La incomodidad del pensamiento: las Humanidades como arma crítica contra la precariedad en tiempos de pandemia

La incomodidad del pensamiento: las Humanidades como arma crítica contra la precariedad en tiempos de pandemia

María Medina-Vincent

Son tiempos duros para el pensamiento abstracto, para la profundidad de los argumentos y para la reflexión crítica en general. Como sociedad, parecemos haber desarrollado una especie de alergia a todo aquello que se acerque al pensamiento filosófico. Los planteamientos caminan hacia la simplicidad y vamos dejando atrás la atracción por lo complejo, la pasión por aquello indescifrable, el picor que nos produce el plantearnos qué hay más allá de lo aparente. La situación derivada del virus de la COVID-19 ha supuesto una muestra clara de cómo el progresivo alejamiento de las instituciones y la población del razonamiento filosófico y humanístico, pone en riesgo la capacidad de reflexión y gestión de situaciones tan excepcionales como la actual. Por esta misma razón, supone un momento inigualable para reivindicar la vigencia de las Humanidades en el mundo actual.

         Este panorama general de progresiva desaparición del pensamiento crítico tiene mucho que ver con el desahucio de la filosofía y las disciplinas humanísticas por parte de las instituciones y, consecuentemente, el creciente desinterés de gran parte de la población en dicha materia. A su vez, esto revela una idea: la necesidad que tenemos como ciudadanos/as de reivindicar el poder que tienen las Humanidades para permitir a la gente reflexionar críticamente sobre aquello que les envuelve. Sin esta disciplina como núcleo central de los planes de estudio ni como interés curioso de la población, resulta incluso lógico que el tipo de razonamientos que se esconden detrás de los discursos políticos, institucionales y de cualquier otra índole, carezcan de profundidad y rigor.

          Y es que se muestra, de forma evidente, que aquello que hemos ido perdiendo poco a poco en los últimos años es lo que más necesitamos hoy en día: la reflexión crítica y holística que solamente nos puede dar el campo humanístico. Lo vemos de forma clara en la guillotina que amenaza constantemente en caer sobre las asignaturas de filosofía en los institutos, y también en la flagrante fragilidad de las carreras humanísticas, filosóficas e incluso filológicas en las universidades. Frente a esta situación, cabe plantearse: ¿solamente se ataca aquello que se nos muestra débil, o cabe pensar que se ataca aquello que supone una amenaza para algo mayor?

          Me decanto más por la segunda opción, ya que se suele argumentar que estas disciplinas son inútiles porque no encajan en un paradigma de corte productivista como el que impera en todos los ámbitos de nuestra sociedad. Y realmente el problema no es que no encajen, sino que son una amenaza para dicho paradigma. Porque no cabe la reflexión en un mundo donde priman los criterios de la rentabilidad; no cabe el pensamiento en unas cárceles regidas por la productividad, el emprendimiento y la autosuficiencia. Y no cabe, porque su labor es precisamente tornar visible aquello que danza en círculos invisibles a nuestro alrededor, aquello que va cercando nuestra acción y nuestro futuro sin que seamos capaces de percatarnos de sus movimientos: la precariedad y su paradigma mercantilista. Así pues, aprovechando que el COVID-19 ha hecho estallar el cuerpo sistémico para sacar las entrañas de nuestra sociedad a relucir, ahora cabe reivindicar el papel de las Humanidades como lugar desde el que enfrentarse a las diferentes problemáticas desveladas que, si bien no son nuevas, sí que parecen haberse vuelto ineludibles.

Cuando las entrañas están a la vista

El 13 de marzo de 2020 comenzaba en España el estado de alarma a raíz de la COVID-19, que ha tenido a la población española confinada en sus casas durante largas semanas, al igual que ha ocurrido en otros países alrededor del globo. Las medidas de excepción tomadas durante este periodo han tornado, si cabe, más claras las injusticias y las desigualdades características de nuestra sociedad, al tiempo que han puesto en evidencia las debilidades y la extrema fragilidad del sistema capitalista.[1] Uno de los puntos clave ha sido el impacto que el parón ha tenido en la esfera económica, donde cuestiones como la economía sumergida y la precariedad de los contratos laborales han visibilizado la frágil situación en que vive gran parte de la población española. Además, se han revelado otras cuestiones como la baja calidad de la vivienda y el alto precio de los alquileres, que han mostrado a su vez la radical fragilidad del sistema en el que vivimos a la hora de garantizar una vida digna de ser vivida para la ciudadanía.

