Meditaciones en torno a un jardín de embutidos

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Meditaciones en torno a un jardín de embutidos

Rodolfo Ruiz Vázquez

En La almoneda del diablo de Rafael María Liern, el personaje Blasillo describe su fugaz estancia en Jauja, donde el pan no se gana con el sudor de la frente, sino que abunda en gratuidad y generosamente provisto de carnes frías. En una detallada enumeración de sus prodigios, menciona “dos docenas de perniles” que cuelgan del ramaje.[1] Habla sobre “aldabas de salchichón”[2] y afirma que “están en Jauja las calles / empedradas de chorizos”.[3] Los perros van atados “con longanizas, y con las panzas tan llenas, / y tal reposo en los dientes, / que miran indiferentes / sus incitantes cadenas”.[4]

Corría el año de 1870 en la Ciudad de México. Según lo consigna Manuel Mañón en la Historia del Viejo Gran Teatro Nacional, una compañía, notando la escasa afluencia al coloso, tramó una estratagema de marketing: para una nueva producción de La almoneda del diablo, cuyo decorado incluía varios árboles destinados a la escena en que se representaba Jauja, todo género de embutidos fueron colgados de las ramas y, posteriormente, rifados entre el público. Éxito atronador.

Un jardín de embutidos es una de las imágenes más perturbadoras concebidas por la imaginación del hombre. El mero contraste entre la esencia sublime del árbol y la vulgaridad de un chorizo salta a la vista. La idea de fiambres que crecen por obra y gracia de Natura no es nueva, con todo. Hay un paralelismo entre los carnosos árboles de Jauja y un pasaje que Heródoto narra en el libro tercero de su Historia. Al hablar sobre los etíopes, describe una tal “mesa del sol” que:

 

[…] consiste en lo siguiente: delante de la ciudad hay un prado repleto de carnes cocidas de todos los cuadrúpedos. Por la noche acuden a este prado todos los altos dignatarios de entre los ciudadanos, y disponen con mucho tino la carne, para que, entrado ya el día, todo aquél a quien le apetezca pueda ir allí a comer. Pero los nativos aseguraban que la tierra produce esto espontáneamente.[5]

 

Si por un lado tenemos ejemplos de prodigalidad en estas cornucopias cárnicas, por el otro está la interdicción al consumo de ciertos animales en el contexto religioso. Una de las menciones más antiguas de la carne de cerdo está en la famosa prohibición alimentaria contenida en el Levítico: “El cerdo, que tiene la pezuña partida, hendida en dos uñas, pero no rumia, será impuro para ustedes. Ustedes no comerán su carne y tampoco tocarán su cadáver; serán impuros para ustedes”.[6]

Posiblemente, los hábitos de este animal, poco loables desde una perspectiva antropológica, se hayan proyectado en la imaginación de los fieles, a la carne porcina. La ortodoxia a rajatabla siempre me ha intrigado. Por una parte, me infunde respeto, pues poca gente es capaz de atenerse a un dogma, y ni se diga a propósitos loables, aunque sean los que nos hacemos cada treinta y uno de diciembre e infaliblemente terminamos por romper, pero, por otra parte, me inspira la curiosidad de conocer los procesos cognitivos que derivan en la aceptación de estatutos que, en comparación con las costumbres laxas de la mayoría, parecerían demasiado exigentes.

La fe mueve montañas, pero la voluntad las tunela y aun las demuele. ¿Será que las comunidades sujetas a un muy específico y firme conjunto de ordenanzas obren menos por piedad que por tenacidad? Hay un pasaje muy bello en Memorias de Adriano en el que el emperador describe a su amigo Arrien en los siguientes términos:

           

Era austero sin que nadie lo supiera. Pero el largo aprendizaje del deber estoico no lo había endurecido en una actitud de falsa sabiduría: él era demasiado perspicaz como para no percibir que los extremos de la virtud se parecen a los del amor, que su mérito se basa precisamente en su rareza, en su carácter de obra maestra única, de bello exceso. [7] 

 

Desde esta perspectiva, la observancia adquiere matices de empecinamiento. El teatro áureo español encapsula en la figura del gracioso los instintos sublunares y carnavalescos. El gracioso actúa y se expresa con una visceralidad que los códigos sociales vedan al decente lector, actúa y se expresa como nos gustaría actuar y expresarnos en la encorsetada comedia humana. En ocasiones, el gracioso lleva su visceralidad al más literal de los sentidos. En El vergonzoso en palacio y en El burlador de Sevilla de Tirso de Molina, Vasco y Catalinón, respectivamente, se cagan de miedo en sendas situaciones de peligro. El condenado por desconfiado traslada la visceralidad del gracioso al terreno sacro. Pedrisco lamenta las privaciones a que lo obliga su lealtad al anacoreta Paulo. Hambriento, entona el siguiente soliloquio: “Aquí, al sonoro raudal / de un despeñado cristal, / digo a estos olmos sombríos: / ‘¿Dónde estáis, jamones míos, / que no os doléis de mi mal?’”.[8]

