公牛 (Gongniú)

公牛 (Gongniú)

Evelyn Airy Ortega Valtierra

 

El joven DingBang, promesa protectora del país, debía emprender por orden real de su rey un viaje para estudiar los pueblos del lugar donde muere el sol. Esto a raíz del rumor, confirmado, de que todo un pueblo de varones ayudó a la ciudad bárbara de Zhizhi, razón por la cual el general Yanshou perdió la campaña contra los xiongnu. Se dice que estos hombres tienen olas en los cabellos más cortos que los de un esclavo, que son tan organizados como las escamas de un pescado, que son capaces de conquistar cualquier pueblo sin importar dioses, lenguas ni costumbres. Eso es potencialmente peligroso, ¿qué pasaría si aquel pueblo se uniera al, de por sí, brutal grupo de nómadas? DingBang preparó toda su expedición. Decidió embarcarse para atravesar más rápido los extensos territorios del bosque, pues a pie son difíciles. En el cruce del desierto, la vía rápida para llegar al puerto militar, contrató a un grupo de locales que condujeron su expedición hasta la embarcación. Pasaron ocho días hasta que llegaron a tierra firme.

Desembarcaron en un caluroso territorio, donde las gentes conservaban lo dorado de las arenas en su piel, consiguió reabastecerse de alimentos. Le parecía extraño que su dinero fuera pesado en una balanza, pero no podía decir nada. Por eso mismo contrató a un políglota, un joven de ropas pobres con el que podía entenderse mejor con gestos y señas. Aunque no fuera con palabras, él lo ayudaría a comunicarse con los extranjeros. Estos eran muy recelosos cuando se trataba de hablar sobre los hombres que administraban el territorio, a través del joven traductor y de algunos mapas supo que el pueblo tenía origen más allá de otro mar, en una península larga con figura de arpón. Tardó al menos cien días, e iguales noches, en llegar a un extenso río que daba vida a una zona donde las arenas de oro quemaban como el sol mismo y brillaban como oro pulverizado. Detalló las vestimentas descubiertas que veía, reportó los exóticos caballos con rayas, los enormes elefantes con orejas grandes erguidas sobre sus hombros, tan distintos a los de su país. Recorrió el cauce del río hasta llegar a un inmenso delta con ríos menores. Maravillado por la fama del territorio del otro lado del mar, decidió embarcarse en una nave para cruzar. Sin embargo, poco antes de llegar a tierra, la embarcación fue tomada por botes. Robaron sus pertenencias y los apresaron a todos. Él trató desesperadamente de salvarlos, pero ante sus ojos fueron desollados.

Desolado por la pérdida de sus compañeros y la falla de sus dioses al protegerlo, no se resistió a ser atado, mucho menos se opuso a su captura. Lo llevaron a un sencillo encierro cerca del puerto. Luego de días consumiendo un potaje de avena, tomando un vaso de agua cada que la mente burda del guardia recordaba darle, dejó de intentar comunicarse con los otros prisioneros. Su políglota fue separado del grupo. «Aun cuando intentara quejarme”, pensaba en silencio, “no podrán entenderme”. Pasaron algunos días para que cambiaran sus ropas por las locales y nunca se sintió tan expuesto. Aquellas telas baratas sólo cubrían sus genitales. El impetuoso sol hacía parecer que ardía fuego sobre su piel. Sus ropas fueron vendidas, no supo nada del joven que contrató. Tal vez fue regalado como traductor al jefe de la zona o esclavizado. Soportó que le lanzaran agua fría, que gritaran cosas ininteligibles para su lengua, incluso que cortaran su larga cabellera oscura, único vestigio de un antiguo honor que ni siquiera ameritaba.

Cada día lo obligaban a subir a unas tablas en medio de una plaza polvorienta para que todo el que pasara pudiera verlo. Se sentía como un ganado, un ser inferior a un humano, ni siquiera llegaba a sentirse animal; pero su instinto de supervivencia lo hizo callar ante cada humillación que pasaba. Atentamente se dedicaba a escuchar y observar cómo eran las personas de ahí. Los secuestradores gritaban mientras muchas personas lo miraban, ni siquiera al hombre que tenía la negrura de las largas noches de invierno en la piel lo miraban tan extrañamente como a él. Uno de esos días una joven mujer con vestidos blancos, que permitían ver su hombro derecho, entabló conversación con los secuestradores. Escuchó el sonido áspero del aire chocando con la garganta de los hablantes, luego unas risas y al final el tintineo del intercambio de monedas. Cuando sintió que tiraban de la cuerda en sus muñecas, supo que debía avanzar. La menuda mujer lo conducía con el otro extremo de la cuerda sobre el hombro descubierto, sus ágiles pies apenas besaban el suelo mientras que él tenía que avanzar entre áridas tierras sin calzado, algunas piedrecillas se incrustaron en sus talones. Sería una estupenda oportunidad para escapar, solamente debía empujarla y salir corriendo, pero ¿qué haría después? Podrían capturarlo y golpearlo, o incluso matarlo. No tenía sentido volver sin completar su misión, esa sería la más grande de las deshonras.

