Relato de una pandemia a través de unos googles

Relato de una pandemia a través de unos googles

Víctor Manuel Anguiano

Comenzó en Wuhan, China, nadie creía que el nuevo coronavirus llegaría a México, en las conversaciones de pasillo circulaba el escepticismo entre el personal de salud “está muy lejos, no llegará”, “pasará igual que con el SARS-COV1 y se contendrá en Asia”, etc. En  la incredulidad o la negación, desde el personal en formación como residentes, pasantes, internos de pregrado,  personal  operativo de enfermería, camilleros, asistentes, trabajo social, hasta personal médico de base y administrativo, era la discusión habitual por allá en enero 2020 en cualquier nosocomio del país.

La pregunta no era si iba a llegar o no, era ¿cuándo? Y llegó con el primer caso de COVID-19 oficialmente reconocido en la Ciudad de México el 28 de febrero 2020 y, a partir de allí, todos sabemos la historia que ha costado más de 250,000 muertes en nuestro país. Pero éste no es un relato epidemiológico, estadístico y, mucho menos, político o periodístico. Es un relato desde la primera línea de atención y pretende describir una percepción cuando te encuentras adentro, en el núcleo de la atención sanitaria. Se relata en pasado y presente, tal como trascurre la pandemia.

Reclutamiento de personal sanitario en todas las áreas, contratación de médicos y enfermeras, no importa si cuentan con experiencia, tampoco si tienen especialización, la palabra “URGENTE” se leía en todas las convocatorias. La oferta laboral para el área médica por fin tuvo una explosión nunca antes vista, todos podíamos optar por un puesto laboral (al menos temporal), todos podíamos colaborar con la pandemia. Contrataciones vía electrónica y con una llamada sin formalidades presenciales: “ya doctor, empieza mañana” fueron las respuestas de los reclutadores, se abrieron las bolsas de trabajo del INSABI, IMSS, ISSSTE, SEDESA, SEMAR, SEDENA, etc. Se aceptó de todo, no importaba si eras pasante con o sin título, cédula profesional o certificación (bastaba la promesa de entregarlos después), tampoco si presentabas documentos apócrifos (muchos fueron cesados al ser detectados o evidenciados por el mismo personal médico), el punto es que bastaba llenar el formulario, enviar documentos, recibir la llamada que confirmaba que eras del personal de salud requisitado y listo, podías comenzar a trabajar. Nos capacitaron rápido, en grupos, con una breve exposición del SARS-COV2, para después conocer el EPP (Equipo de Protección Personal), proceder con una práctica presencial (en realidad, ver una sola vez cómo se coloca y retira) y, al día siguiente, ya empezabas a atender COVID-19. Se entiende que el proceso no podía ser diferente, el enemigo llegó y habría que enfrentarlo así sin más, con las carencias históricas de personal e insumos, lo importante era contar con manos y, en el peor momento, nunca se valoró más un par de manos extra dispuestas a ayudar.  También existieron y existen los elementos que se retiraron por temor, inseguridad, incompetencia o simple decisión propia. Quedó en evidencia el personal activo que tuvo la oportunidad histórica de participar en una crisis sanitaria, pero se hicieron de lado, renunciaron, solicitaron amparos judiciales para no atender COVID-19, se ocultaron, pidieron permisos extraordinarios, algunos inventaron el más ridículo de los pretextos para no continuar la atención de pacientes durante la pandemia y, aún con eso, llegaban a sus casas, con sus familias como todos unos héroes; otros, como siempre, se escondieron atrás de los escritorios, con sus funciones administrativas a pesar de que se hacen llamar médicos y que vergonzosamente han acudido a recibir reconocimientos públicos que no les pertenecen. Afortunadamente, existió la contraparte con ciudadanos profesionistas dispuestos a colaborar, por ser mexicanos, por orgullo, patriotismo, valentía, porque te tocaba o porque era el momento histórico de hacer algo más allá de ejercer tu puesto laboral y verdaderamente demostrarte a ti mismo que tienes una vocación en esta vida.

