Militarización y cambio climático. La geografía mundial de ocupación militar estadounidense y la huella ecológica del Pentágono

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Militarización y cambio climático. La geografía mundial de ocupación militar estadounidense y la huella ecológica del Pentágono

David Herrera Santana

El consenso general, a pesar de profundas discrepancias y también de corrientes negacionistas utilitarias, establece que, cuando menos desde el siglo XIX y derivado de la primera ola de revolución industrial y la consiguiente consolidación de la sociedad industrial en escala mundial, las actividades humanas han tenido un impacto profundo en el cambio climático debido, sobre todo, a la introducción de combustibles fósiles en el ámbito de la producción, pero también a su utilización extendida en las formas de reproducción de la vida, aunque con profundos patrones de desarrollo desigual y diferenciado.

Hasta ahora se han estudiado numerosos procesos y ámbitos relacionados directa o indirectamente con el cambio climático, mostrando cada vez más el impacto que el industrialismo ha tenido en las modificaciones a largo plazo tanto en las temperaturas como en los patrones climáticos en términos generales. No obstante, ha habido apenas una incipiente reflexión sobre la manera en cómo los procesos de militarización, sobre todo aquellos de grandes proporciones como el estadounidense, impactan en esas modificaciones y afectan los equilibrios planetarios.

El objetivo que persiguen estas notas es el de plantear un panorama amplio sobre la huella ecológica del Pentágono, que se ha constituido, junto con la geografía mundial de ocupación militar estadounidense, en uno de los mayores consumidores de energía, pero también en uno de los mayores emisores de gases de efecto invernadero. También buscan resaltar una contradicción evidente: al tiempo que ello ocurre, el Departamento de la Defensa de Estados Unidos ha incluido al cambio climático como un riesgo a la seguridad nacional estadounidense, sobre todo por sus efectos multiplicadores y disruptivos. Ello lo consolida como un sujeto institucional paradójico: un gran contaminador cuya preocupación creciente reside en los efectos del cambio climático.

La geografía de ocupación militar mundial y los combustibles fósiles: una aproximación histórica

Desde finales del siglo XVIII, el expansionismo estadounidense produjo un territorio altamente militarizado, compuesto de conquistas y anexiones (formales e informales) que fueron incorporando espacio/temporalidades, en principio, ajenas a la dinámica de la joven república, pero que, un siglo después, habían sido integradas en forma de diversos desarrollos desiguales. La gran militarización del territorio actual de Estados Unidos es producto de aquel proceso de expansión territorial.[1]

La presencia ultramarina estadounidense tiene su origen en la Splendid Little War de 1898, que enfrentara a la joven potencia norteña con España, permitiéndole la anexión de Puerto Rico, Cuba y las Filipinas, además de Hawái y Guam en un proceso paralelo, dando sentido a la dimensión marítima de la militarización estadounidense, que permitió el establecimiento de bases y tropas más allá de las fronteras continentales que el Buró de Censos recién reconociera ocho años antes, y que fueran selladas en Wounded Knee. La base naval de Guantánamo, en Cuba, inaugura la serie de destacamentos militares ultramarinos que caracterizarán a la geografía mundial de ocupación militar estadounidense, hasta llegar a las casi 800 bases que en la actualidad se encuentran repartidas por todo el mundo.[2]

Será, no obstante, el periodo entreguerras (1919-1939) y, sobre todo, el estallido de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) lo que permita el incremento vertiginoso de la presencia militar ultramarina de Estados Unidos, así como la consolidación de lo que Chalmers Johnson atinadamente denominó como un “imperio de bases”.[3] La estrategia consistía en llevar la guerra a territorio enemigo para que ésta no llegara al propio; establecer las fronteras de la guerra lo más alejado posible del Hemisferio occidental para evitar la desestabilización y la destrucción que ello traería en suelo estadounidense y en aquel perímetro circundante que, desde entonces, es concebido como su zona de seguridad.[4]