La noción del sacrificio como fuente de progreso, en este caso, para salvar a las personas del virus, es otra de las muestras claras de cómo hemos profundizado la lógica neoliberal en nuestras vidas diarias y nuestros trabajos.

Pero quizás lo que se ha revelado como más evidente haya sido el progresivo desmantelamiento de la sanidad pública en nuestro país (un desmantelamiento común a otros países alrededor del mundo), donde se ha puesto también en evidencia la falta de recursos y la precariedad que ha caracterizado a los profesionales de dicho sector. Es más, en sí mismo el confinamiento ha sido una medida preventiva contra la saturación de nuestro sistema sanitario, una acción para evitar el colapso nacional. Como “recompensa” o “motivación” frente a esta situación extrema vivida por los profesionales de la sanidad, hemos escuchado los aplausos diarios de la sociedad española que cada día desde sus balcones salía para mostrar su gratitud hacia este sector laboral. Si nos aproximamos a esta acción entendiéndola como un acto performativo, veremos que los aplausos diarios no han hecho más que aumentar la constitución de dicho sector como héroes, una heroicidad que remarca que todo se puede hacer con voluntad, algo que viene a reforzar el espíritu neoliberal que atraviesa como una columna vertebral el cuerpo social. Así pues, la noción del sacrificio como fuente de progreso, en este caso, para salvar a las personas del virus, es otra de las muestras claras de cómo hemos profundizado la lógica neoliberal en nuestras vidas diarias y nuestros trabajos. Hacer del trabajo un acto heroico implica que las condiciones sobre las que éste se desarrolla son nefastas, y aplaudir a las personas que desarrollan dicho trabajo a través del sacrificio y el sufrimiento, nos aleja de lo verdaderamente importante: reivindicar una sanidad pública de calidad. En este sentido es en el que considero que el pensamiento humanístico puede contribuir a repensar las formas de vida, poniendo en entredicho los valores productivistas y mercantilistas sobre los que sostenemos de forma general nuestra cotidianeidad, en este ejemplo, nos puede acercar a identificar los núcleos de injusticia activos en nuestra sociedad.

           Así es, el pensamiento humanístico nos permite ver aquello que no quiere ser visto. Precisamente por su capacidad de desvelar lo velado y por los ataques continuos que recibe debemos plantearnos: ¿qué es aquello que no quiere ser visto?, ¿cuáles son aquellas condiciones que preferimos pasar por alto como sociedad? Desde mi punto de vista, el empeño de las instituciones en apartar a las Humanidades de las aulas y otros espacios, puede deberse a un interés en intervenir los procesos complejos de conformación de las subjetividades de los individuos, pero sobre todo a un intento desesperado por hacer que la precariedad en la que viven dichos individuos les pase desapercibida, algo que la COVID-19 ha hecho casi imposible. Es decir, desde una posición mercantilista —y desafortunadamente, incluso institucional— las Humanidades han de desaparecer para que los individuos puedan ser explotados de una forma más sencilla y eficaz. Este fenómeno tiene dos dimensiones que merece la pena mencionar.

          En un nivel sistémico, apartar a las Humanidades de las aulas supone desterrar el potencial crítico inherente al pensamiento filosófico de la sociedad, una operación que puede permitir generar una ciudadanía más adormecida y menos crítica con las estructuras de desigualdad que la vertebran. Consecuentemente, se consigue crear de forma silenciosa un conjunto de individuos más dóciles y predispuestos a tolerar condiciones de injusticia y desigualdad. En un nivel individual, no tener acceso a las herramientas que nos permitan el ejercicio del pensamiento crítico puede suponer la pérdida de la posibilidad de vivir nuestra propia vida de forma consciente, y pasar así por alto cuestiones relacionadas con la precariedad laboral y vital que nos rodea. Es decir, carecer de la capacidad crítica de reflexión nos convierte en zombis que viven sus vidas sin comprender de una forma profunda qué es aquello que empuja su accionar.

