Elegía para un cadáver sin alma

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Elegía para un cadáver sin alma

Raúl Candelaria

What is man but a little soul

holding up a corpse. The soul!

Malcolm Lowry, Under the Volcano

 

Las lágrimas se deslizaron hasta sus senos aplastados por la tela roja. Si bien Ernesto no era el único mirón, sí era el más borracho. En lo que se dio cuenta ya estaba encima de la morena, con su lengua entre sus carnes. Se oyó el grito, un par de mentadas de madre, dos golpes en la espalda y una mano de gorila que lo tomó por la camisa y lo aventó fuera del lugar.

     –¡Órale cabrones, como si fuera su vieja! –refunfuñó un poco a destiempo y trató de levantarse. No lo consiguió. Las lágrimas le sabían a champagne, ¿o era su piel?, nunca lo sabré.

La cantina se llamaba “La Milagrosa”. Ernesto trató de deletrearlo, tumbado en el suelo. Serían como las 11 de la mañana. Se arrastró a la breve sombra de uno de los recién instalados postes de luz. Ahí estuvo un rato, después se levantó. Caminó por las calles. Vio, en la cima de un percudido palacio marrón, a una pareja de zopilotes negros peleándose por una bola de pelo y carne desgarrada que ambos sostenían con sus picos, ¿qué animal era?, quién sabe, mano, al fin que las bestias no se lo preguntan, ¿qué voy a estar yo preguntando? se los quedó mirando un ratito, luego siguió con su marcha mientras se decía: yo creo que era un gato, pero ojalá y no. Me gustan los gatos. Escuchó el continuo danzón que se creaba de todos los danzones que salían de todas las cantinas y salones de baile, pero principalmente de las cantinas. La Ciudad de México tiene 22 iglesias y 95 cantinas. ¡Ay, cabrón, mandroque, mandroque, diablo palitroque, ya ni se puede caminar en esta ciudad: bendita ciudad de los palacios y de los zopilotes que se pelean en los palacios! ¡Y mi madre, ay mi madre!, ¿quién podría olvidar a su madre?, ¡a su chingada madre!, ¿o qué dices tú, diablo zopilote?, ¿acaso tú también te olvidas de tu madre, animalejo sin alma? Ernesto pasó junto a la tienda porfirista, Sanborns, que está en un pequeño palacio de azulejos albos y azules. Se quedó viendo los mosaicos, eternos y ojizarcos, de lejana y arábica manufactura; y se puso a llorar. Lloró y lloró. He cried himself into the next cantina, pensó en inglés, recordando a aquél Cónsul adicto al mezcal que lo llevó a conocer “El Juramento”. Mientras, el cantinero ya le servía un nuevo whiskey. Y otro. Y otro. Cómo odio el mezcal. Cómo odio el tequila. Pero el whiskey, ¡bendito sea el whiskey!, ¡váyame sirviendo otro! ¡Guadaña, guadaña, diablo telaraña!

 

El doctor Armando de Landa estacionó su majestuoso Ford 37 frente a la cantina “El Juramento”. Colocó el periódico El Universal en el asiento del copiloto y salió a la calle. Cruzó sin fijarse y se metió a la cantina. Estaba a medio llenar y apenas era la una de la tarde. Su hermano, como una piedra frente a la barra, no lo identificó a pesar de que lo veía.

     –¿Cuánto le debe, don? –dijo con esa voz gruesa que tienen los catrines al dirigirse a alguien fuera de su círculo.

     –Serían tres pesos con veinte.

Pagó y sacó a su hermano a jalones de ese agujero de teporochos y esperanzas rotas. Como pudo lo insertó en el auto. Ernesto se dejó hacer, ¿qué nos va a quedar, marrascapache relamido?

     –Cállate, cabrón, llevo toda la mañana buscándote de cantina en cantina.

     –No me busques, hermanito, no me busques.

Armando no respondió. Ernesto balbuceó algunos sinsentidos en verso y después sus manos tomaron el periódico. Leyó en voz alta: La Santa Sede reconoce al gobierno de Francisco Franco como legal y necesario para una sociedad ordenada, pendejadas, hermano, no hay nada cómo una democracia que vea por los ciudada… ¡Cianuro, cianuro, diablo Palinuro!

     –¿Qué dices?

     –No, nada.

     –¡Sindicalista!, parece que el rojo Cárdenas te está comiendo la cabeza. Desde que se robó lo de la Royal Dutch Shell no ha parado de acaparar…

Por aquí había una cantina muy chingona, ¿cómo se llamaba?, estaba ahí, junto al Palacio de Bellas Artes, ahhh, cómo me voy a acordar, carajo; quién sabe. ¡Predica, predica, diablo pilindrica! Ernesto se dejaba llevar en el auto como si fuera una eterna ola del mar, como un ave que se desliza despacito en una corriente de aire, y eso le gustaba, le hacía sentir que al moverse él, el mundo se movía a su mismo ritmo etílico y constante, ese movimiento, ligerito y resbaladizo, era como un traguito de anís: dulce como él solo, pocos placeres podían comparársele. Que este momento sea infinito. Y de repente su hermano frenó.