La Guerra Fría será testigo de un intenso despliegue de tropas y diverso tipo de personal civil, diplomático y militar por todo el mundo, que aprovechan, por una parte, la ocupación efectiva de diversos territorios ultramarinos utilizados durante la guerra, al mismo tiempo que serán la vanguardia en la ocupación de muchos otros destacamentos que se abrieron en Europa (Alemania e Italia principalmente) y Asia (Japón y Corea del Sur a la cabeza), siendo estos los nodos estratégicos de la red de militarización mundial de Estados Unidos. El periodo 1950-1963, registra un promedio de 700,000 militares estadounidenses desplegadas en Europa occidental y Asia oriental, reflejando las tensiones y preocupaciones estratégicas de la época.[5]

Los años 1964-1973, fueron testigos de un incremento de casi 100,000 militares, la mayoría de ellas destacadas en Asia, que profundizaron la huella militar de Estados Unidos en el mundo.[6] A partir de entonces, se ha registrado una disminución progresiva en el número de tropas desplegadas en el exterior, hasta alcanzar el promedio de 200,000 en el periodo 2015-2021,[7] lo cual, no obstante, no significa un repliegue definitivo, sino un reajuste profundo en los despliegues militares adecuados al nuevo contexto estratégico.

La geografía de ocupación militar de Estados Unidos responde, sin duda, a su calidad hegemónica en la escala mundial. Más concretamente, ésta permite la proyección de su presencia y primacía militar indiscutible en todas las regiones del orbe. De igual forma, ha permitido una respuesta rápida frente a eventualidades y riesgos que la superpotencia ha percibido en distintas regiones desde 1946. Sin embargo, el aseguramiento de flujos estratégicos y de las vitales cadenas globales de aprovisionamiento es, desde siempre, pero especialmente desde la década de 1970, una de las funciones centrales de esta gran militarización mundial.[8]

Por ello, no debe sorprender la gran vinculación que ha existido entre la militarización y las fuentes de aprovisionamiento de recursos estratégicos, como el petróleo y algunos otros minerales metálicos y no-metálicos. Durante la Guerra Fría, la dependencia de hidrocarburos importados, así como de minerales fundamentales para las lógicas de reproducción y producción del capitalismo estadounidense, que eran provistos por regiones geopolíticamente inestables (Medio Oriente y África) o por competidores hostiles (como la propia Unión Soviética),[9] fue un factor que determinó la “necesidad estratégica” de militarizar el acceso y el flujo de estos recursos desde los lugares de extracción y durante su tránsito por toda la cadena de transformación y producción.

Por su centralidad durante toda la etapa fordista, los hidrocarburos tuvieron siempre un tratamiento especial. Específicamente en el ámbito militar, desde principios del siglo XX, con la introducción de las unidades propulsadas por motores de combustión interna en las armadas navales de distintos países (Gran Bretaña, Alemania, Estados Unidos, Japón) y su extensión hacia otras tantas divisiones mecanizadas en tierra, además de su gran difusión y su amplia utilización en las dos guerras mundiales, el petróleo se posicionó como un recurso estratégico que permitía, por una parte, potenciar la capacidad bélica mientras, por la otra, la disrupción en su suministro podía alterar la balanza de la guerra en su totalidad.[10] La creciente dependencia de petróleo importado hizo que este fuera ubicado en el centro de las preocupaciones de la agenda de seguridad nacional estadounidense.[11]