          Y por esta misma razón es necesario preguntarse acerca de las cosas que nos ocurren, de las decisiones que somos capaces de tomar, aunque pueda llegar a ser doloroso, ya que nos vuelve conscientes de aquello que nos impide avanzar, de las limitaciones sociales que condicionan nuestros proyectos vitales. Y es que el cuestionarnos todo aquello que nos rodea nos puede acercar al descubrimiento de las estructuras sociales, de las dinámicas que generan las injusticias y también del potencial transformador de nuestro propio accionar. O lo que es lo mismo, cuando las entrañas del cuerpo social quedan al descubierto, las Humanidades nos permiten acercarnos y vislumbrar qué era lo que se había podrido en nuestro interior y quedaba escondido a nuestros ojos.

          Esta realidad podría ser el acicate para que muchas personas se atrevieran a iniciar el viaje del pensamiento crítico con el objetivo de desenmarañar el complejo ovillo de su cotidianeidad, sin embargo, percatarse de las cosas parece llevar implícito un compromiso de acción para transformar la sociedad, y quizás éste sea el miedo que impide que muchos/as se atrevan con la filosofía. A su vez, es ese mismo miedo de que a través del pensamiento crítico se llegue a una acción colectiva, la razón por la cual en nuestra cultura esta disciplina esté cada vez más desvalorizada. La lógica del sistema neoliberal prefiere sujetos fácilmente moldeables y que puedan incorporar con relativa rapidez los valores y las exigencias que se derivan de las dinámicas mercantiles.

              La productividad de los individuos ha pasado a convertirse en una cuestión estrechamente ligada con las subjetividades y los procesos de precarización, que exigen sujetos flexibles y fácilmente adaptables. Lo hemos podido ver también durante la COVID-19, donde muchos han tenido que aprender desde cero a trabajar de forma virtual, convirtiéndose esta fórmula en la nueva bandera de la eficacia. Mientras, otros han perdido su trabajo, sobre todo aquellos que cuentan con unas condiciones más precarias, aquellos más vulnerables.[2] La cuestión clave aquí es la demanda de adaptabilidad que se lanza a los sujetos y la fragilidad de sus biografías profesionales, ligadas en extremo a las necesidades de un sistema que se aleja cada día más de la descripción de lo humano. Así se ha visto también en las redes vecinales que se han tejido para dar respuesta a la emergencia alimentaria de gran parte de la población. Al final, ha quedado en manos de la voluntariedad y buen hacer de la ciudadanía su propia supervivencia.

          Desde mi punto de vista, este apartar a las Humanidades de los planes de estudio que hemos ido viviendo en los últimos años, forma parte de dicho proceso de precarización social sobre el que se sostiene la indiferencia hacia las desigualdades y la escasez que parece haber reventado a raíz de la COVID-19. Las continuas campañas de desvalorización de los saberes humanísticos van restando cada vez más a la existencia de lugares donde ejercitar el pensamiento crítico, algo que desde un punto de vista perverso puede llegar a adquirir sentido, ya que robar a la población la posibilidad de poder pensar críticamente es quizás el único modo de que se pueda continuar con la apariencia de normalidad frente a las precarias condiciones de su existir. Es más, esta lógica se puede aplicar también al creciente aumento de las posiciones ultraconservadoras alrededor del globo, que atacan de forma directa a dichas materias. Un ejemplo lo podemos encontrar en las campañas del presidente Bolsonaro en Brasil, quien amenaza con recortar las carreras de filosofía, humanidades y sociología en las universidades públicas bajo el argumento de su poca utilidad para la sociedad.[3] Otros antecedentes de este tipo de acciones lo encontramos en la amenaza del ministro de educación de Japón, quien en el año 2015 ordenó a las universidades abolir los estudios de ciencias sociales y humanas. Son también gobiernos como los de Bolsonaro de nuevo, o el de Trump, los que se han mostrado reticentes a seguir las indicaciones de la OMS, haciendo que sus países se convirtiesen en unos de los más afectados por el virus a nivel mundial. ¿Es pura coincidencia que sean los gobiernos más duros con los campos humanísticos aquellos que están más lejos de controlar las consecuencias de este virus? Quizás no.