Más adelante, Paulo tiene serias dudas sobre si siguiendo la “escondida senda” que cantaba fray Luis de León podrá realmente ganarse un lugar en el Cielo, y Luzbel se aprovecha de esa vacilación para cebarlo. Después de que el diablo, disfrazado de ángel, insta a Paulo a dejar el ascetismo y a dirigirse a Nápoles, a Pedrisco lo emociona la perspectiva de relajación. Sin embargo, tanto él como Paulo ignoran el destino funesto que los espera.

Se aprecia una clara intención moral en Tirso, pero lo importante aquí es analizar el efecto cómico de los versos citados. Con ese “jamones míos”, Téllez da al traste con la atmósfera de santidad. El efecto cómico dimana de la contraposición entre los afanes del espíritu y la burda corporeidad a la que están vinculados los alimentos: livianos unos, pesada la otra. ¿Es la risa con que saludamos la graciosada del criado un feroz reconocimiento de nuestra flaqueza humana? Como él, ¿nos declaramos inútiles para el ascetismo? Tal vez el mercedario supiera que la santidad no es para todos, que Dios elige a sus discípulos, no al revés, y que, en vista de ello, resultaba conducente parodiar las privaciones de un anacoreta no tocado por la Gracia. Quizás, él mismo comprendiera que sus votos tenían algo de bello exceso y que, si él, por su talante, era capaz de soportar privaciones, no por eso Pedrisco debía quedarse callado: el cuerpo, las más de las veces, tiene la última palabra.    

Lo prohibido incita. La privación genera deseo de aquello de que se nos priva. La avaricia de una compañía teatral no es la causa de que periódicamente se den fenómenos artísticos vulgares: lo grotesco, lo chusco, lo escatológico, lo carnavalesco, tienen una tenaz manera de salir a flote, de exudar pese a la aplicación de moralinas antitranspirantes. El público que asistió al Gran Teatro Nacional en ese lejano año de 1870 era como una gorda a la que su madre obliga a ayunar y que, fortuitamente hallando la llave de la despensa, se da un atracón.

Lo único que les faltó fue comerse a los actores, emulando al público caníbal que devora a los músicos en Las ménades de Julio Cortázar. El escritor argentino nos muestra a un auditorio exaltado por la euforia dionisiaca que la música despierta en él y que, poco a poco, a medida que el frenesí progresa, lo convierte en una horda de antropófagos. No queda hueso vivo. ¿Cómo explicar el salto que, del servilismo más exaltado hacia el canon musical, nos mete de lleno a una orgía tremebunda?

Altamirano, quien asistió a la representación de 1870, dice que el público acudía “en masa”.[9] Cito de la crónica que escribió para El Siglo Diez y Nueve: “[…] no hay duda de que el gusto del pueblo mexicano se refina cada día más”.[10] En ambos momentos —en el consumo de carne humana y en el de embutidos— la careta sublime que el arte pone sobre el rostro de sus adoradores se levanta desenmascarando lo que es una simple avidez orgiástica, que halla en la música, en el teatro, en la literatura, un sucedáneo espiritual para satisfacer el hedonismo más pedestre.

¿Acaso somos tan hipócritas? ¿Es la afición al arte una máscara que oculta pulsiones primitivas? Los trágicos, como los llama Hermann Hesse, querrían combatir los espectáculos de la vulgaridad con las armas del espíritu. El que al respetable de La almoneda del diablo le hayan ofrecido comida y no dinero, y el que dicha estratagema haya funcionado, habla mucho sobre lo que somos como consumidores de arte: perros obedientes que, sin embargo, salivan al menor asomo de tocino. El término de respetable, como podemos ver, queda refutado. Por más Lucías de Lammermoor y Misas en si menor que nos enjareten, siempre habrá una Almoneda del diablo que, con su foresta de carnisalchichonería, desbaratará nuestros ideales más puros. El cronista de El Siglo Diez y Nueve llorará ríos amargos mientras el peladaje se agasaja.

Pero entre el lamento del trágico y el desenfreno del peladaje, yace una tercera vía: el frío desapego del humor. Y echando mano de esa arma, el hombre se desternilla ante sus contradicciones. La conjunción entre lo sublime y lo grotesco, encarnada en un teatro donde se presenta una ópera conmovedora y a la siguiente noche un banquete de mortadelas, halla su paradigma en don Quijote: ñango, enclenque y viejo, aspira a las acciones más virtuosas. En el afán de deshacer entuertos, es apaleado por un molino, le escurre el suero de un requesón en la cabeza, y Sancho le vomita en las barbas.