La protección de las fuentes de aprovisionamiento de hidrocarburos se configuró en una enorme contradicción. Por una parte, sobre todo el petróleo, era concebido como un recurso vital para la reproducción del capitalismo industrial a nivel mundial y, específicamente, para el estadounidense y el europeo occidental; derivado de ello, el despliegue militar respondió, en buena medida, a esa urgencia, prueba de lo cual es la promulgación de la Doctrina Carter (1980), la creación de las Fuerzas de reacción rápida en Medio Oriente, en 1981, y su conversión hacia el Comando Central (CENTCOM) dos años más tarde. Por la otra, la vigilancia y aseguramiento de las fuentes de aprovisionamiento, así como la misión de proyectar la hegemonía estadounidense, reaccionar frente a riesgos y amenazas diversos, y asegurar flujos estratégicos de toda índole, hizo del Departamento de la Defensa (DoD, por sus siglas en inglés) el mayor consumidor de hidrocarburos, y de energía en general, dentro de la estructura gubernamental estadounidense, así como la institución que, individualmente, más energía consume a nivel mundial. Dicho de otro modo, la militarización estadounidense, gran parte de la cual respondía a la necesidad de asegurar las fuentes de hidrocarburos y otros minerales, al mismo tiempo requirió cada vez más de los mismos para poder realizarse. Entre las múltiples consecuencias que ello ha tenido, aquí destacaremos una: la huella ecológica del Pentágono es profunda y tiene un gran impacto en el proceso de cambio climático a nivel mundial, así como también este proceso es considerado como un grave riesgo en la agenda de seguridad nacional estadounidense.

Riesgos e impactos climáticos de la militarización estadounidense

La huella ecológica es el indicador que propone sintetizar “el conjunto de los impactos que ejerce la actividad humana sobre su entorno”. Definida como “[…] el área total de la superficie requerida para la producción de los bienes consumidos, así como para procesar los desechos de un individuo, comunidad, región… humanidad”,[12] este concepto nos ayuda a evidenciar el impacto que el Pentágono ha tenido en el proceso de cambio climático, así como también coadyuva en la comprensión del porqué este es considerado hoy un problema de seguridad nacional e internacional por el propio DoD.

Si bien no nos centraremos en la identificación de esa área total requerida para la reproducción de los procesos estratégicos de la defensa y militarización estadounidense, o para los desechos producidos por estos, sí haremos hincapié en el hecho de que los impactos de los mismos se dan en escala mundial, tanto como en escalas muy localizadas en diversas regiones, haciendo del Pentágono uno de los entes institucionales más contaminantes del planeta.

Para dimensionar la problemática, debe mencionarse que, de acuerdo con estimaciones hechas por Neta Crawford de la Universidad de Brown, las emisiones de gases de efecto invernadero derivadas de todas las operaciones militares de Estados Unidos, dirigidas por el Pentágono, se encontraron por arriba de aquellas hechas por países como Portugal, Dinamarca o Suecia en 2017. En el periodo 2010-2018, un total de 593 millones de toneladas métricas de CO2 equivalente fueron liberadas a la atmósfera como consecuencia de las operaciones dirigidas por el Pentágono; un promedio de 66 millones de toneladas métricas anuales, que serían el equivalente al 15% del total de emisiones de gases de efecto invernadero emitidas por el sector residencial en Estados Unidos.[13] Si se considera un periodo amplio, de 1975 a 2018, las emisiones totales sumarían 3,685 millones de toneladas métricas de CO2 equivalente.[14]

 

 

 

 

 

Fuente: elaboración propia con base en datos obtenidos de Neta C. Crawford, “Pentagon Fuel Use, Climate Change, and the Costs of War”, Costs of War, Watson Institute International & Public Affairs – Brown University, p. 14, [en línea], <https://watson.brown.edu/costsofwar/files/cow/imce/papers/Pentagon%20Fuel%20Use%2C%20Climate%20Change%20and%20the%20Costs%20of%20War%20Revised%20November%202019%20Crawford.pdf>. [Consulta: el 10 de noviembre de 2021.]

Ello quiere decir que la geografía de ocupación militar y las operaciones asociadas a ésta contribuyen enormemente con el proceso de cambio climático y la crisis ambiental mundial. El Pentágono es, desde hace décadas, el mayor consumidor de energía del gobierno estadounidense y, como se ha expresado, también es el mayor consumidor institucional a nivel mundial.