Ella lo adentró a un edificio alto de piedra oscura, sin ningún adorno ni ventana. Un par de soldados abrieron una pesada y robusta puerta que no se deslizaba: por la mitad partida, se abría hacia los lados, como un párpado al amanecer. Lo empujaron hasta caer en tierra húmeda y cuando logró levantarse le cerraron las puertas. Quedó completamente a oscuras, temblando por el frío y el hambre. Frotó sus brazos tratando de sentir un poco de calor. Parpadeó hasta que sus pupilas lograron distinguir una zona más negra. Avanzó sin dirección hasta que sus manos tocaron la fría pared, era de piedra. Pensando en su profunda soledad, se permitió llorar en aquel lugar donde nadie podría verlo. Lloró por todo el mal que injustamente padecía, se debatía angustiosamente entre quedarse ahí a morir o avanzar para intentar salir. Su condición humana lo hizo mantener la esperanza.

Tocó los relieves de la roca, avanzando con cuidado por si había alguna trampa en el suelo. Sin luz ni sonido nunca supo cuánto tiempo tardó en llegar a la conclusión de que estaba en una especie de laberinto. Sin nada más que perder, se dio a la tarea de avanzar lo más que su deshidratada, hambrienta y fatigada condición le permitía. A veces se sentía observado, o entre sueños sentía una pesada respiración cerca, incluso pensaba que podía ver algo moviéndose, pero nunca supo identificar la procedencia. Su cuerpo pesado no dejaba que supiera con certeza si era algo real o no. En una ocasión su cuerpo agotado se dejó caer en el frío suelo, pero, a diferencia de otros momentos, despertó en un suave lecho y aún con los párpados cerrados le parecía distinguir una fuente de luz. Temía tanto haber perdido la cordura que permaneció con los ojos cerrados. A pesar de ello la luz no se iba, finalmente se permitió abrirlos. Estaba recostado en una especie de nido de pieles, un precioso fuego refulgía en el centro. Se acercó emocionado de ver algo más que oscuridad: la danza saltarina de las flamas sobre maderas que crujían. Además, se maravilló de recordar los colores y apreció distintas tonalidades en cada nivel de la flama. Casi podía beber la tranquila sensación del calor que emanaba el fuego, sentía que estaba acampando en una apacible noche de otoño y que pronto el sol se elevaría. Pero, si era un lugar completamente cerrado, ¿cómo no se acumulaba el humo ni se asfixiaba? Nunca en su vida había valorado lo suficiente tan importante recurso como el aire. Escuchó pasos y sonidos tintineantes arrastrándose. No le importó el posible peligro que corría. Alguien había procurado encenderle una fogata, también lo condujo hasta un agradable lecho, así que forzó a su garganta para toser y la sequedad hizo que su voz grave se tornara muy rasposa. Preguntó en su lengua que quién andaba allí.

Los sonidos arrastrados avanzaron, ¿sería otro prisionero?, ¿no estaba solo? «Eh, ¿f-fílios?», preguntó la única palabra bárbara que más le gustaba y que escuchaba muy prostituida entre los deshonestos mercaderes que hacían balanzas con un mal ángulo para conseguir monedas de más. Los sonidos se detuvieron de pronto, aunque pudo reconocer la pesada respiración: cansada, monótona y vacía. Justo igual a la suya. Elevó su vista de la fogata, enfrente de él se encontraba un delgado hombre de características similares a las suyas. Le alegró mucho ver a alguien más y reconoció una figura desgastada por el encierro. «¿Á-ántrop-pus?», pronunció una profunda voz. En esos momentos se odiaba por no tener mucho vocabulario, era natural que aquel hombre ya no tuviera la lengua de su gente si nunca tuvo con quién hablar. Al parecer preguntaba si era uno de los guardias o algo parecido, ¿y cómo otro hombre soportaría a solas tal encierro?  Le dijo con señas que era extranjero. Un silencio de análisis se implantó. DingBang notó que su vestimenta era parecida a la de la mujer que lo trajo, una vestidura harapienta y sucia que llegaba hasta sus rodillas, un cinto de cuero se ceñía a su cintura. Sus delgadas extremidades estaban atadas por unos grilletes relucientes a unas gruesas cadenas negras, supo que los sonidos tintineantes provenían de ellas. El encadenado se acercó un paso, la luz del fuego crepitaba mientras DingBang vislumbraba su figura: estaba algo sucia pero no demasiado y a pesar de su delgada complexión no parecía tener una mala salud.

