuidado y precaución para cuidar la vida de las personas con discapacidad y enfermedades, o, personas “vulnerables” como nos catalogaron sólo por mera formalidad.

El día 7 de enero del año en curso, la directora de los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en Inglés) Rochelle Wolensky, expresó en una entrevista: “Del sobrecogedor número de muertes, más del 75%, ocurrieron en personas con por lo menos cuatro comorbilidades. Así que, en realidad, estas eran personas que estaban mal desde un principio. Y sí, son noticias muy alentadoras”. Este comentario fue sólo un pequeño atisbo de lo que la sociedad comenzaría a expresar. Se veían comentarios en redes sociales que decían: “se van a morir quienes se tengan que morir”. Algunos incluso hacían referencia a una mala comprensión de la teoría de la evolución de Darwin diciendo que quienes morirían serían los “débiles” y que era lo que tenía que pasar.

Las redes sociales son una herramienta esencial para las personas con discapacidad y enfermedades que no pueden salir de cama y de casa, representan un medio de comunicación y de comunidad. El espacio virtual es en donde las personas que vivimos en confinamiento permanente nos desenvolvemos, vivimos, y encontramos consuelo, felicidad, amor, amistades. He de decir, que no es muy “alentador” conectarte para hablar con tu comunidad de apoyo y ver que todos nos preguntamos quién será el siguiente en ser contagiadp por alguna de las personas que se han expresado así en la virtualidad y quién terminará perdiendo la vida por la que ha luchado durante tanto tiempo. ¿Por qué es alentador que las personas enfermas sean las que pierden la vida?

Pero esa no era toda la violencia que nos esperaba. La estrella de esta pandemia fue el personal médico, se le agradecía, se le alentaba, se le extendía la mano, se le tenía empatía, se abogaba por su labor y se hablaba de los sacrificios que hacían al atender pacientes con COVID. No niego que el esfuerzo y su labor fue titánica, pero fueron tantas las veces que se mencionó que el personal médico se dedicaba a ayudar, que se silenciaron las voces de aquellas personas enfermas y discas que hemos vivido trauma médico. Las personas que han ejercido violencia durante tanto tiempo contra personas enfermas y discas ahora eran héroes y heroínas, y no podíamos hablar más de cómo nos habían lastimado porque automáticamente éramos malagradecidas y nos mandaban a callar. Ver, escuchar y leer los halagos para quienes han significado violencia y temor para las personas enfermas y con discapacidad fue otra forma de violencia. Una que caló profundo porque, si antes se ponían en duda nuestras historias de violencia, ahora ni siquiera se escuchan o leen. Se descartan por completo, ¿Cuánto tiempo tendrá que pasar para que podamos expresarnos de nuevo en el espacio virtual, el único espacio que nos acomoda a todas las personas enfermas y con discapacidad?

Se habló de todo tipo de violencia, pero la que más se perpetuaba, la violencia hacia y contra las personas enfermas y con discapacidad, se ha pasado por alto a lo largo de la historia, incluso en esta pandemia, en donde el papel estelar lo tiene la enfermedad y la discapacidad. Comenzaron discusiones sobre el confinamiento y la forma en que afectaba la salud mental y se ofrecieron recursos como manuales de ayuda para poder lidiar con el estrés del encierro. Las terapias se hicieron virtuales, comenzaron a ser más relevantes las aplicaciones que ofrecen algún apoyo emocional o mental a distancia. Quiero ponerme como ejemplo: antes de la pandemia, yo llevaba viviendo tres años en confinamiento por discapacidades debidas a enfermedad y, en esos pocos años, ni una sola persona del sistema médico me ofreció apoyo para saber cómo lidiar con el encierro. Los recursos virtuales no sólo no existían, se negaban a las personas enfermas y discas. Se nos decía que era imposible darnos un apoyo a distancia, por línea telefónica o por alguna plataforma de video-llamadas. Simplemente, no había la opción, pero lo que sí había eran comunidades de otras personas enfermas y discas que daban consejos y apoyo para sobrellevarlo. Al iniciar la pandemia, esas mismas personas, de manera desinteresada comenzaron a compartir sus consejos y recomendaciones para poder sobreponerse al encierro, a la falta de contacto humano, para poder encontrar en la virtualidad una forma de vivir y compartir. Eso me hizo pensar que tal vez quienes leyeran esos consejos podrían entender un poco y no olvidarían la experiencia del encierro. Pero no fue así, porque las escuelas, los trabajos, las personas vuelven a sus actividades presenciales y vuelven a olvidar a las personas enfermas y discas.

