Íconos domesticados

La coronación de Joás y muerte de Atalía. 2 Crónicas 23: 13 – 15.

Íconos domesticados

Alberto Paredes

A ellos, cuyos nombres encontrarás abajo, benévolo lector…

 

En los oficios universitarios de la reflexión, pretendemos honrar una diosa, siempre fallidamente, a menudo fraudulentamente: la Objetividad. Oh la Objetividad.

Nací en el estado de Hidalgo. Fui beneficiario de las generosas conversaciones de un paisano, erudito y apasionado del patrimonio novohispano de ese reducto geográfico, formado él en la Facultad de Filosofía y Letras de nuestra UNAM: llamábase Víctor Ballesteros y nuestras madres fueron amigas antes que nosotros. Escuchándolo tomaba lecciones tardías y volanderas sobre conventos franciscanos y agustinos. Lo que sucediera en Tlaxcala o Puebla estaba más allá de la Última Thule de nuestras esporádicas charlas. ¿Era Víctor “objetivo”? seguramente no; sabio y meticuloso sí, mas apasionado con los tesoros de la patria chica. Ciertamente, las más de las veces, era posible tomar lección de sus conocimientos sobre el legado novohispano en lo que, andando los siglos, sería el estado de Hidalgo. El tiempo no se detiene y, un día, al volver al terruño, descubrí que estaba ya curado de la vida, una vida que aprendió a gozar estoicamente, conviviendo día a día con las secuelas de su poliomielitis.

El Tiempo: una historiadora de arte, de nombre Marcela Corvera, ajena a esa región, se desenvuelve con escrúpulo sobre dichos temas de arte sacro. Al inicio de uno de tantos cursos escolares, me sorprende diciéndome que “al fin” se publicó su libro sobre La pintura mural del presbiterio de la iglesia de Zempoala, Hidalgo (en coautoría con Elisa Ortiz, Conecah, 2016); que me obsequiará un ejemplar para agradecer no sé qué conversaciones donde algo sensato habré dicho. Al pasar las primeras páginas del bello opúsculo, medito que una vez más soy reo de Cronos: ¿cómo es que nunca pensé en presentarlos mutuamente y dejarlos compartir y discutir sus erudiciones? El libro, pues, es un minucioso diálogo con una de las obras de Víctor. Mea culpaTempus fugit. Creemos saberlo, pero olvidamos que nos trabaja por dentro: Tempus fugit.

Página 16 de Corvera: “Atalía rasga sus vestiduras al ver que el trono le es restituido a Joás, su legítimo heredero”. Es un apasionante capítulo de las rivalidades entre el enigmático y acaso primer dios único, Baal de Mesopotamia, y el Innombrable, infinito en celo, patrono de las doce tribus de Israel: JHVH. El asunto de Atalía es una tremenda historia de vendettas sin límite de sangre derramada al seno de la familia real para colocar en el culto a uno u otro dios único. Tiempos legendarios de la definición del pueblo hebreo. Atalía tuvo sus años de triunfo, pero finalmente es decapitada por sus enemigos, “la usurpadora” le llama Corvera haciéndose eco, “subjetivamente”, de los juicios pro-bíblicos y tomando partido. Víctor se había resbalado en su identificación proponiendo un error: la escena de la mujer de pie frente a un rey coronado sería Salomé seduciendo a Herodes, y el recuadro derecho mostraría la decapitación del gran Ioakannan. Corvera corrige la lectura de Ballesteros gracias a que ella y su coautora triunfaron en la proeza de identificar dos Biblias cuyas ilustraciones son la base del programa –así se le llama en la jerga académica– icónico del pueblo de Zempoala.

Anoto, pienso. Entre una y otra interpretación de mis sucesivos amigos, hay algo formidable en común; formidable: magnífico y terrible. Se desnudan procedimientos ideológicos de los grupos religiosos políticamente dominantes (sea en los tiempos antiguos de Baal y JHVH, sea en la Nueva España históricamente más reciente).

Yo lo estimo una afrenta, un desperdicio de lenguaje plástico (casi como usar a Bach o Ravel para jingles navideños o cancioncitas del Salvation Army). Historias, leyendas similares al grado de estar a punto de lo intercambiable. Sin embargo, inicialmente “claras y distintas”, remitidas a personajes y conflictos autónomos, separados por siglos y leguas. En su primer estado, ofrecen la riqueza de la pluralidad, mas las instituciones religiosas (Medio Oriente y su destino monoteísta, la Contrarreforma católica) no pueden dejar de acatar una inercia reductiva. Síntoma entre los esfuerzos de mis amigos, apenas separados por una decena de años: ¿podía Víctor no darse cuenta de que el personaje femenino no puede estar bailando? El hecho de que esté en pie frente a un rey, con las manos sosteniendo y abriendo su grueso manto o capa le hizo decir: ¡Herodes y Salomé! ¡La legendaria danza, tantas veces reproducida en grabados, óleos y cantera! (Años después, gracias a la UNAM y a Flaubert, yo me detendría al menos una vez por semana en el pórtico izquierdo de la catedral de Rouen para seguir admirando una de las Salomés más circensemente contorsionadas para seducir a su padrastro.)