¿Utilidad para qué?

Detengámonos ahora a analizar el manido argumento de que las humanidades y la filosofía no son útiles. ¿Útiles para quién? ¿Útiles para qué? ¿No será probablemente que son demasiado útiles para la población que se encuentra en contextos de pobreza y que vive con la constante amenaza del recorte de libertades y derechos sociales procedentes de los citados gobiernos? ¿No será ese el verdadero problema, su extrema utilidad frente a la precariedad y la amenaza de la ultraderecha neoliberal? Si de verdad los saberes humanísticos fueran inútiles, el mercado no les prestaría la mínima atención ni invertiría el más mínimo esfuerzo para su erradicación. Al contrario, si el mercado les presta atención es porque representan un peligro. Además, si algo nos está enseñando el momento actual es que el criterio que determina la “utilidad” hoy está marcado por una visión completamente instrumental del mundo y de las relaciones humanas. Quizás esta cuestión es una realidad que puede cambiar después de la COVID-19.

          La cruda realidad es que, si como sociedad profundizásemos en las causas de nuestros problemas, cada día despertaríamos con una nueva revolución. Por esta misma razón, y siguiendo las palabras de la filósofa Adela Cortina, considero que las humanidades y la filosofía son saberes fecundos, saberes que valen por sí mismos y que promueven “el cultivo de la humanidad”,[4] saberes que son útiles, por más que se empeñen en decirnos lo contrario. El problema es que no son útiles para el sistema, ya que suponen una amenaza para su lógica individualista y productivista, por eso necesitan desvalorizarlas continuamente. Pero sí son útiles para plantearnos qué tipo de sociedad queremos construir a partir de ahora. Porque quizás con una mayor profundidad de pensamiento actuaríamos más como seres humanos y menos como autómatas.

          Actuar más como humanos implica reconocer que no es el virus en sí mismo el que ha generado las desigualdades, sino la forma en cómo nos enfrentamos a él. Tal y como apunta la autora Judith Butler en la siguiente cita: “El virus por sí solo no discrimina, pero los humanos seguramente lo hacemos, modelados como estamos por los poderes entrelazados del nacionalismo, el racismo, la xenofobia y el capitalismo”.[5] Y esto lo podemos ver en algunas reacciones producidas por ejemplo en España, donde el partido político de ultraderecha VOX convocó en el mes de mayo una salida a las calles contra el confinamiento, produciendo aglomeraciones en las vías de la ciudad de Madrid y poniendo en riesgo la salud de los/as asistentes. O el caso de la ultraderecha estadounidense que bajo el lema “Stop the fear. End the Lockdown”, reclamaban la vuelta al trabajo durante las primeras semanas del confinamiento, manifestándose en lugares como Michigan o Minnesota. Estos hechos muestran un vínculo entre la extrema derecha y el sistema capitalista, una alianza que ha quedado más que clara en este contexto. Las reacciones sociales frente a esta situación pueden acabar reproduciendo las desigualdades de las que tan vehementemente deberíamos intentar escapar. De este modo, el rechazo hacia el confinamiento y la demanda por una vuelta rápida al trabajo son una muestra de la necesidad del sistema de estar en continuo funcionamiento, aunque no hay que desdeñar la necesidad de la población de acceder a un sueldo, y eso, depende de sus trabajos. Lo interesante aquí es que la reclamación para cesar el “parón” se basa en el argumento liberal de la decisión individual y se aleja de la lectura crítica hacia un sistema que ha desmantelado lo poco que quedaba de social en nuestros gobiernos. Así pues, los argumentos a favor de la “libertad” esgrimidos por parte de estos grupos nos remiten a la libertad de mercado, algo que no hace más que incrementar nuestra precariedad. Si no se aprovecha este contexto para recuperar la raíz de conceptos como libertad o humano, estaremos perdiendo una gran oportunidad de volver a ser dueños/as de nuestro destino.