     –¿Por qué te paras?

     –Es el rojo, ¿no ves?

     –Ah.

     –Pero como te decía, cabrón, ya deja de andar entre pachucos, cada vez se te enrojece más el…

¡Corazón, corazón diablo santurrón!, pus vamos a ver. Ernesto brincó fuera del auto y atravesó el Paseo de la Reforma casi de rodillas, su hermano destruyó el volante de tanto que atacó el claxon. Tampoco fue perdonada su garganta, gritó y maldijo; y maldijo y gritó, pero aunque Ernesto hubiera querido (quizá sí lo quiso), su cuerpo arrastró a su alma. Ni modo, era ahora o nunca, Ernesto –te dijo esa voz chillona y afilada que anuncia el intolerable frío de la sobriedad, y no queremos eso, ¿verdad?, todo menos el frío, vas a ver que vale la pena. Cruzó la alameda llena de silenciosas jacarandas en espera de marzo para enmoradarse, y ya que estamos inventando palabras… ¿es ahí?, jajajaja, justo.

Cualquier día, el doctor Armando de Landa hubiera dejado a su hermano deambular solo y borracho, ¡qué mejor!, que nadie se entere de que este esperpento es mi sangre, se decía, sin embargo, hoy y solo hoy tengo que agarrarlo, atarlo al asiento si es menester, que se me muere mi madrecita. Y tardó casi 17 minutos en arribar a la próxima cantina. Esta se llamaba “El pozo de los ahogados”.

Lo encontró con un oscuro whiskey en la mano y meciéndose al ritmo de la guitarra de un ciego maloliente, Las bodas de Luis Alonso, identificó el doctor, ahora resulta que todos la conocen, pensó sin hablar, le lanzó algunos billetes de a peso a este nuevo cantinero (todos tienen la misma cara) y sacó a su hermano a empujones. ¡Ternera, ternera, diablo calavera! Ya en el auto y con el motor encendido, Ernesto no podía dejar de escuchar la canción, y su volumen aumentaba y aumentaba, después de esa échate Recuerdos de la Alhambra, mi Luces, ya sabes cuál.

     –Cállate –dijo Armando, hizo una pausa y continuó– ¡eres un teporocho irresponsable y además pendejo! ¡Habías de quedarte ahí botado todo el día sin nadie que vea por ti! Si no fuera por…

     –¿Si no fuera por qué?

     –…

     –…

Armando aceleró. La ciudad estaba despoblada de autos. Nunca entenderé eso por qué construyen tanta pinche calle si nadie tiene coche además mira el tranvía a reventar sin espacio para un alma alma alma qué es eso del alma cabrón ese espacio del ser que hasta poco antes del ferrocarril todos teníamos tenían ellos ellos y sin embargo a veces cuando el whiskey no es suficiente para callar esa jodona vocecita que no me saco de la cabeza desde los trece años pienso que sí tengo un alma ay qué horror aburrirse en las eternas mañanas de los años qué horror verse al espejo una y mil veces y descubrir que nada ha cambiado qué horror no haber amado qué horror no haber amado qué horror no haber amado es una tragedia sospecharse poseedor de un alma y aun así dejarla al abandono como si no existiera ahí aquí aquí y en este momento este eterno presente que eternamente se convierte en pasado y no hay nada que hacer para evitarlo ay humano tan bonito inventaste el telégrafo y el cinematógrafo y el teléfono y el avión y el smoking y las fábricas pero por qué no inventas un aparato para detener el tiempo un aparato gris y metálico para salvar las almas.

     –Mamá está muriendo.

Apenas hace un año la colonia se llamaba “Chapultepec heights”, pero gracias al nacionalismo cardenista de los vecinos, entre ellos doña Leonora Cisneros, viuda de de Landa, se cambió por Lomas de Chapultepec. La casa de estilo colonial-californiano estaba pintada en color durazno y requería el trabajo de 20 sirvientes para funcionar. Armando subió a ver a su madre de inmediato, Ernesto se quedó en el jardín principal, tirado en el pasto.

     –¿Encontraste a Ernie? –musitó la anciana desde su cama.

Armando no respondió. Se sentó en la silla junto al lecho y recostó su cabeza sobre su madre, sin verla. Lloró en silencio.

