‘Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra’. La figura del conquistador mártir en el discurso legitimador fundacional presente en la fiesta de San Hipólito en la Nueva España del siglo XVI.

IGLESIA DE SAN HIPÓLITO Y HOSPITAL DE DEMENTES, 1882, LITOGRAFÍA

‘Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra’. La figura del conquistador mártir en el discurso legitimador fundacional presente en la fiesta de San Hipólito en la Nueva España del siglo XVI.

Marlene Hostiguin Santiago

Entre colgaduras coloridas, música y banquetes, la fiesta se anteponía a la cotidianidad de los vecinos novohispanos de la Ciudad de México. Días, semanas e incluso meses de anticipación daban paso a una celebración que, apegada a un detallado protocolo, proporcionaba solemnidad y alegría a los pobladores, quienes año con año se disponían con entusiasmo a participar en los honores destinados a su santo patrono.[1]

El Ayuntamiento[2] realizaba una meticulosa planeación, que implicaba coordinar la presencia de las figuras más notables de la ciudad en las actividades de mayor importancia, — desde la forma en que realizarían su entrada, hasta qué posición tendrían durante la procesión y misas—, apropiarse de la plaza, los espacios sagrados —la catedral y la iglesia de San Hipólito— y las vías de tránsito más importantes —la calle de Tacuba, San Fernando y las aleñadas a las casa del alférez—, con el objetivo de  llevar a cabo, de la mejor manera posible, el acto más importante de la celebración: el ritual del paseo del pendón; el cual, más allá de referir al santo patrono, guardaba relación con la explicación del por qué lo era. Éste evocaba al pasado de la ciudad y su origen.

«Una fiesta y dos celebraciones que, a lo largo de sus dos días de duración, en sus múltiples actos y ritual principal, tenían un solo significado: aludir al pasado de la ciudad. Fundamentando éste, en la toma de Tenochtitlan, explicada como un favor de San Hipólito —casi que por casualidad—que, ‘lamentablemente’, cobró la vida de hombres notables que cayeron en batalla como mártires en defensa de la justicia y la fe.»

Una fiesta y dos celebraciones que, a lo largo de sus dos días de duración, en sus múltiples actos y ritual principal, tenían un solo significado: aludir al pasado de la ciudad. Fundamentando éste, en la toma de Tenochtitlan, explicada como un favor de San Hipólito —casi que por casualidad—que, ‘lamentablemente’, cobró la vida de hombres notables que cayeron en batalla como mártires en defensa de la justicia y la fe.

Al tratarse de la festividad más importante de la ciudad por alrededor de tres siglos, resulta interesante cuestionar algunos elementos del discurso que construía y exaltaba,[3] no sólo por la verosimilitud de éste, sino por la forma en la que fue estructurado, dotando al componente violento de un rol protagónico que, ayer como hoy, evidencia una fuerte presencia de éste en múltiples escenarios cotidianos, por lo que no resulta un desperdicio referir al pasado para comprender un poco más nuestro presente.             

Las fiestas abordan un tiempo, espacio y sujetos específicos.[4] Las celebraciones de carácter cívico-histórico,[5] —clasificación a la que pertenece la fiesta de San Hipólito pese a su vínculo religioso[6]— se encuentran dedicadas a la selección, recuperación y renovación de un pasado memorable para la sociedad en la que se desarrollan,[7] un pasado estrechamente vinculado al deseo de permanencia por parte del grupo que se encuentra en el poder. Su función apela a la conservación, actualización y enriquecimiento[8] de discursos legitimadores en la memoria colectiva que permitan resignificar el pasado que definen, la identidad del espacio al que refieren y a aquellos quienes viven en él.[9]