Si se considera el consumo total de energía del gobierno estadounidense en el periodo 1975-1990, más del 85% corresponde al Departamento de Defensa; los años 1991-2000 registraron un ligero descenso en esa proporción, siendo entre el 80% y el 84%; a partir de entonces, el consumo energético del Pentágono ha oscilado entre el 76% (registrado en 2020) y el 80% del total.[15] El consumo medido en billones de BTU (British Thermal Unit), registra una disminución general para todo el gobierno estadounidense, y para el Departamento de Defensa en particular, durante todo el periodo 1975-2020, como es posible observar en el Gráfico 2.

 

 

 

 

 

 

 

Fuente: elaboración propia con base en datos obtenidos de Energy Information Administration, “Annual Energy Review”, en Departamento de Energía de Estados Unidos, [en línea], <https://www.eia.gov/totalenergy/data/annual/index.php>. [Consultado: el 1 de diciembre de 2021.]

Sin embargo, y como es notorio, la demanda de energía derivada de las operaciones militares es muy alta, lo que se traduce tanto en el impacto ambiental antes mencionado, como también en la necesidad de asegurar grandes cantidades de recursos, muchos de ellos altamente contaminantes, que permiten el funcionamiento de la gran maquinaria bélica de Estados Unidos.

Del total de energía consumido, el 30% se utiliza para el funcionamiento de las instalaciones militares, incluyendo las casi 800 bases repartidas por todo el mundo. El restante 70% se dirige a sostener las operaciones militares como tal, es decir, la movilización de los casi 200,000 militares desplegados por el globo y el material e instrumental bélico que les sirve de soporte, consumen la gran mayoría de la energía que demanda el Departamento de la Defensa.[16]

La mayor parte de esta (más del 70% en 2014) está representada por combustible para las aeronaves (bombarderos, cazabombarderos, de transporte de personal, jets, helicópteros y otros) que se utilizan en las distintas ramas de las fuerzas armadas (Fuerza Aérea, Ejército, Marina Armada, Cuerpo de Marines); le siguen el diésel, las gasolinas y el combustible para buques, además del gas propano.[17] A pesar de que el Pentágono ha hecho una importante inversión en la reconversión tecnológica y el tránsito hacia energías limpias, el uso de hidrocarburos continúa siendo bastante extendido.

Si en 1975 las instalaciones militares obtenían el 40% de sus requerimientos de energía del petróleo, seguido del gas natural (27%), la electricidad (20%) y el carbón (12%), para 2018 ese panorama se había alterado drásticamente, siendo la electricidad la principal fuente de energía (50%), seguida por el gas natural (35%) y el petróleo (7%); para ese año, solamente el 1% provino de energías renovables (especialmente paneles solares en distintas instalaciones militares).[18] De cualquier forma, se puede observar la preeminencia de los hidrocarburos, más aún cuando la producción de electricidad, en numerosas partes del mundo, depende hoy del propio gas natural o de la quema de otros combustibles fósiles.[19]

Los datos anteriores reflejan el impacto que el Pentágono, las operaciones militares y la geografía de ocupación militar mundial tienen con respecto al proceso de cambio climático. A ello habrá que agregar también las consecuencias producidas por las detonaciones nucleares, tanto aquellas realizadas en Japón al finalizar la Segunda Guerra (1945), como las pruebas llevadas a cabo en territorio estadounidense y en diversas locaciones en el Pacífico, específicamente en el Atolón Bikini en Islas Marshall, entre 1946 y 1958, que trajo consigo procesos de desplazamiento forzado y reubicación de población, desposesión de tierras, contaminación radiactiva y desaparición de flora y fauna nativa, además de un proceso de colonización silenciosa que continúa hasta la actualidad.[20]

Paradójicamente, y a pesar de ser una de las instituciones que más contaminan en el mundo, el Pentágono ha incluido, dentro de los riesgos percibidos en el nuevo contexto estratégico, al cambio climático como un “multiplicador de amenazas”[21] que, por ello, debe ser percibido como un riesgo para la seguridad nacional estadounidense, por su potencial disruptivo que puede desencadenar una escalada en múltiples ámbitos con distinto grado de interacción.