          Además de la parte más sistémica, la dimensión individual de estos procesos resulta de gran interés. Y es que cuestionarse las cosas supone hacerlo a sí mismo y, en ese ejercicio crítico continuo, perdemos tanto como ganamos. Por tanto, al enrolarnos en el viaje reflexivo hemos de estar dispuestos/as a perder, o más bien, a deshacernos de ciertos hitos que con anterioridad considerábamos inmutables. Enfrentarse a la sociedad post-COVID-19 desde las Humanidades implica estar dispuestos/as a jugar, atreverse –quizás perder– y volver a empezar. Son muchas las personas que no están dispuestas a pagar dicho precio y prefieren agarrarse a creencias inamovibles, quedarse paradas en el puerto viendo desde una posición segura cómo las olas van y vuelven, cómo rompen en las rocas de un modo distinto cada vez. Sin embargo, lo que quizás desconocen es que la filosofía nos adentra en ese mar y nos convierte en olas, sin saber dónde llegaremos, pero con la certeza de que será un viaje apasionante.

          En un intento por establecer un diagnóstico de esta realidad que estoy tratando de dibujar, considero que la intención estructural de amenaza contra estas disciplinas se ha traducido en un rechazo individual a vivir lo que llamo “la incomodidad del pensamiento”, un miedo a adentrarnos en el autoconocimiento y el conocimiento del mundo. El concepto que aquí propongo pretende sintetizar esa sensación de incomodidad que sentimos cuando alguien pone en duda nuestras afirmaciones o creencias. Me perturba de forma profunda esa resistencia a dejarse llevar por el diálogo, la discusión y el debate, a sentirnos “incómodos/as” de un modo completamente gratificante al ponerlo todo en duda.

          Por esta razón, hay una necesidad acuciante y se refiere a una tarea que la puede llevar a cabo cada cual en su vida diaria, esto es, la tarea de desestabilizar los conceptos y categorías que consideramos inamovibles e inalterables. Desposeerse de toda creencia y certeza absoluta para dejar atrás todo aquello que nos ancla al suelo, y que, al anclarnos, impide en cierta medida que podamos volar y abrirnos al conocimiento de otras realidades e ideas. Y sí, soy consciente de que desanclarse de los pilares sobre los que construimos nuestra identidad, supone desestabilizar aquello que otorga sentido a nuestra presencia en el mundo. Sería algo similar a cuando pasamos un control de seguridad en el aeropuerto. Dejamos todas nuestras posesiones en la cinta, las ponemos a prueba frente a terceros, y al final puede ir bien o mal. Solamente hay una diferencia aquí, en el control de seguridad sabes que en el peor de los casos solamente perderás la botella de agua que has olvidado tirar al entrar al aeropuerto. En el ejercicio de ponerlo todo en duda, la única certeza es que con toda probabilidad no encontrarás una respuesta última y segura. Y éste es el gran potencial de la filosofía, superar el conservador deseo del que se niega a interrogarse y arrojarse al mundo con todas las de perder, pero también con todas las de ganar.

          Porque el pensamiento es un desprenderse continuo. Desprenderse de vivencias, de creencias, de objetos, de percepciones, de expectativas. Y en ese desprenderse hay siempre una reapropiación y un fortalecimiento. Cuanto más ponemos sobre la cinta más nos conocemos a nosotros/as mismos/as, más conocemos a las personas que nos rodean. Se trata de exponerse a los demás y llegar a comprender mejor los escenarios cotidianos en los que desarrollamos nuestras vidas. Soy consciente de que esta operación tiene un coste alto, y probablemente sea esta la razón que se esconde tras la resistencia a ir más allá de lo establecido, de lo naturalizado.

