Mi calle favorita De la ‘L’ a la ‘Z’

Harumi Yatzil Magaña Arellano

Del metro a mi hogar se hace una línea en forma de L. En la parte más larga de la L hay una gran variedad de comercios: puestos de señoras vendiendo cosméticos, aretes, chicharrones preparados, dulces, churros, frutas y verduras; un Coppel y un Oxxo, que ha sido apedreado, baleado, asaltado y cerrado durante meses; minisúpers que constantemente cambian de concesionarias; hogares adaptados a negocios, como restaurantes, que pocas personas visitan (a excepción de las carnitas), una zapatería antigua, una estética, una veterinaria y peluquería para mascotas, un depósito de reciclaje;  locales de lectura de tarot con santuarios a la santa muerte, abarrotes, un local de entrenamiento para la autodefensa, autolavados, una marisquería en forma de carpa ubicada en un camellón, la cual es muy cara y vende alimentos de mala calidad, pero siempre  tiene grupos musicales y está llena de clientes.

          Paralelo a los locales, hay un camellón, al cual hace pocos años le habilitaron algo de alumbrado, y una pista para bicicletas, donde los sábados se instala un amplio tianguis de chácharas que casi llega a otras dos colonias.

           En la otra parte de la ‘L’ sólo hay casas y uno que otro negocio familiar, suele haber pocas personas en las calles. De repente, se ve a algunas platicando con sus vecinos y vecinas de mayor confianza o a unos jóvenes en una pared jugando frontón. Los únicos puntos de reunión que he visto a diario es el de las tiendas donde venden licores, ahí se la pasan los mismos hombres de siempre. También se encuentran dos capillas de San Juditas y otras dos de la Virgen. Sólo una de San Juditas es punto de reunión cada mes, la de la Virgen sólo una vez al año. 

          Ese camino en ‘L’ te recibe con una pinta en un pilar bajando del metro que dice: “Ecatepec. Bienvenidos, seguridad, amabilidad y confianza”.

       Del otro metro cercano a mi casa hay un camino en forma de ‘Z’. Los vértices de las líneas que la forman son casas donde ocurrieron feminicidios: uno de una quinceañera cometido por su ex-novio chambelán y el otro de una madre de familia asesinada por su esposo.  

         Por ese otro camino no hay tantos comercios, sólo está una cremería en el mismo edificio donde sucedió el feminicidio de la madre por quien nadie se atrevió a preguntar el nombre o por la investigación del crimen a causa del miedo. Hay más unidades de departamentos y casas, un presunto billar, una tienda de cervezas junto a una tienda de abarrotes, los cuales son parte de un mismo negocio familiar que es convertido por las noches en el lugar del empede de taxistas y supuestos vecinos.

          Me gusta caminar por esas calles parchadas y llenas de baches patrocinados por el PRI, donde aún salen niños y niñas a jugar en bola afuera de sus casas de vez en cuando sin importar la hora. 

          No hay fin de semana en que ninguno de esos dos caminos formados al hogar tenga calles cerradas por alguna fiesta, en todas las colonias aledañas se pueden encontrar carpas obstaculizando el paso. No sé si alguna de ellas sea mi calle favorita, pero sí son las únicas que conozco a la perfección, tal vez no por su nombre, pero sí por los que habitan en ellas. 

          Si bien es cierto que Ecatepec es una “tierra sin ley y sin dios”, apta para delinquir, también lo es para la fiesta y la reunión. Yo creo que hay una gran razón para que el miedo que habita en nuestras calles no sea impedimento para celebrar la vida con nuestros seres queridos. Desde que era niña pude concebirlo así. Se necesita organización para poder realizar una fiesta, trabajo en equipo de quienes organizan, consideración y comunicación hacia las personas invitadas, cuidado de todos y todas en un mismo espacio y tiempo, no se necesita permiso de nadie, pero sí valentía para ocupar la calle por largas horas, especialmente en la noche. El baile, la música y el canto se hacen presentes como una celebración colectiva por la vida en el cuerpo mismo. Se abre un espacio para el abrazo y el goce.

          Ecatepec es el municipio más poblado del Estado de México, el más grande, el más violento, el más impune, el más peligroso para ser niña y para ser mujer. La extensión de su territorio pareciera ser proporcional a su número de habitantes, a la precariedad económica y de servicios, a las violencias de diferentes tipos, al nivel de impunidad, a la cantidad de sus baches y parches en las calles, a la valentía de las personas de salir de sus casas para poder vivir. Me pregunto si esas ganas y la costumbre de sobrevivir a diario es o será suficiente para que sea proporcional a otro tipo de cuestiones. Me pregunto si será proporcional a la cantidad de carpas que hay colonia tras colonia, al de grafitis de diferentes tipos y colores, a la creación de otras economías, a las batallas de rap y juegos de deportes en las canchas. El número de  estrategias de seguridad y de cuidado empleadas entre quienes nos queremos, ¿las generaremos con otras personas en diferentes ámbitos para construirnos una mejor vida? A lo mejor, pero efectivamente sólo entre sus habitantes, no entre las autoridades, llámense policías, gobernantes o delincuentes. Hace unos días encontré una pinta nueva cerca de un terreno baldío: “Antes muerto que dejar de soñar”.

          Caminar por ese pueblo bicicletero, la nueva cuna de los feminicidios, irónicamente me hace sentir tranquila porque, al menos por 15 minutos, puedo apreciarlas y sentirme dueña del lugar que me vio crecer.

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