Ernesto, cada vez más, sentía el palpitante hielo de la sobriedad, no, por favor, no de nuevo, se repetía en su mente (¿alma?), y trataba de concentrarse en el presente, en cosas que estén aquí, ahora. Vio las buganvilias claritas y traslúcidas, vio la enredadera infinita, vio a la virgen de Guadalupe tallada en piedra, regalo de un arzobispo hace unos años, y se enfocó en los ojos muertos y piadosos de aquella madre de México, ¡qué artimaña!, finalmente vio un ave gigantesca volar en círculos, vio otra ave, y otra: tres oscuros zopilotes planeaban alrededor de la casa. Los zopilotes solo esperan la confirmación de la muerte.  Así estuvo 9 minutos.

Se levantó con un amargo sabor en la boca, casi sobrio, y se metió a la casa. El techo se veía mucho más alto que antes, las paredes más alejadas y la cantina, la pinche cantina de caoba, más seductora. Pero no. No lo voy a echar a perder esta vez, ya no. No podría. De cualquier manera, ¿qué has hecho para evitarlo, Ernesto de Landa?, ¿cuándo fue la última vez que viniste a ver a tu madre?, ¿cuándo?, si existe un infierno al morir, es el que te mereces, cabrón. Puso un pie sobre el escalón y pensó en el infierno, ¿acaso es siquiera posible la condenación eterna de las almas?, para empezar hay que tener alma, un alma que además debe ser inmortal. Hubieras sido un increíble artista. Pero encima de todo eso, debe haber un infierno fuera de esta Tierra… ¿quién sabe?, qué tal que el infierno ya es esta Tierra, pensaste, sesgado por tus profundas lecturas marxistas. A la mitad de la escalera se volteó a ver a la virgen de piedra, sonrió. Ni otras estatuas ni grises monjas tienen el rictus tan forzado. Siguió su marcha, ya sin hacer caso a su voz interior, (¿conciencia?, ¿psique?, rappelons-nous, psique=alma… alma alma alma) y llegó al umbral de la recámara principal. Escuchó breves gotitas de agua mojándole la cabeza, no sintió nada, pero sabía que ahí estaba esa… esa canción… vio al Luces, con sus lentes oscuros y su guitarra, sentado junto a la cama, y al fin logró identificar Recuerdos de la Alhambra, no saludó a nadie, no fue necesario; llovía dentro del imponente cuarto pre porfirista, y a cada quien le mojaba su propia lluvia: sobre su hermano llovía ligero, sobre el Luces llovía con pesadez y lentitud, sobre su madre llovían trémulos copos de nieve, y sobre él, sobre él no llovía más que la música del Luces, que comenzaba a silenciarse, la lluvia de los muertos es la lluvia seca.

Pero no había música. No estaba el guitarrista de piel confusa y roja. No había lluvia fantástica. Esa es la tragedia del hombre moderno, pensó Ernesto mientras atravesaba el umbral, la muerte de la magia.  

     –Ay, hijo, pareces un cadáver andante, –dijo doña Leonora con su inevitable acento burgués– ¿desde cuándo que no comes?

Ernesto solo le beso la mano y se quedó en silencio. Armando salió de la habitación, sin hacer ruido. 

No hubo palabras. No hubo gestos.

 

Con un vestido de nubes y en la lejana cercanía del vertical horizonte, Popocatépetl se alzaba con el pecho deslavado y una pequeña pero creciente cereza en la cabeza; a su izquierda, no menos maravillosa, Iztaccíhuatl reposaba con el apagado velo de las cenizas de su amado. Ernesto no dejaba de mirarlos, absorto en ese festival pirómano.

     –Sí tiene forma de mujer –murmuró Armando desde su espalda.

     –¿Cómo sigue mamá?

     –Está dormida.

Armando se acercó a la cornisa y se sentó junto a Ernesto, dejando colgar sus piernas en el vacío. Ya no había zopilotes en el cielo.

     –Mira, ¿qué es eso? ¡Mira, hermano, la ceniza que vuela!

Hubo silencio.

El viento soplaba hacia el oeste, impulsado por la depresión geográfica del paso de Cortés. Los dos hermanos, de caras disímiles, pero de miradas tan iguales, se quedaron sin hablar, no hacía falta, ante la inevitable llegada de la ceniza a su azotea.

     –Cuando te huelo me da asco –dijo Ernesto.

     –Estás borracho.

     –Borracho no tengo olfato.

     –¿Por qué mamá siempre te ha querido más a ti, –preguntó el doctor con genuina curiosidad– si le has sido tan ingrato?

Ernesto no respondió, ¿qué más daba?, de cualquier manera, no hace falta más que un pinche papel que diga doctor fulano de tal pa venir a querer hacer menos al otro, triste barbaspegadas, y todavía esperas que te muestre compasión; sobrio como un carámbano, Ernesto no dejaba de pensar injuriosos ataques contra su hermano, y descubrió que así, sin el tibio abrazo de la embriaguez, las palabras del cerebro no se le escurrían hacia la lengua.