          Así pues, la cuestión central que me preocupa es esta resistencia a la duda, al establecimiento de preguntas, a ponerse uno/a mismo/a contra la pared e interrogar-se sin tapujos, algo que percibo de forma generalizada en el alumnado pero que se puede extender al resto de la sociedad. Dicha resistencia contiene diferentes dimensiones centrales, una de ellas es que supone tiempo, esfuerzo, trabajo e incerteza y que no hay ninguna promesa de “éxito” al final. Algo que en un marco de extrema competitividad y autoexigencia no parece que pueda encajar. Sin embargo, el verdadero núcleo duro de esta resistencia reside en la precariedad que trata de disfrazar.

          Sea como sea, necesitamos pararnos a pensar sobre las diferentes cuestiones que entran en juego en el contexto actual, y renunciar al miedo que nos produce el lenguaje de la abstracción y la profundidad del pensamiento, cuestiones ambas que se contraponen a los modelos de subjetividad neoliberal que contienen sus raíces en la precariedad actual. Y aquí reside gran parte de esa utilidad que se les reclama a las Humanidades como disciplina, y no tengo ninguna duda de que el contexto generado a partir de la COVID-19 es clave para repensar el sistema, pero también para repensarnos a nosotros/as mismos/as como sujetos. Tal y como señala el filósofo Slavoj Žižek, “En otras palabras, nos tamizamos la «filosofía» como el nombre que damos a nuestra orientación diaria en la vida”.[6]

 Revolución filosófica para pensar en los otros

Por tanto, si algo ha revelado la COVID-19, es la fragilidad de nuestras trayectorias vitales, sujetas a los vaivenes del mercado neoliberal, sin embargo, también ha mostrado la precariedad de nuestras relaciones y lazos comunitarios. El confinamiento ha supuesto una revelación sobre la solidaridad vecinal, pero también sobre la auto-vigilancia que se produce sobre los propios cuerpos y los de los demás. En este contexto, cada casa se ha convertido en un espacio de protección del virus, pero también de protección respecto a los demás cuerpos, lo apunta de forma muy acertada Luis Álvarez Falcón:

La espacialidad topológica que media entre la especialización y el espacio objetivo, la espacialidad de mi casa, de mi zulo, de mi trinchera, de mi sarcófago, es un espacio de orientación, no de coordenadas, un espacio de lugares, no de distancias, y un espacio en el que se abre la interioridad frente al peligro desproporcionado de la exterioridad abierta. Es una espacialidad que dibuja un linde de seguridad, disolviendo cualquier atisbo de comunidad.[7]

En la sociedad confinada la presencia policial se ha normalizado, y en cada casa, cada cual se ha erigido como policía particular.

Es decir, nuestras casas se han convertido durante el confinamiento en la seguridad, han marcado los límites entre la salud y la enfermedad, entre la seguridad y el peligro, entre nuestra individualidad y la comunidad. Y en esta misión de preservación de la seguridad pública, parece que parte de la ciudadanía se ha convertido en garante del “orden” social. El autor Pablo Pérez Navarro reflexiona sobre esta cuestión y el apoyo creciente con que parece contar el proceso global de securitización de las políticas de salud pública, y plantea que “la presencia ubicua de las fuerzas de seguridad resulta demasiado familiar, como si no mediaran apenas distancias entre el presente escenario y los de la represión de la protesta callejera”.[8] En la sociedad confinada la presencia policial se ha normalizado, y en cada casa, cada cual se ha erigido como policía particular.