Durante una celebración, no se cuestiona, en ningún momento, el discurso que se exalta o acepta. Su veracidad resulta incuestionable dado que sus orígenes son cimentados en un hecho sacralizado que es recordado una y otra vez por medio de lugares o rituales que “[…] hacen visible la memoria en una constante lucha contra el olvido”.[10] Particularmente, para el caso de las sociedades producto de un proceso de conquista, la construcción de la memoria —a partir de rituales, celebraciones, espacios y narrativas— responde a la necesidad de normalizar y legitimar la nueva calidad de sometidos. El doctor Antonio Rubial explica esto como la necesidad de emplear manifestaciones de violencia simbólica[11] para explicar el sometimiento como una acción natural y necesaria.[12]

En el caso de la fiesta dedicada al santo patrono de la Ciudad de México, el discurso que legitimaba la dominación[13] sobre la ciudad plantea un punto interesante: la figura del mártir, misma que se inserta en medio de la justificación del sometimiento por medio de la exaltación del favor divino de la conquista, proporcionando a aquellos con esa clasificación un rol protagónico, prácticamente heroico. Si bien, la sola idea de venerar a los caídos en una guerra nos habla de una dualidad en el entendimiento de la violencia, al considerar el espacio en el que era empleado y hacia quien era dirigido, resulta prudente plantear: ¿Por qué se conmemoraba la figura del mártir en el discurso de la fiesta de San Hipólito?

En principio, es necesario referir a la base teológica en la que se fundamentan los valores e ideas de la sociedad en la que se desarrolla la fiesta; debido a que, al tratarse de una celebración promovida por el Ayuntamiento, las ideas que en ella se plasmaban guardaban relación con la concepción de realidad propia de la Europa del siglo XVI, en la que prevalecían elementos pertenecientes a la ideología católica. Dicha ideología establecía a la violencia como orden natural de las cosas establecidas por Dios,[14] quien, al ser el creador del mundo, es responsable de la desigualdad o las jerarquías sociales y puede ejercer signos de dominio sobre los cuerpos.[15] Idea que era retratada continuamente en las torturas de los santos mártires o en el sufrimiento de los condenados del infierno; lo cual, favorecía la existencia de un acuerdo generalizado “[…] en la existencia de un orden simbólico inamovible”[16] que justificaba el dominio y superioridad tanto de la Iglesia como de la monarquía.[17]

La idea de una jerarquía celestial dictaba las bases en la realidad terrenal. Ejemplo de ello es la idea del ‘santo patrono’, en donde los santos adquieren la calidad de patronos de sus fieles, provocando que estos deban a ellos los mismos comportamientos que les debían a sus nobles: sumisión y dependencia. De la misma forma, con el modelo de familia patriarcal, que sacralizaba el sometimiento al posicionar a un Dios padre, representado en la tierra por el santo padre, quien está por encima de los fieles considerados hermanos y se le debe obediencia.[18]

En pocas palabras, la base teológica cimentaba un sistema de subordinación en el imaginario. Acatar la subordinación representaba que este mismo Dios implementara castigos o concediese favores según el actuar de aquellos que le sirvieran; por tanto, un hombre que era servidor de Dios adquiría prestigio y honor dentro de la sociedad, no sólo por responder a las virtudes cristianas como caridad u obediencia; también, por ser capaz de disciplinar su carne[19] y cometer sacrificios en función de la defensa y proliferación de la fe.[20] Al defender el orden de Dios, se asumía que se conseguía la estabilidad y equilibrio, mismo que proporcionaba bienestar a todos, acercaba a la fe y permitía que aquellos que fueran convertidos pudiesen ser merecedores del favor de Dios, otorgándoles un valor equiparable al de un héroe en el entorno social.