La pandemia no sólo dejó violencia y sinsentidos, también les dejó una lección a muchas personas que antes de este suceso no eran enfermas y no tenían discapacidad, ni se imaginaban que podían llegar a ser parte de la comunidad en algún momento de sus vidas.

 

Cualquier persona, sin importar el color, la raza, el sexo, género, nivel socio-económico, origen étnico, edad, puede adquirir una enfermedad y una condición de discapacidad. Nadie está exento o exenta.

 

Esto es algo que las personas con discapacidad y enfermedades crónicas siempre hemos tenido bien claro y hemos intentado advertir a quienes no viven estas condiciones. La enfermedad y la discapacidad son las únicas condiciones que atraviesan a todas las personas sin excepción, a cada grupo marginado y no marginado. Son las únicas condiciones que cualquier persona puede adquirir y así pasar a ser una persona con una discapacidad o una persona con una enfermedad crónica discapacitante. Éstas son las únicas condiciones a las que inevitablemente la mayoría de las personas llegarán a causa de la vejez. Por la COVID, muchas personas lo entendieron, ya que, debido al virus, pasaron a ser parte de la comunidad de personas con enfermedades crónicas o con discapacidad. Personas que ahora viven con fibromialgia, con encefalomielitis miálgica, desregulaciones del sistema gastrointestinal y muchas otras secuelas que llevan a la discapacidad orgánica o invisible como consecuencia de la COVID. Pero ¿son realmente las únicas personas que lo han entendido? Si es así, ¿qué necesita pasar para que las otras personas que no viven estas condiciones lo comprendan y tomen acciones para eliminar la violencia y discriminación hacia y contra las personas enfermas y discas?

Para poder erradicar cualquier tipo de violencia, es necesario identificarla y nombrarla. Hemos visto muchos ejemplos de este tipo de violencia que se han evidenciado durante este periodo de pandemia. Estos también tienen un nombre; por una parte, la violencia capacitista puede afectar a todas las personas, pues el capacitismo se encarga de establecer márgenes de productividad, capacidad, estética y expectativas basadas en la fuerza y resistencia que un cuerpo debe tener, obligando así a las personas a negar sus niveles de cansancio, a ignorar la necesidad de descanso, a olvidarse de sus necesidades básicas. Aguantarse el hambre hasta que sea conveniente, la sed, el sueño, empujando al cuerpo a límites poco saludables y que terminan mermando la salud de cualquiera, violentando, discriminando y aislando de los entornos como el trabajo, la escuela, incluso entornos lúdicos a las personas que no pueden cumplir con estos estándares. Esta violencia capacitista afecta con mayor dureza a las personas enfermas que no pueden ignorar los cuidados y las necesidades de su cuerpo. Por otra parte, está la violencia discapacitista, que se enfoca en la discriminación y violencia de personas con discapacidad. Ésta, exclusivamente se encarga de marginar a las personas por su condición de discapacidad. Ambas violencias se entrelazan, como hemos podido ver, durante la pandemia.

Esta violencia capacitista se ejerció al dar prioridad a las personas que tenían mayor probabilidad de tener una vida productiva después de recuperarse de la COVID, como se ha ejercido siempre por los servicios de salud, sólo que esta vez, como logramos ver, se dijo en voz alta. No se ocultó que las muertes de las personas “vulnerables o con comorbilidades” sólo son un número o un porcentaje, pareciera que esta violencia no es la gran cosa, se trata sólo de productividad. Pero si no eres una persona que se ajuste a los estándares de productividad, nunca sabes si los servicios médicos son para ti o para alguien que tiene una salud normal y ocupa menos recursos. Porque si los servicios médicos y los ajustes de accesibilidad, como la virtualidad, no son para las personas enfermas que no podemos salir de casa, ¿entonces para quién son? ¿quiénes sí tienen derecho a acceder a ellos?

No toda persona con discapacidad tiene enfermedades, ni toda persona enferma tiene discapacidad. Sin embargo, para el personal médico es así. Nos ponen en una misma categoría que hace que se pierdan matices y particularidades que pueden salvar y mejorar nuestras condiciones de vida. Durante la pandemia, escuché historias en mis grupos de apoyo de personas enfermas en donde conocidos con discapacidad, pero sin enfermedades, tampoco eran atendidos en hospitales porque veían a la discapacidad como un defecto que le daba menos probabilidad de recuperarse. Incluso hubo personas sordas a quienes se les negó la atención porque tampoco se consideraban prioridad, no eran parte de la población normativamente productiva a la que valiera la pena atender.