         ¿Qué espacio se genera con la profusión de la presencia policial en las calles y la conversión de la ciudadanía en gestora de la vigilancia? ¿Qué mecanismos son los que nos llevan a identificarnos más fácilmente con la policía que con nuestros vecinos? Estas son algunas de las preguntas que se abren paso cuando nos planteamos la “vigilancia de balcón” que se desarrolló en España durante el confinamiento, y la respuesta no es sencilla. No obstante, la concepción foucaultiana del poder,[9] que une a éste con el cuerpo social, nos permite acercarnos a este fenómeno biopolítico como lo que es, una penetración del poder punitivo como herramienta disciplinaria en cada uno de los cuerpos que conforman la comunidad. En este sentido, gritar desde los balcones a aquellos que no “cumplen” con el confinamiento (sin saber a ciencia cierta si esto es así, o qué razones se derivan de ese actuar), se erige como un acto disciplinario de cumplimiento de la ley encarnada, la ciudadanía como ejecutora y promotora del “orden social”.

          No obstante, cabe pensar aquí qué significan los lazos de comunidad y desde dónde queremos construirlos a partir de ahora, pensar este fenómeno desde las Humanidades implica concebir una comunidad que reconoce la interdependencia de los sujetos y que pone a funcionar mecanismos críticos con el poder, mecanismos que partan del reconocimiento de la precariedad y vulnerabilidad que funcionan como base de nuestras sociedades. Si no comprendemos a los demás como seres completos y pasamos por alto la vulnerabilidad de cada situación, podemos acabar promoviendo una sociedad instrumental, como aquella de la que queremos huir. Así, si bien tal y como indica Paul B. Preciado,[10] la gestión política de las epidemias pone en escena la utopía de comunidad, la COVID-19 ha mostrado cuán frágiles son los lazos que hoy nos unen. En este sentido, cabe dejar abierto el espacio para pensar de qué tipo de comunidad estamos hablando, y cómo se rige la misma. Esta es una tarea incómoda que cabe emprender desde el pensamiento crítico y humanístico.

De la resistencia a resistirse

 Quizás, en gran medida, la resistencia generalizada a lanzarse al viaje de la reflexión crítica está relacionada con la “incomodidad” que sentimos al ponerlo todo en duda e ir perdiendo poco a poco nuestros referentes. Quizás, por ejemplo, si nos lanzamos a pensar en profundidad por qué estamos gritando a un/a vecino/a desde el balcón mientras pasea a su hijo con autismo, nos sintamos incómodos/as al ver que nuestro actuar dista mucho de ser cívico y humano. Precisamente estos son tiempos para explorar esa incomodidad, para penetrar en lo profundo de nuestra vida y sacar todo aquello que necesita ser repensado. La autora Marina Garcés[11] aborda la rendición del género humano frente a la tarea de aprender y auto-educarse para vivir más dignamente. Debemos alejarnos de las formas de actuación que nos apartan del pensamiento profundo, de la filosofía y las Humanidades, ya que alejarnos de estas disciplinas no hace más que imposibilitar la reflexión crítica de las condiciones precarias que subyacen a nuestras vidas. Y aquí es donde nos pueden ayudar estas disciplinas tan despreciadas en los últimos años, tan tildadas de “inútiles”, porque llevan aparejada una crítica al mundo productivista, un mundo donde lo económico es el interés que guía la humanidad y la estructuración del conocimiento, “un mundo, en definitiva, donde pensar es sinónimo de pensar productivamente y esto se traduce en razón estratégica de acuerdo a intereses egoístas y económicos”.[12]

          En resumen, se aparta a las Humanidades de las aulas con la excusa de que son saberes inútiles, pero hoy, las desigualdades que han quedado a plena vista a raíz de la COVID-19 nos muestran de forma evidente que son las Humanidades precisamente las que nos pueden ofrecer las herramientas para ser más humanos, para reconstruir esa fragilidad vital que ha caracterizado nuestras trayectorias durante tanto tiempo. Ahora más que nunca, debemos explorar la “incomodidad del pensamiento” y dejar de lado la ficticia comodidad de las cosas banales, a utilizar los saberes humanísticos como arma crítica contra la precariedad.


[1] Cf. Slavoj Žižek, “El coronavirus es un golpe al capitalismo a lo Kill Bill…”, en Sopa de Wuhan, pp. 21-28.

[2] Cf. David Harvey, “Política anticapitalista en tiempos de coronavirus”, en Sopa de Wuhan, p.90.