La capacidad operativa de las fuerzas armadas y el buen funcionamiento de las instalaciones que les permiten operar, se verá –incluso se ha visto ya– seriamente comprometida como consecuencia del cambio climático. Los peligros de inundación, de interrupción en las comunicaciones terrestres, marítimas y aéreas, las temperaturas y los eventos climatológicos extremos, son todos factores dentro de una ecuación de riesgo para las instalaciones militares dentro y fuera de Estados Unidos, que comprometen seriamente la capacidad de respuesta tanto frente a esos hechos como a contingencias de otro tipo (guerras, disrupciones en las cadenas logísticas, bloqueo de rutas y puntos estratégicos, actos de provocación en diversas escalas y regiones) que no podrán ser atendidas en caso de que las fuerzas armadas quedaran bloqueadas por estas eventualidades.[22]

Por otra parte, la estrategia de repliegue de tropas e instalaciones militares hacia territorios de acceso controlado casi en su totalidad por Estados Unidos –como es Guam, Hawái, Diego García e incluso las Islas Marshall, las Marianas del Norte, la Isla Wake y otras–, inaugurada hace tres lustros con el objetivo de tener una mayor libertad operacional y menores constreñimientos políticos, sociales y hasta económicos,[23] se vería seriamente comprometida en caso de que el derretimiento de los casquetes polares, la elevación de los océanos, la ocurrencia mayor de eventos climáticos extremos y otras calamidades relacionadas, afectaran las instalaciones y al despliegue de personal militar en puntos estratégicos del Pacífico, el Índico y el Caribe, a partir del hundimiento de zonas costeras, islas y tierras bajas, que normalmente albergan a los componentes de la red de militarización mundial estadounidense.[24]

Las afectaciones de este tipo, invariablemente distraerían recursos e inutilizarían buena parte de la red militar estadounidense, por lo que, al mismo tiempo, se impediría atender actividades cotidianas (vigilancia y proyección de influencia) o extraordinarias (contingencias militares, riesgos de conflictos bélicos), con lo cual, se teme perder capacidades valiosas frente a competidores declarados y aquellos que pudieran aprovechar tales situaciones.[25]

Los peligros asociados al cambio climático también contemplan la posibilidad de grandes disrupciones sociopolíticas y económicas. Las primeras se relacionan con la eventualidad de cambios sustanciales en los modos de reproducción de la vida en numerosas partes del mundo, que traerían aparejadas dificultades para la subsistencia de algunos grupos sociales que, en casos extremos, pudieran recurrir a protestas, motines, saqueos, disturbios de grandes magnitudes, migraciones masivas y, con todo ello, propiciar el debilitamiento e incluso la desaparición de las formas de autoridad vigentes, con lo cual las fuerzas armadas se verían en “la necesidad” de intervenir.[26] Las segundas, con la posibilidad de disrupción profunda de las cadenas globales de aprovisionamiento –sumamente afectadas durante la pandemia por COVID-19– que, en caso de verse interrumpidas, solamente agravarían el escenario sociopolítico.

Si bien estos escenarios únicamente contemplan la visión militarista del Pentágono, y están imbuidos por la normalidad capitalista –que observa como peligro no aquello que dañe al conglomerado social, sino lo que atente contra su propia constitución como formación civilizatoria– lo relevante, en este momento, es comprender cómo el Pentágono se coloca en el centro de la plena contradicción: por un lado, como sujeto institucional que potencia el cambio climático mediante su despliegue militarista en escala mundial y, por el otro, como garante de la normalidad y agente de contención de los riesgos engendrados por el cambio climático.

La transversalidad y complejidad de estas problemáticas muestran, de igual forma, la necesaria transversalidad de las soluciones que se planteen ante los problemas ambientales, sociales, económicos y más, que nos aquejan como humanidad a inicios del siglo XXI. El antimilitarismo, desde esta perspectiva, debe ser, al mismo tiempo, vía de acción contra el cambio climático, eje de combate contra las desigualdades sociales, punta de lanza contra los despojos y a favor de posibilidades alternativas de reproducción de la vida. A su vez, cada uno de estos ejes, debe por fuerza ser antimilitarista. La profunda huella ecológica derivada de la producción de una geografía mundial de ocupación militar, abre el debate y la vía para comprender y discutir nuestras posibilidades a futuro.