     –Pudiste tener una buena vida, –continuó el doctor luego de lo que para él fue un incómodo silencio– casarte, yo qué sé.

Pero no, eso no significa nada en realidad, pensó Ernesto. Pasaron unos segundos más. Armando se levantó, algo en él tenía el aroma de la derrota, y caminó de regreso al interior de la casa.

     –Mínimo podrías venir a verla una vez por semana, cabrón –dijo en el umbral.

Los zopilotes habían vuelto a marear el cielo. Los carroñeros no paran, hacen pausa.

 

¡Azufre, azufre, diablo es el que sufre! Su hermano estaba en el cuarto de la decimonónica, él, en el cuarto final de una nueva botella de whiskey, cortesía de mi padre muerto, pensó. En la pared del comedor estaba empotrado un irregular espejo de obsidiana, regalo de algún célebre arqueólogo excavador, en el que Ernesto se perdía. A cada traguito de whiskey, el espejo exhalaba una pequeña dosis de humo negro, Tezcatlipoca negro, pensó Ernesto; finalmente comprendo la naturaleza del suicidio, no hace falta un motivo para hacerlo, hace falta un motivo para no hacerlo. Le llamamos cobardes a quienes lo hacen, pero nosotros somos los cobardes. Se necesita humildad, no egoísmo. Otro trago. Otra humareda. Tezcatlipoca no es como el de los códices, es recio y erguido. Ay, dios de la reflexión, ¿qué es lo que aún me ata a esta vida? Ernesto fue a la cocina, el humo lo seguía, atrapado alrededor de su cabeza. Vaya audacia, tomó el más reciente invento de la modernidad industrial y lo observó unos instantes, era un cuchillo eléctrico, inventado ese mismo año y vanguardia culinaria de los más selectos chefs estadounidenses, había sido el primero en llegar a México y seguía intacto debido al miedo que le provocó a la cocinera de la casa, pero eso Ernesto no lo sabía… no, hombre, deja eso ahí, le dijo una parte, vamos, ve cómo funciona, le dijo otra. Ernesto conectó el aparato. Buscó el botón. Lo presionó. Acercó la cuchilla a su garganta… Podrás ser un apestoso borracho de cantina, pero en el fondo de tu alma no dejas de ser un catrincito de Chapultepec, vamos, hombre, deja eso, eres más refinado. Ernesto salió de la cocina. Salió después de la casa, con el humo de Tezcatlipoca siguiéndole los pasos. Encontró un zopilote parado sobre la reja de la entrada, quiso espantarlo, pero el animal se mantuvo inmóvil, pasó por debajo de él. Entró en el bosque. Medio tarareando y medio cantando, evocó la letra del tango: No tengo amigos/ no tengo amores/ no tengo patria/ ni religión… ¿Acaso no es el mayor tabú de la humanidad?, todos lo hemos pensado, aunque sea en nuestras fantasías más privadas, es pecado, es pecado, pero qué nos queda, qué podría quedarnos; si al fin, todos vamos a pasar por eso, ¿por qué no adelantarnos a la muerte?, Voila ! J’ai trouvé ! Quizá su verdadera naturaleza no sea un sacrificio, quizá sea ganarle la carrera a la tiesa. ¡Eso es! Neguemos el caos, neguemos el azar, neguemos a Dios y abracemos, Ernesto, a este antiguo dios de piedra y oscuras puntas que te llena la cara de humo, abracemos al dios salvaje. Entre los árboles, encontró una pequeña laguna, apenas del tamaño necesario para hundir un auto… esto sí es más tú, compadre, anda, tú sabes qué hacer. Una bandada de siete zopilotes se había posado en los árboles aledaños, con los ojos negros y brillantes sobre la dipsómana carroña. Pero aún no, aún no es el momento. El mayor acto de libertad requiere el mayor momento de consciencia, ¿estoy seguro de que soy libre?, ¿no será como dicen los austríacos?, ¿no podré tener un diablo-ratón dentro de mi cabeza, oculto en la madriguera de mi cráneo? Sobre eso me habló un médico en “El pozo de los ahogados” hace casi un año, pero no puedo acordarme bien… y además, ¿qué más da? Si ya estoy aquí, con el agua hasta la cintura, ¿qué puede detenerme?… Pudiste tener una buena vida. Pudiste tener una buena vida. Pudiste tener una buena vida. Casarte, ah, ya casi en la tumba me sigues persiguiendo, marrascapache relamido, y en el fondo te quiero, a pesar de todo… a pesar de todo no te amo, ni a ti ni a nadie… qué horror no haber amado. Qué horror no haber amado… Ernesto, instintivamente, tomó una profunda bocanada de aire, pronto se dio cuenta de que no iba a ser necesaria… Qué horror no haber amado.

Ernesto hundió la cara en la laguna, sin contener la respiración.

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