[3] Cf. María José Palmero Guerra, “No hay democracia sin pensamiento libre”, en El País.

[4] Cf. Adela Cortina, “Fecundidad y utilidad de las Humanidades”, en El País.

[5] Judith Butler, “El capitalismo tiene sus límites”, en Sopa de Wuhan, p.62.

[6] Slavoj Žižek, Pandèmia. La covid-19 trasbalsa el món, p. 79.

[7] Luis Álvarez Falcón,  “Pandemónium y distopía. Un ensayo sobre la epidemia y la universalidad de lo humano”, en Reflexiones Marginales.

[8] Pablo Pérez Navarro, “Pandemia y orden público: El espacio de la protesta”, en Voluntas. Revista Internacional de Filosofía.

[9] Cf. Michel Foucault, Vigilar y castigar.

[10] Cf. Paul Beatriz Preciado, “Aprendiendo del virus”, en Sopa de Wuhan, p.168.

[11] Cf. Marina Garcés, Nueva ilustración radical.

[12] Sonia Reverter-Bañón, “Pensar (no sólo) las Humanidades”, en Cuadernos salmantinos de filosofía, p.156.


Bibliografía

Foucault, Michel, Vigilar y castigar, Biblioteca Nueva, Madrid, 2012.

Garcés, Marina, Nueva ilustración radical, Anagrama, Barcelona, 2017.

Pérez Navarro, Pablo, “Pandemia y orden público: El espacio de la protesta”, en Voluntas. Revista Internacional de Filosofía, 2020, 11(e4), pp. 1-8. doi: 10.5902/2179378643541

Reverter-Bañón, Sonia, “Pensar (no sólo) las Humanidades”, en Cuadernos salmantinos de filosofía, 2018, Vol. 45, 145-165.

Žižek, Slavoj, Pandèmia. La covid-19 trasbalsa el món, Anagrama, Barcelona, 2020.


Fuentes electrónicas           

 Álvarez Falcón, Luis, “Pandemónium y distopía. Un ensayo sobre la epidemia y la universalidad de lo humano”, en Reflexiones Marginales, nº especial 8, [en línea], <https://revista.reflexionesmarginales.com/pandemonium-y-distopia/>. [Consulta: 2 de agosto de 2020.]

Butler, Judith, “El capitalismo tiene sus límites”, en Sopa de Wuhan (pp. 59-68), [en línea], <http://iips.usac.edu.gt/wp-content/uploads/2020/03/Sopa-de-Wuhan-ASPO.pdf>. [Consulta: 3 de agosto de 2020.]

Cortina, Adela, “Fecundidad y utilidad de las Humanidades”, en El País, [en línea], <https://elpais.com/elpais/2018/09/21/opinion/1537546087_719320.html>. [Consulta: 3 de agosto de 2020.]

Guerra Palmero, María José, “No hay democracia sin pensamiento libre”, en El País, [en línea], <https://elpais.com/sociedad/2019/05/12/actualidad/1557684038_016957.html>. [Consulta: 3 de agosto de 2020.]

Harvey, David, “Política anticapitalista en tiempos de coronavirus”, en Sopa de Wuhan (pp. 79-98), [en línea], <http://iips.usac.edu.gt/wp-content/uploads/2020/03/Sopa-de-Wuhan-ASPO.pdf>. [Consulta: 3 de agosto de 2020.]

Preciado, Paul B., “Aprendiendo del virus”, en Sopa de Wuhan (pp. 163-185), [en línea], <http://iips.usac.edu.gt/wp-content/uploads/2020/03/Sopa-de-Wuhan-ASPO.pdf>. [Consulta: 3 de agosto de 2020.]

Žižek, Slavoj, “El coronavirus es un golpe al capitalismo a lo Kill Bill…”, en Sopa de Wuhan (pp. 21-28), [en línea], <http://iips.usac.edu.gt/wp-content/uploads/2020/03/Sopa-de-Wuhan-ASPO.pdf>. [Consulta: 3 de agosto de 2020.]

 

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