Reflexiones finales

La geografía mundial de ocupación militar producida por Estados Unidos y coordinada por el Pentágono, desde la segunda posguerra, es productora de diversos riesgos y contradicciones. Muchos de estos han sido estudiados ampliamente y son bien conocidos: su lógica colonialista de ocupación y desposesión de territorios; la lógica confrontativa y beligerante que exacerba los conflictos existentes con competidores y aliados; la dimensión de violación a derechos fundamentales de distintas comunidades en diferentes regiones; la violencia que engendra y que constituye como pilar de múltiples interacciones internacionales; y otros tantos aspectos relacionados con cuestiones de soberanía, política y economía.

No obstante, los impactos que esta militarización de amplio espectro tiene en el cambio climático es algo que, hasta ahora, no ha sido estudiado a detalle, salvo muy valiosas y contadas excepciones. La comprensión de la contradicción plena entre el actuar del Departamento de Defensa, su papel como principal consumidor individual de energía a nivel mundial, su compromiso con el aseguramiento de las fuentes de aprovisionamiento, pasando por su gran contribución a las emisiones de gases de efecto invernadero y, por último, la inclusión del cambio climático como una preocupación de su agenda de seguridad nacional e internacional (los Comandos Combatientes Regionales cada vez incluyen más el tema dentro de sus Áreas de Responsabilidad),[27] muestran el carácter abiertamente contradictorio y paradójico de un capitalismo ultra-militarizado que es hoy el fundamento de buena parte de la reproducción normalizada en la escala mundial.

Comprender estos procesos y reflexionar sobre las posibilidades de producir resistencias y oposiciones efectivas ante ellos, es parte de un complejo de soluciones que deben trascender la “individualización de la culpa”, que únicamente reflexiona sobre la utilización de plásticos, el consumo irreflexivo y la cultura del desperdicio y el desecho en el plano individual, sin observar al mismo tiempo los procesos estratégicos que sostienen y se reproducen de forma transescalar y rutinizada en el sistema mundial contemporáneo y que, en ese sentido, tienen un impacto mucho más amplio que el de la acción individual inmediata. Combatir la amplia militarización a nivel mundial, es también contribuir con los esfuerzos de mitigación del cambio climático, además que representa la posibilidad de articulación transversal y transescalar de muchas resistencias y formas de producción de realidades alternativas.


Notas

[1] Hemos abordado parte de esta problemática en El Siglo del Americanismo. Una interpretación histórica y geoestratégica de la hegemonía de los E.U. Akal/FFyL, México, 2020, pp. 119-141.

[2] Esta cifra solamente contempla las bases en el extranjero, no así las bases existentes en territorio estadounidense. Cfr. David Vine, “Lists of U.S. Military Bases Abroad, 1776-2019”, en AUDRA, [en línea], <https://dra.american.edu/islandora/object/auislandora%3A81234>. [Consulta: el 10 de diciembre de 2021.]

[3] Cf. Chalmers Jhonson, The Sorrows of Empire. Militarism, Secrecy and the End of the Republic. Metropolitan Books, Nueva York, 2004, pp. 151-185.

[4] Cf. Nicholas Spykman, Estados Unidos frente al mundo. Fondo de Cultura Económica, México, 1944, pp. 34-36.

[5] Cf. Tim Kane, “Global U.S. Troop Deployment, 1950-2005”, en The Heritage Foundation, 2006, [en línea], <http://ssrn.com/abstract=1146649>. [Consulta: el 20 de junio de 2021.]

[6] Idem.

[7] Cf. Departamento de Defensa de Estados Unidos, “DoD Personnel, Workforce, Reports and Publications”, en Defense Manpower Data Center, [en línea], <https://www.dmdc.osd.mil/appj/dwp/dwp_reports.jsp>. [Consulta: el 30 de noviembre de 2021.]