El extraño también lo estudiaba a conciencia. De pronto, se dio media vuelta de manera lenta. Ignoró los sonidos que hizo DingBang para llamar su atención. Unos pasos después de avanzar, el extraño se detuvo y de reojo miró hacia atrás. DingBang comprendió que era una indicación para seguirlo. Se apoyó en la pared para erguirse, sus entumecidos y callosos pies siguieron al otro. Pronto caminaron a la par y detectó que parecía haber rastros de cadenas por todo el suelo, en una esquina DingBang dudó si debía continuar porque, luego de ver, no quería sumergirse de nuevo en oscuridad. El hombre movió sus manos hacia adelante y con un sonido gutural le indicó que siguiera. Pasando una incómoda y abrumante penumbra, una serie de antorchas dispuestas en aros fijos en la pared les permitieron continuar. DingBang se maravilló. Una mesa de piedra en forma rectangular se extendía en el centro de la estancia. Jugosas manzanas brillaban a la luz de las antorchas, ricos frutos locales, de los que sólo identificaba los dátiles, aromatizaban la estancia y el potente olor de la canela en algunos preparados de miel hizo rugir su estómago. Aquel extraño se acercó con cuidado, a paso lento. Tomó una de las frutas en dulce y la degustó con placer, el jarabe escurría sin cuidado por las comisuras de su boca. DingBang no resistió más y se acercó a devorar prácticamente todo lo que se presentaba ante sus ojos. Descuidó totalmente los modales, consumió panes, frutos, carnes, quesos y vino sin importar mancharse. Luego de lo que pareció un momento, DingBang se avergonzó de su comportamiento. Ni siquiera saboreó. Hasta estar saciado se percató de los detalles que decoraban las bandejas: todo alrededor se formaba por figuras con cuernos de buey, mujeres desnudas con los cabellos desatados y gesto placentero, hombres con torso humano y patas animales, hojas de vid y flores. Las copas, vasijas, platos, hasta la mesa.

El extraño arrastró sus cadenas hasta tomar una de las antorchas y esperó junto a una de las paredes. DingBang avanzó hasta él, ambos sabían que no lograrían entenderse. Una vez que estaban uno junto al otro, el extraño se hincó en el suelo aun sosteniendo la antorcha. DingBang le imitó. El extraño tomó su mano y la condujo hasta la parte inferior de la piedra que conformaba todo el laberinto: una fresca corriente de aire se sintió. DingBang se sorprendió, ahora sabía que el aire corría entre capas inferiores de la piedra, pero ¿cómo llegó ese hombre ahí? Tal vez su expresión fue realmente transparente y mostró su desconcierto, porque aquel hombre elevó su antorcha y fue hasta ese momento en que DingBang reparó en los relieves de las paredes una suerte de figuras rudas, talladas toscamente. Aquel hombre le extendió la antorcha, DingBang la tomó evitando sus cadenas. El encadenado se retiró lentamente, halando cansado de sus ataduras. Él trató de buscar un orden lógico en la secuencia de dibujos. Había figuras de un hombre en diferentes posturas, pero algunos se veían con extrañas anomalías, como una especie de nariz gigante que cada cierto número de dibujos, a veces veinticinco y otras treinta, aparecían y que era considerablemente más alto que el resto de las representaciones talladas. Luego de tomarse un tiempo encontró que el inicio de los dibujos estaba en la parte inferior, seriados de derecha a izquierda por toda la pared y luego ascendía un espacio para continuar de izquierda a derecha. Era similar a la técnica del buey que ara las tierras de cultivo. Pasó días sin explorar más sobre el lugar mientras su compañero lo dejaba a solas.