¿Qué nos demostró todo esto? No solamente que hay un total desconocimiento de lo que es la discapacidad y la enfermedad, sino también vimos que este rechazo, originado por desconocimiento, cobra vidas; vidas valiosas e importantes que también fueron víctimas de la COVID. Pero no sólo fue el virus, porque estas muertes por la COVID tuvieron como cómplice al sistema médico que nunca ha estado preparado para atender a las personas que más necesitan atención médica: las personas enfermas y con discapacidad.

Sin embargo, el conocimiento de este tipo de violencias no es suficiente, es necesario actuar para evitar que se sigan perdiendo vidas. El sistema médico nos ha demostrado que no está preparado para tratar con humanidad y dignidad a los y las pacientes. Entonces, si sabemos perfectamente que hay fallas en un sistema, ¿por qué esperar a que ocurra una emergencia como la pandemia para comenzar a considerar que hay fallas y problemas que arreglar? ¿Por qué esperar a que se pierdan más vidas para comenzar a alarmarnos y actuar en consecuencia?  Por supuesto que el personal médico no tiene toda la responsabilidad de estas situaciones, porque la educación médica por sí misma es capacitista. Enseñan y obligan al personal médico a ignorar sus propias necesidades, a sacrificar su propia salud, física, mental, emocional, llevándolo a cuestionar no sólo sus propias necesidades, sino también las de las personas que verán como pacientes. No es un error que comete una sola persona, es un error que el sistema médico perpetúa. El paradigma médico debe cambiar y, para ello, es necesario que la sociedad comience a identificar, nombrar y a luchar por erradicar la violencia capacitista y discapacitista.

La relación con la enfermedad y la discapacidad también debe de cuestionarse. La pandemia debería fungir como un ejemplo de que, mientras seamos seres vivos, vamos a toparnos con la enfermedad y la discapacidad porque son condiciones de vida que se dan de manera natural. Incluso las plantas pasan por procesos de enfermedad. La pandemia por la COVID muestra perfectamente que no hay persona exenta de vivir la enfermedad, ¿hubiera sido tan difícil sobrellevar la enfermedad por la COVID si el sistema médico y la sociedad no vieran a la enfermedad como una carga y algo a lo que tenerle miedo? ¿Qué hubiera pasado si todos los ajustes de virtualidad hubieran sido otorgados a personas con discapacidad y enfermedades desde antes de la pandemia? Ya se tendría un precedente y no hubiera tardado tanto tiempo el ajuste a la virtualidad. ¿Y, cómo hubiera sido si se hubiera contado con todo el conocimiento y la experiencia de las personas enfermas y con discapacidad durante la pandemia?

No hay que olvidar que, incluso al levantar las restricciones por la COVID y aunque parezca que la pandemia ha terminado, a las personas enfermas y con discapacidad se les sigue poniendo en peligro. Aunque el confinamiento ya no sea obligatorio, hay personas que seguimos viviendo en confinamiento y que seguiremos viviendo así. Aun viviendo en confinamiento, tenemos derecho a acceder a la educación, a tener un trabajo, a los ambientes lúdicos y de convivencia. El confinamiento no termina para todas las personas y eliminar las opciones virtuales es dejarnos en el olvido nuevamente.

La presencialidad no es una garantía de nada, porque las personas que permanecemos en casa por enfermedades crónicas “discapacitantes” y discapacidad también somos reales, aunque no nos vean en las calles. Incluso cuando el encierro nos hace parecer invisibles seguimos viviendo violencia y perdiendo la vida a manos de ésta.

Es algo a lo que ninguna persona escapa, pero hay situaciones y condiciones de vida que aumentan las probabilidades de una persona de vivir algún tipo de violencia. En este caso, hablamos de un tipo de violencia oculta y que es fácil de ignorar debido a que se da en un ámbito privado. Ahora que se ha hecho pública a partir de la pandemia, ¿olvidaremos todo lo aprendido durante este tiempo, descartaremos lo que nos han aportado las personas enfermas y discas durante estos tiempos pandémicos? Olvidar estos aprendizajes no significa sólo el olvido de conceptos y experiencias ajenas, también implica el olvido y abandono de personas y de sus vidas. Vidas que, aunque parezcan invisibles, son valiosas y merecen ser escuchadas.

No dejemos que el levantamiento del confinamiento nos lleve también a retirar el apoyo y la empatía que se había brindado a las personas enfermas y discas. No olvidemos que las experiencias de estas personas son válidas y valiosas. Incluso, ahora que se restituye la presencialidad y el confinamiento parece alejarse, sigue siendo la forma de vida de muchas personas que no tienen la posibilidad de salir de sus casas y de sus camas.

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