[8] Cf. Deborah Cowen, The Deadly Life of Logistics. Mapping Violence in Global Trade. Minnesota University Press, 2014, pp. 53-90.

[9] Cf. Ana Esther Ceceña y Paula Porras, “Los metales como elemento de superioridad estratégica”, en Ana Esther Ceceña y Andrés Barreda, Producción estratégica y hegemonía mundial. Siglo XXI, México, 1995, pp. 141-176.

[10] Cf. Michael T. Klare, Guerras por los recursos. El futuro escenario del conflicto global. Urano-Tendencia, Madrid, 2000, pp. 50-57.

[11] Cf. Michael T. Klare, Blood and Oil. The Dangers and Consequences of America’s Growing Dependency on Imported Petroleum. Metropolitan Books, Nueva York, 2004, pp. 1-25.

[12] Cf. la explicación que Edgardo Lander da en la nota al pie número 14 en “Los límites del planeta y la crisis civilizatoria. Ámbitos y sujetos de las resistencias”, en Transnational Institute, p. 6, [en línea], <https://www.tni.org/files/Los%20l%C3%ADmites%20del%20planeta%20y%20la%20crisis%20civilizatoria%20.pdf>. [Consulta: el 30 de noviembre de 2021.]

[13] Cf. Neta C. Crawford, “Pentagon Fuel Use, Climate Change, and the Costs of War”, Costs of War, Watson Institute International & Public Affairs – Brown University, p. 14, [en línea], <https://watson.brown.edu/costsofwar/files/cow/imce/papers/Pentagon%20Fuel%20Use%2C%20Climate%20Change%20and%20the%20Costs%20of%20War%20Revised%20November%202019%20Crawford.pdf>. [Consulta: el 10 de noviembre de 2021.]

[14] Cf. Ibid., p. 2.

[15] Cf. Energy Information Administration, “Annual Energy Review”, en Departamento de Energía de Estados Unidos, [en línea], <https://www.eia.gov/totalenergy/data/annual/index.php>. [Consulta: el 1 de diciembre de 2021.]

[16] Cf. Neta C. Crawford, “Pentagon Fuel Use, Climate Change, and the Costs of War”, cit., pp. 6-7.

[17] Cf. Ibid., pp. 8-11.

[18] Cf. Ibid, p. 18.

[19] De acuerdo con la Organización Latinoamericana de la Energía, en 2019 aproximadamente el 63% de la generación eléctrica mundial, estuvo relacionada con la quema de combustibles fósiles, seguida por el 27% de energías renovables y el 10% de energía nuclear. “Generación eléctrica mundial y para América Latina y el Caribe (ALC) y su impacto en el sector energético por la pandemia producida por el COVID-19”, en OLADE, [en línea], <http://www.olade.org/wp-content/uploads/2021/01/Generacion-electrica-mundial-y-para-America-Latina-y-el-Caribe-ALC_01-12-2020.pdf>. [Consultado: el 10 de diciembre de 2021.]

[20] Cf. Sasha Davis, The Empires’ Edge. Militarization, Resistence, and Trascending Hegemony in the Pacific. Georgia University Press, Estados Unidos, 2015, pp. 52-69.

[21] Cf. Neta C. Crawford, “Pentagon Fuel Use, Climate Change, and the Costs of War”, cit., p. 1.

[22] Cf. Michael T. Klare, All Hell Breaking Loose. The Pentagon’s Perspective on Climate Change. Picador, Nueva York, 2019, pp. 15-39.

[23] Cf. Sasha Davis, The Empires’ Edge. Op. cit., pp. 34-51.

[24] Cf. Michael T. Klare, All Hell Breaking Loose. Op. cit., pp. 15-39.

[25] Cf. Idem.

[26] Cfr. Ídem; Neta C. Crawford, “Pentagon Fuel Use, Climate Change, and the Costs of War”, cit., pp. 31-33.

[27] Cfr. Michael T. Klare, All Hell Breaking Loose. Op. cit., pp. 40-61.

 

 

Referencias

 

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