Nunca preguntó cómo sucedía que, al despertar de sus sueños, la mesa aparecía llena de comida nueva y el otro se pasaba el día tallando o recorriendo el laberinto; las cadenas parecían extenderse por todo el lugar. DingBang pensaba dejarlo tranquilo, pero tiempo después su cuerpo reclamaba la necesidad de vaciar su estómago. Un sonido vergonzoso lo delató, su compañero lo miró con una sonrisa. Se levantó y caminó hacia una de las paredes, empujó una gran piedra y ésta se movió a un lado: un nuevo túnel se extendía hacia la derecha. Con gestos le indicó que entrara. DingBang tomó una antorcha, se adentró y descubrió que una corriente de agua fluía de una pequeña fisura en la piedra, el agua era clara y limpia. Formaba un pequeño estanque que se nivelaba. Primero dejó la antorcha para cavar un agujero en la tierra y encargarse de liberar su cuerpo. Luego se quitó sus harapos para meter sus pies en el agua fresca. La sensación fría y fresca del agua lo hizo saberse vivo. Se relajó mientras frotaba su cuerpo para asearse. Se permitió jugar, reír, disfrutar como no lo hacía.

Pronto enjuagó también su ropa, se la colocó aún mojada. Salió, iba a preguntarle por qué no entraba él a lavarse y fue cuando notó que las cadenas se estiraban lo más que podían para mantenerse en la entrada. DingBang se sintió avergonzado por mostrarse tan feliz cuando el otro no podía hacerlo. Su compañero se marchó, le dejó la puerta abierta, él quiso pensar que era una manera de darle libre acceso al agua.  Tratando de acercarse más a su compañero, se le ocurrió que si él no podía ir al agua, se encargaría de llevarle el agua. Emocionado por su plan, tomó una de las vasijas más grandes que encontró y con mucho cuidado la llenó hasta el borde. Luego se la llevó a la estancia, la ocultó bajo la mesa con una pequeña piel que tomó. Su compañero vino a comer junto a él, al terminar DingBang le tomó la mano para retenerlo. Él lo miró extrañado, DingBang le dejó la mano sobre la mesa, dio la vuelta hasta estar a su lado y comenzó a tomar su ropa de la parte inferior. El hombre lo empujó, DingBang le pidió que se calmara dando palmadas en sus hombros. Trató nuevamente de retirar la ropa y aunque el otro cuerpo se tensó, permitió que lo desnudaran. La ropa quedó entre las cadenas de los pies. DingBang acercó la vasija a rastras, derramó un poco, pero no importó. Tras mojar la piel animal en el agua, la pasó por sus pies. El otro dio un pequeño salto de sorpresa ante la novedosa sensación húmeda. DingBang se hincó ante él y le sujetó con cuidado los tobillos, pasó la piel por plantas y talones, remojó nuevamente para dedicarse a lavar pantorrillas, muslos y rodillas. Fue muy cuidadoso con él, quería demostrarle su agradecimiento; procuró no tocar demasiado la entrepierna, pero una ligera erección lo hizo sonrojarse, se sonrió apenado y remojó de nuevo la piel.

Ahora detalló el abdomen de su compañero, miró su rostro para inspeccionarlo y lo vio cerrar los ojos con la cabeza recargada hacia atrás. Tal parecía que nadie más lo había tocado nunca o que desconocía la humedad refrescante contra la piel. La protuberancia en la garganta ajena se removía conforme tragaba, su pecho definido se movía a un ritmo constante, la cabeza de su compañero volvió a erguirse, las miradas se encontraron. DingBang se había perdido escudriñándolo sin advertir que había dejado de frotar con la piel, esta había caído al suelo y sus dedos mojados delineaban el contorno de la “v” en las caderas. Aquel hombre lo retiró con amabilidad, se levantó entre los tintineos de sus cadenas y acomodó su improvisado espacio de pieles curtidas. Con una mirada al espacio vacío y otra hacia DingBang, este se dio cuenta de la invitación a dormir. En cuanto se recostó, los párpados le pesaron y su cuerpo laxo se relajó en el calor de las pieles, los latidos del otro le adormecían tanto que sólo recuerda un último suspiro.