Víctor vivió usando muletas toda su vida adulta. Bailar le era un mundo ajeno. Corvera tuvo la proeza de encontrar, en la plétora de Biblias ilustradas, dos que efectivamente parecen dictar el programa icónico del presbiterio zempoalense o zempoalteca. Sobre la imagen de la escena secundaria en el ángulo derecho: no, Víctor, no han cambiado los personajes. Tu lectura necesita que ahora sea el tercero oculto, motivo de la danza: el intransigente profeta del desierto. Pero veamos un poco: ¿no porta el mismo manto que la protagonista de la escena principal? ¿No es su cabellera la misma? Pues gracias a Corvera detengo la mirada y me digo que para ser el fascinante Ioakannan me falta la pelleja de oveja o carnero y, claro, la sugerida cascada capilar no evoca la rebelde melena pre-hippie de nuestro héroe, sino los bien cepillados y todavía castos cabellos de una sensual y refinada dama palaciega, de lujo efectivamente oriental, capaz de seducir a cualquier sultán del Libro de las mil y una noches.

Ballesteros estaba biográficamente constreñido a su interpretación y Corvera tuvo mayor distancia “objetiva” para catar las sutilezas. Sin que sea pecado historiográfico mayor, Corvera incorpora con frecuencia, como suyas, expresiones de la ortodoxia judeo-cristiana (llamar a Atalía “usurpadora”), de donde las palabras son un bicho rebelde, tanto o más que Ioakannan y su primo.

La Biblia en monitos o banda diseñada: todo acaba siempre predicando obediencia total al monoteísmo del implacable JHVH; el resto de las religiones y pueblos, politeístas (aunque sea la cultura clásica) y de tendencia monoteísta (Baal, el Egipto solar), están absolutamente mal. Onetti encontraría en esto una nueva evidencia de lo machacón del mundo de los adultos y lo rotundo en estrechar el embudo, es casi aburrido. Cuando llegó y logró imponerse en el Imperio Romano, y luego en la Europa medieval, el cristianismo no hizo sino repetir la misma absorbente pulsión. Con un gravamen: incluso el Viejo Testamento (con tantos libros históricos, líricos y filosóficos espléndidos) vale porque su plural universo humano no es otra cosa que portentosos afluentes que desembocan en la anunciación y prefiguración de una sola historia: Cristo en la tierra.

Un desperdicio. No de la historia colectiva, no de la historia de las religiones humanas, sino de la línea monoteísta con tendencia a tener reino en este mundo. Es como si la fascinante aventura natural que produjo los grandes animales previos al hombre, todos esos dinosaurios y pterodáctilos prehistóricos y arqueológicos, y el magma sepultado de los grandes volcanes, no tuviera más finalidad que llenar el tanque de combustible el lunes por la mañana. O incluso, en un acto humano de piedad con respecto a su casa, el sol fuese la fuente energética de paneles, y paliar nuestra avidez de combustibles con fuentes naturales renovables.

Catequizar es el vocablo clave. Todas las aguas y todos los granos al mismo molino, para meter al horno un único tipo de pan amasado (kosher, para el Sabbat, u hostias dominicales). ¿Quién puede no lamentar la reducción de lenguaje e imaginación? Me duele en toda su perfidia el término programa: ¿puede lo programático no ser una cuadrícula para que la riqueza de cifras se vaya domesticando en un único gran sumando o algoritmo final?

Cada quien sus dioses. Rabelais diría aquí, con su capacidad de escarnecer a La Sorbonne, volvamos a nuestros borreguitos, y su muy tardío paisano, pero igualmente iconoclasta (a propósito de imágenes y valores), Serge Gainsbourg, susurraría al micrófono quant à moi… Vuelvo entonces a mi Lezama Lima, poeta y católico. Los artistas siempre querrán que la riqueza de aguas y pluralidad de molinos horneen una plural canasta de panes. Lezama: ¿Hay una total pluralidad en la semejanza? Pues las religiones y las ideologías de Estado exigen de suyo la abolición de la des-semejanza, uniformando a todos sus subordinados e imponiendo profusamente su emblema de campaña en los más apartados recodos de su imperio. Líneas después, el oráculo de Lezama dicta su creencia: La semejanza no coincidirá con lo homogéneo. Creamos, con el poeta, en las participaciones del germen, / la antistrofa golpeante de la primera luna del soplo.

Semejanza como pluralidad que no es total, infiramos gracias a Lezama; semejanza de motivos (más que ‘programas’) que provocan íconos similares (mas no idénticos): Atalía y Joás, Herodes y Salomé. O recorrer el motivo bélico-plástico del decapitado (por verdugo o directamente a manos de personaje femenino: Judith ultimando a Holofernes, en magnífica imagen de Artemisia Gentileschi superando al Caravaggio). El motivo bíblico del varón poderoso sometido por la enemiga ofrece su propia historia icónica donde la semejanza es pluralidad: no son idénticas las acciones de Judith y la de Dalila, si bien la iconografía no puede negar al espectador la escena de la mujer doblegando hasta la horizontal la testa masculina, sea que practique su incisión en la yugular o solamente en la luenga cabellera donde, según esto, reside la fuerza muscular de Sansón.

Íconos domesticados, sea por la doctrina ortodoxa supervisando la imaginación del artista o por el estudioso secularmente posterior que vuelve a ver lo que quiere ver. Mas facultad del ícono es deslizarse, desdibujar la uniformidad y la ortodoxia para no someterse del todo al programa marcado… “se te escapa entre alondras”, dice Lezama, repito: poeta y católico, como sugiriendo su motto a todos quienes damos valor per se a la imagen. Se te escapa entre alondras.

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