Y aún hay más. En el episodio de la venta, cuando la asturiana entra al cuarto en que reposa don Quijote, el caballero andante la toma de la muñeca y “tirándola hacia sí, sin que ella osase hablar palabra, la hizo sentar sobre la cama”.[11] A continuación, Cervantes describe el aspecto ruin de la mujer y la manera en que la visión trastornada del ilustre caballero la embellece. Y, al hablar del aliento de ella, nos dice que “[…] sin duda alguna, olía a ensalada fiambre y trasnochada”, pero que “[…] a él le pareció que arrojaba de su boca un olor suave y aromático”.[12] Da asco imaginar, más que el aliento, la ensalada con sus repugnantes embutidos, posiblemente pasados.

Cervantes purga el idealismo con el eficacísimo laxante de la comicidad. La añagaza utilizada en la representación de 1870 de La almoneda del diablo es una aberración, pero ofrece, dentro de su ridiculez, una enseñanza simbólica: el sexo, lo escatológico y los embutidos —en una palabra, lo terrenal— son los condimentos que todo arte necesita para no morirse de acartonamiento y para que los espectadores, contando con la válvula de escape de la imaginación, no se coman a los artistas. Los maestros del Renacimiento y del Barroco abarcaban tanto asuntos divinos, como la materia caduca de los bodegones. (Y en la variante de la vanitas, donde una calavera figura en el lienzo, el bodegón cumplía un doble propósito, recordándonos que hay belleza aún en simples comestibles, al tiempo que nos advertía sobre la acepción teológica del término escatológico, amonestándonos: “memento mori”).

Dice Yourcenar en boca del emperador Adriano, cuando habla sobre el vegetarianismo:

 

Pero me hubiera disgustado adherirme a un sistema, y no habría querido que un escrúpulo me quitara el derecho de engullir embutidos, si por casualidad tuviera antojo, o si éste fuera el único alimento disponible.[13]

 

No hemos aprendido que el arte es un espacio de desfogue y que ahí deberíamos tener el derecho de atracarnos de lo que se nos antoje, de que ahí está, o debiera estar, permitido lo impermisible. ¿La encorsetada comedia humana? A otros, con ese cuento. El mentado corsé, fijado con alfileres por las leyes civiles y de la urbanidad, en los hechos, se revela harto frágil, y no hay día en que no lo violentemos y destacemos, en que salpiquemos de sangre y vísceras nuestro tablado. Lejos de ser una locura, pedirle jamones al olmo, como lo hace Pedrisco, podría institucionalizarse en un mantra mediante el cual, admitiendo nuestras flaquezas, las volquemos en el ámbito creativo, a sabiendas de que el mundo seguirá la misma ruta de siempre. El esfuerzo continuo de las causas perdidas, de los bellos excesos, da una satisfacción más duradera que las fáciles victorias de la barbarie.   

 

 

Notas

[1] Rafael María Liern, La almoneda del diablo, p. 71.

[2] Ibid., p.72.

[3] Ibid., p.73.

[4] Idem.

[5] Heródoto, Historia, Libro III, p. 304.

[6] La Biblia, Levítico 11, pp. 7-8.

[7] Marguerite Yourcenar, Mémories d´ Hadrien, p. 177.

[8] Tirso de Molina, El condenado por desconfiado, p. 92.

[9] Cf. Manuel Mañón, Historia del Viejo Gran Teatro Nacional de México, p. 205.

[10] Idem.

[11] Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, p.142.

[12] Idem.

[13] M. Yourcenar, Op. Cit., p. 19.

 

 

Bibliografía

La Biblia. Traducción del hebreo y del griego: Bernardo Hurault y Ramón Ricciardi. Madrid: Edición Pastoral, Editorial Verbo Divino, 1995.

Cervantes, Miguel de. Don Quijote de la Mancha. México D.F.: Edición del IV Centenario, RAE, 2004.

Heródoto. Historia. Libro III, 18. Manuel Balasch, traductor. Madrid: Cátedra, sexta edición, 2008.

Liern, Rafael María. La almoneda del diablo. Madrid: Imprenta de Cristóbal González, 1864. (Reproducción facsimilar consultada en PDF, por medio de Internet Archive).

Mañón, Manuel. Historia del Viejo Gran Teatro Nacional de México (1841-1901). Tomo I. México, D.F.: Coedición del CONACULTA y el INBA, 2009.

Molina, Tirso de. El vergonzoso en palacio. El condenado por desconfiado. El burlador de Sevilla. La prudencia de la mujer. México, D.F.: Porrúa. Sepan Cuantos, 1968.

Yourcenar, Marguerite. Mémoires d’Hadrien. París: Gallimard, 1974.

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