Al despertar, DingBang notó que un gesto de dolor se instaló en el apacible rostro de su compañero, luego uno de profunda alarma. Se levantó rápido del lecho mirando sus manos, DingBang se alzó preocupado: las venas de aquél se movían entre la piel y se remarcaban como si estuviesen a punto de reventar. Su compañero lo empujó hasta la abertura donde estaba el estanque. Intentó cerrar la puerta, pero DingBang no permitía que lo dejara dentro. Ambos peleaban, cada uno en sus palabras, DingBang logró salir. Su compañero retrocedió entre muecas de dolor y sus piernas fallaron hasta caer de rodillas, sudando, temblando, con alaridos provenientes desde lo más hondo de su garganta. DingBang se apresuró a ir junto a él para ayudar; sin embargo, el otro lo apartaba con la poca fuerza que le quedaba, gritaba de manera poco amable, como si quisiera que se fuera.

Aquél se dejó caer. Las cadenas parecían serpentear junto con sus venas, gritó una última vez antes de ver su rostro desfigurarse y escuchar sus huesos quebrarse, todo él se reestructuraba. Entonces lo vio: los grilletes cedieron ante el anormal crecimiento de los músculos, su piel oscureció y de la sien un cuerno izquierdo se erguía a través de una lacerada piel. Un monstruo corpulento con cabeza de toro. DingBang permanecía estático, lleno de temor que le empapó el cuerpo de sudor frío. El monstruo se irguió. Avanzó lentamente con su masa robusta. Se inclinó frente a él respirando pesadamente. DingBang agachó la cabeza mostrándose sumiso ante aquello. La nariz del animal se arrastró por su estómago hasta su cuello. DingBang lloraba en silencio, el monstruo lo olfateó y luego se hincó a sus pies. Pasmado aún, pero con genuina curiosidad, DingBang le acarició la cabeza. El animal se removió complacido, una lenta respiración le indicó que estaba dormido. Fue cuando DingBang comprendió que el cuerno era de él, que las marcas son ciclos que registra. Tardó indecible tiempo en mirar las marcas de las paredes, su cabeza dolió y recostándose sobre el corpulento cuerpo contrario, cerró los ojos. Acarició lo que sus manos podían abarcar hasta que se durmió.

Al volver a sus sentidos, aquello lo miraba ya despierto, estaba en una orilla del lecho. En los ojos de eso se veía el temor al rechazo. Bastó que se acercara a abrazarlo para que el ser se tranquilizara. DingBang cuidó de él, le extendía la comida en un gran cuenco, le rascaba en las cercanías de la cabeza y, en una curiosidad de lo misterioso, permitió que su compañero lo oliera a manera de reconocimiento. Era una especie de amistad entre seres desconocidos, pero no extraños. Aquello seguía preocupándose por él a pesar de su forma. Luego de dormir, por ocho ocasiones, pues nunca estaba seguro si eran días o noches, DingBang despertó entre los brazos de un ser humano con gesto complacido. Supo que tendrían más tiempo para aprender a comunicarse, que las cosas saldrían mejor si le dedicaba atención a la mirada del uno por el otro.

DingBang nombró a su compañero “Gongniú”, toro robusto en su lengua madre. Nunca supo cómo funcionaba la mesa elevada que siempre se llenaba de comida, tampoco el afán de su compañero por forjarse nuevamente las cadenas cada vez que volvía a ser hombre. Poco a poco la delicadeza de su lenguaje se fue mezclando con lo gutural del idioma de Gongniú, quien dejó de contar los ciclos para enseñarle sus símbolos y el sinfín de sonidos peculiares que asimilaban uno del otro. Aprendieron a conversar a través de las paredes, jugaban a encontrarse entre los pasajes del laberinto, se colocaban pecho-tierra para sentir la corriente de aire en sus rostros.

Cuando fueron lo suficientemente largas las melenas en sus cabezas, pudieron comprenderse perfectamente el uno al otro. Lo primero que conversaron con plenitud fueron sus nombres: Gongniú se llamaba Asterión. Le explicó su relación con las estrellas y la deuda divina que cumplía al transformarse en algo más. Entre sonrisas de alegría por genuino entendimiento, Asterión le dijo que lo nombró Ágato. Charlaron sobre sus soledades pasadas y lo mucho que ansiaban encontrar a cualquier persona que los entendiese, comprendieron que en ese justo instante no querían a cualquiera. Y que ahora DingBang cuidaría de su amigo en la eterna intimidad del laberinto, Gong…, no, Asterión ya no sintió nunca más la necesidad de forjar al calor del fuego sus pesadas cadenas, porque encerrado en ese laberinto estaba más libre de lo que jamás nadie podría imaginar.

 
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