El primer reto fue soportar el EPP, materiales sintéticos que constan (dependiendo de la dependencia de salud), de uno o dos gorros quirúrgicos, goggles médicos, mascarilla N-95/KN-95, bata u overol desechable, dos pares de guantes de látex (uno sobre el otro), botas quirúrgicas desechables. La primera lección fue que en la primera media hora o menos, la condensación de vapor en la cara interna de los goggles reduce la visión en más del 50% y comenzamos a utilizar diversas estrategias como jabón en barra o líquido, lavatrastes, saliva y todo tipo de antiempañante casero o comercial disponible, que incluso a algunos les provocaron la aparición de úlceras corneales; la otra opción era aprender a ver a través de las líneas que dejan las gotas condensadas de sudor que escurren por la lente. Por más incómodo que resulta portar el nuevo uniforme de trabajo, está prohibido retirarse cualquier aditamento de barrera o de lo contrario te expones al agente viral y asumes el riesgo de infectarte, por lo tanto, tu nivel de atención debe ser siempre al 100%, evitar tocarte las zonas de la piel expuestas, que los guantes se mantengan íntegros a pesar del lavado de manos o desinfección con alcohol-gel entre la revisión de un paciente a otro, respetar el ritual para retirarse el EPP, etc. Sin embargo, es una experiencia desconocida, no sólo se trata de tolerar los problemas de visión, también de lidiar con el calor físico dentro del traje que a todos hace sudar desde los primeros momentos de llevarlo encima, la dificultad para movilizarte y cuidar de no romper la bata que a más de uno se le rompió por las costuras, aprender a escribir y realizar procedimientos de rutina como colocar una sonda urinaria, un catéter venoso periférico o acceso venoso central, invadir la vía aérea para colocar un tubo oro-traqueal, en general redescubrir el sentido del tacto (atenuado), por la doble capa de látex en las manos. Comenzaron a circular en internet y redes sociales las fotografías del personal sanitario portando su EPP, todo el país las observó y entonces el EPP se convirtió en un uniforme característico en la atención de COVID-19, como el de bombero, policía, ejecutivo, chef, militar, etc., pero sólo quienes lo portamos a diario aprendimos las dificultades de llevarlo puesto; te invito un día a colocarte un EPP y realizar tu trabajo habitual (sea cual sea), durante 6 a 8 horas continuas y que vivas la experiencia.

Estar en un área COVID-19 es trabajar con el máximo estrés, mantenerte atento, resolver muchos problemas a la vez, ejecutar rápido y bien tus funciones, de paso ayudar a tus compañeros menos familiarizados en la atención de pacientes graves; es un trabajo de contención y de equipo. No es para nada la atención usual de los enfermos, no se pretende realizar abordajes diagnósticos finos, detenerse en los detalles de la medicina moderna, se trata que el paciente sobreviva y que no muera (al menos no tantos), se trata de una medicina de batalla. No importaba si tu trinchera de trabajo estaba en un hospital público o privado, en su momento todos colapsaron por igual y de pronto encontramos que desde obreros, vagabundos, funcionarios públicos, empresarios, personal de salud, familias enteras y sin distinción de clases sociales, todos terminaron compartiendo la misma sala de hospital, con la misma experiencia y destino, cualquiera que éste haya sido.

Las áreas de atención COVID-19 se reconvirtieron dentro de los mismos hospitales que todos conocíamos, se montaron conexiones de oxígeno donde no las había, monitores de signos vitales móviles o fijos a la cama de los enfermos, las centrales de enfermería se convirtieron también en unidades de inhaloterapia, farmacia y CEYE al mismo tiempo; se colocaron divisiones físicas para entrar al área COVID-19 con puertas de vidrio plegables o corredizas, con una o dos salas intermedias para colocarse el EPP antes de entrar a la zona de los enfermos; aprendimos que al colocar el pie dentro del área COVID-19 ya estabas en un medio potencialmente infectante, donde se creó una atmósfera propia con un ambiente hostil, un entorno para vivir o morir y desconozco quien o dónde comenzó a llamarse dicho entorno como el “COVIARIO o COVIDARIO”, término utilizado paulatinamente en el entorno de todos los hospitales por el personal de salud, como si se tratase de una jaula, un entorno cerrado destinado a otra especie.

Corría la primera o segunda semana de mayo 2020, teníamos el hospital lleno (un centro de atención COVID-19, allá por Tláhuac, CDMX), los pisos con muchos pacientes críticos en ventilación mecánica invasiva, el servicio de urgencias desbordado y afuera (en la calle), una fila de ambulancias en espera para entregar más pacientes graves (muchos fallecieron esperando en ambulancias); recuerdo bien a una médico que entró al “COVIARIO” en su primer día de trabajo, se colocó el EPP como debía, tenía experiencia hospitalaria previa en época no COVID, se le asignaron sus funciones y la cantidad de pacientes que le correspondían, una vez dentro del área durante la primera hora fallecieron cinco de los pacientes más graves del día, me encontré a la médico llorando, en crisis emocional, temblando de miedo con habla entrecortada y me comentó “todos se están muriendo”, con lo sucedido no podía contradecirla, tampoco  quedarme demasiado tiempo con ella y consolarle, yo también tenía que seguir revisando pacientes, sólo alcance a decirle “doctora no se distraiga, hacemos lo posible, tiene que seguir”, esa fue la última vez que vi a la médico, inmediatamente se retiró del hospital. No se trató del único caso de personal que renunció en su primer día y no sólo ocurrió en el área médica. 

Conforme avanzaron los días, las semanas y los primeros meses de la pandemia, aprendes a tolerar la frustración, comprendes que no puedes salvar a todos, implementas las medidas de tratamiento validadas, luchas contigo mismo para no llegar a medidas desesperadas (“chamanería” dirían algunos colegas, cuando no hay evidencia firme que apoya una intervención), y aceptas las condiciones de trabajo, al igual que las condiciones de los pacientes quienes, antes de acudir al hospital, agotaron las últimas opciones de tratamiento en sus domicilios (desde múltiples tratamientos alópatas, homeópatas, medicina alternativa, etc.), lo que aunado a las comorbilidades de nuestra población y al deterioro respiratorio avanzado a su ingreso hospitalario, contribuyó en la alta mortalidad hospitalaria. Vimos de todo, desde los casos que pasaron por una limpia esotérica, acupuntura, ventosas y todos los remedios caseros como el dióxido de cloro, cloruro de magnesio y muchos más, pero que el temor les impedía acudir a los hospitales. No era para más, los números no eran buenos, la mortalidad entre los pacientes que terminan con ventilación mecánica es muy alta, por múltiples factores que no me corresponde analizar en este escrito, pero en muchas ocasiones se trató de ayudar al bien morir, cuando sobrevivir no era la opción alcanzable. En ciertas ocasiones, el área COVID-19 tenía un olor peculiar, resulta que la ocupación de las camas era constante y con esto me refiero a que, al desocupar una cama por alta hospitalaria debido a mejoría o alta por defunción, casi inmediatamente la cama era ocupada por otra persona, por lo tanto, la limpieza del lugar se hizo con inusual rapidez, no había tiempo para un aseo exhaustivo de las áreas, de tal forma que emanaba un olor característico a pesar de portar el cubrebocas.

No he experimentado hasta ahora ninguna experiencia cercana a la muerte, pero después de ver muchas muertes por COVID-19, me doy cuenta de que se trata de una muerte en soledad, falleces aislado, sin ver físicamente y por última vez a tus familiares, no hay ningún ser querido allí presente para acompañarte ni darte consuelo, no puedes ver el rostro descubierto de otro ser humano y aunque el personal de salud te acompaña, en realidad te encuentras sólo entre desconocidos; en el mejor de los casos, la fuerza de voluntad te permite, en ocasiones, dejar un escrito a tus familiares antes de ser intubado y conectado a un ventilador, o antes de perder la lucidez del pensamiento. En aquellos que no aceptaron recibir medidas terapéuticas invasivas para prolongar la vida, el esfuerzo respiratorio se convirtió en una agonía prolongada y por la “hipoxemia feliz” que provoca el COVID-19 (aunque de felicidad no tiene nada), evita percibir el propio deterioro físico o cumplir con algunas necesidades básicas como tener apetito y comer, así que la última experiencia gastronómica se trata de beber agua, té o gelatina, a veces nada cuando la debilidad y la encefalopatía hipóxica no permite ingerir líquidos. Como personal médico aprendes a respetar la decisión de pacientes a no ser intubados y te resignas a contemplar la agonía (acompañarla), hidratamos al enfermo vía intravenosa, indicamos analgésicos y sedantes, hacemos lo posible para evitarle el sufrimiento. Llega un momento en que lo repetitivo día tras día hace que ignores lo inusual de la jornada laboral, comienzas a ver como normal todo lo sucedido, incluso el Burnout empieza a ganar terreno, te cansas también de enfrentar la escasez de insumos básicos y de lo complicado que resulta todo, la indiferencia de algunos directivos de los nosocomios, sin embargo, te das cuenta de que al cruzar la puerta de cristal hacia el área COVID-19, cobran sentido tus acciones, otorga un motivo a tu día, sabes que valió la pena llegar al hospital e intentar cambiar el destino de otro ser humano, te olvidas que trabajas por un salario y procedes a realizar tu labor con un propósito superior. Afortunadamente, también existieron (en su mayoría), muchos casos exitosos de egresos a domicilio, con o sin requerimiento de oxígeno, pero que finalmente regresaron a casa, con sus familiares, al entorno del hogar, se convierte en rutina ver correr lágrimas de los pacientes al salir del hospital y también el llanto feliz de los familiares que acuden por su enfermo ya recuperado o en vías de recuperación; para hacer ameno dicho momento en algunos hospitales se brindaron aplausos por parte del personal de salud, se tocaron campanas, se felicitó al enfermo en los alta voces del hospital, se entregaron diplomas de egreso y otras varias acciones que transmitieran la sensación de triunfo y esperanza al enfermo, su familiar y al mismo personal de salud.

Conforme pasan los meses, después de una ola tras otra, de cambios de semáforo, vamos comprendiendo que la pandemia cambió nuestro entorno, trabajo, educación, relaciones familiares y sociales, que el mundo y la vida cotidiana ya no son, ni serán los mismos. Nos seguimos adaptando a una nueva realidad, a convivir con un entorno peligroso, a preguntarnos si vamos por allí transmitiendo el virus o si seremos los siguientes, intentamos ignorar la situación para no sentirnos vulnerables, para creer que podemos retomar nuestras actividades y entonces salimos a la calle, porque la vida urbana parece retomar el flujo normal, se abren los negocios, observas personas sin cubrebocas, se relajan las medidas de higiene de manos y la sana distancia que parecen sólo requisitos para ingresar a establecimientos comerciales, restaurantes, plazas, laboratorios, parques, transporte público, etc. Una vez logrado el cometido, se dejan de lado las medidas de precaución, de momento no parece ocurrir nada, hasta que nuevamente regresas al trabajo y te das cuenta del incremento de los casos, nuevamente de la escasez de personal para atender los rebrotes, de las historias de vida y muerte trágicas, descubres familias enteras hospitalizadas, escuchas sobre los huérfanos del COVID-19 y te vuelves a preguntar si la estrategia de atención y nuestra conducta como sociedad son las correctas.

Para aquellos que sus familiares habitan en otras regiones del país, en muchos casos ya han pasado más de 12 meses sin verse mutuamente (presencial), otros tienen la suerte de convivir diariamente con sus familiares cercanos, aunque las formas no sean las mismas. Los primeros prefieren el contacto a distancia y la seguridad de no ser responsables de contagiar a sus seres queridos, los segundos corren el riesgo de infectar a sus familiares; las salas de hospital están llenas de historias, donde algún familiar se convirtió en el medio (un vector), para propagar el COVID-19 entre su propia familia, amigos y comunidad cercana; resulta trágico contemplar el sentimiento de culpa cuando algún familiar fallece al haber sido contagiado a través de su pareja, padres, hijos, hermanos, sobrinos, etc. Entre las experiencias hospitalarias nuevas del COVID-19, está el inexistente contacto físico de los enfermos con sus familiares que por obvias razones se debió eliminar, los informes a familiares que normalmente se hacen en la cama del enfermo quedaron atrás, ahora la vía telefónica o escrita se convirtieron en el medio para comunicar la evolución de los enfermos, pero el hecho de transmitir las duras decisiones, los nuevos hallazgos, las complicaciones, defunciones, etc., sólo han generado más estrés del habitual; desconfianza, miedo, angustia y desesperación, son las constantes emociones de los familiares responsables de recibir los informes médicos, descubrimos que no somos percibidos como portadores confiables de los mensajes, ni de la verdad, las personas quieren ver y oír directamente a sus enfermos, contrario a las indicaciones acuden a los hospitales exigiendo ver y hablar con sus familiares, algunos nos acusan de hacer daño sin buscar el bien, sin embargo, nunca he conocido a nadie que empeñe sus esfuerzos para dañar su razón de ser (los pacientes), y a nadie que transmitiera con mala fe y sin apego a la verdad, los mensajes o decisiones que los enfermos toman llegados los momentos más críticos.

El semáforo cambia de color, nuevamente los sonidos de ambulancias llenan las calles, el rebrote llega y lo sabemos, incluso antes que las autoridades de gobierno lo hagan oficial. Las camas de hospital no se llenan de fantasmas, son personas de carne y hueso, otra vez se contrata personal de salud, nuevamente se extiende el periodo de funcionamiento de las unidades temporales para atención de COVID-19, rápidamente nos terminamos los recursos materiales y medicamentos, otra vez el personal de salud va a sacar la casta, volvemos a confirmar que ya urge el mantenimiento formal de las instalaciones, dispositivos eléctricos, ventiladores mecánicos, las camas, los colchones de los pacientes, las conexiones de oxígeno, los monitores de signos vitales, la iluminación, etc. De pronto, te sientes afortunado de encontrar un oxímetro de pulso que funciona, contar con bombas de infusión para medicamentos de alto riesgo y de varias otras cosas que normalmente no te percatas, porque has aprendido a trabajar con carencias. Pero los periodos entre un rebrote y otro no han sido suficientes para retomar el curso, el nuevo virus y sus variantes no entienden de reactivaciones económicas, políticas públicas o los buenos deseos de la población, no han tomado un ciclo estacional y parece que llegaron para siempre.

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