Ahora bien, el origen de dicha dualidad en la violencia no corresponde únicamente a una cuestión teológica; ésta, a su vez, se encontraba vinculada a cuestiones políticas y sociales que se construyeron a lo largo de la Edad Media. Robert Muchambled señala al respecto, cómo pese a que, desde finales de la Edad Antigua, la violencia ha decrecido, la civilización occidental le concedió un lugar privilegiado dentro de la sociedad.[21]

La violencia como herramienta política fue particularmente aceptada cuando se desempeñó contra infieles, revoltosos o reinos rivales bajos dos ideas: la guerra santa y la guerra justa —la primera vinculada a la defensa de la fe que promete una recompensa espiritual; la segunda considerada como un recurso para defender alguna causa injusta (una invasión, abusos…)—.[22]  A partir de dicha ‘aceptación’ de la violencia a nivel político, se produjeron una gran cantidad de cambios sociales y culturales que retomaron este discurso y derivaron en la construcción de una figura que inspiró y generó una oleada de apoyo a todas las acciones —reales o ficcionales— que se le atribuían.

El caballero[23] se asentó en la comunidad, principalmente a través de la literatura, como un héroe que se encargaba de defender a los menos favorecidos y ejercía como justiciero de los malos usos de la violencia en un contexto que buscaba alejarse de la incertidumbre de su presente,[24] convirtiéndose así, en un personaje fundamental que convirtió el uso de las armas en una práctica deseable y admirable entre los jóvenes que buscaban encontrar un destino glorioso y que no veían problema alguno el terminar con la vida de otros seres humanos, siempre y cuando se hiciera en favor de un bien mayor.

Referir a un héroe nos permite apreciar el sentido de una comunidad.[25] La definición construida por Peter Burke especifica que se trata de “[…] un individuo destacable por la magnitud de sus acciones, por sus virtudes y su autoridad”,[26] que busca honrar tanto a los antepasados como al presente en el que se vive, buscando fundamentar y reforzar una visión del mundo,[27] la cual, es plenamente identificable en el ideal de caballero que predominó a lo largo del periodo medieval y permaneció dentro del imaginario cultural de manera permanente.

«Para el discurso fundacional, presentado en la celebración del trece de agosto, la idea de conmemorar a los mártires conquistadores dio como resultado la conjunción de dos visiones de héroe en un mismo personaje. Por un lado, respondiendo a la base teológica, la caída de Tenochtitlan sería tratada como una guerra santa en la que el mal de la idolatría indígena fue combatido por el ejército de Dios y vencido por obra y gracia de él; por tanto, el conquistador caído en batalla obtendría el reconocimiento de un hombre de dios que muere en defensa de la fe en calidad de mártir, con derecho a una recompensa en la vida después de la muerte.»

Para el discurso fundacional, presentado en la celebración del trece de agosto, la idea de conmemorar a los mártires conquistadores dio como resultado la conjunción de dos visiones de héroe en un mismo personaje. Por un lado, respondiendo a la base teológica, la caída de Tenochtitlan sería tratada como una guerra santa en la que el mal de la idolatría indígena fue combatido por el ejército de Dios y vencido por obra y gracia de él; por tanto, el conquistador caído en batalla obtendría el reconocimiento de un hombre de dios que muere en defensa de la fe en calidad de mártir, con derecho a una recompensa en la vida después de la muerte.

Por otro lado, al tratarse también de una guerra justa, el conquistador desempeña el papel del héroe caballeresco que actúa en defensa de los menos favorecidos, adquiriendo el honor y reconocimiento de quien actúa en beneficio de otros en aras de la justicia. De cierto modo, resulta válido decir que se realizaba un símil con la figura representativa del santo, a quien se le destinan los honores, dado que se hacía referencia a un hombre de Dios, mártir o caballero —representado en ambas formas, ya sea portando el estandarte real orgulloso, montado a caballo o no, o durante su muerte en calidad de mártir pasando por sufrimientos inimaginados que, se cree, le otorgaron la salvación eterna—.

En sí, la celebración refiere a un origen de la ciudad cimentado en el sacrificio y la lucha que debe ser exaltada y reconocida en el presente en el que se lleva a cabo por razones políticas y sociales. La violencia simbólica que impregna el discurso, permite que la agresividad, violencia y prácticas de crueldad acontecidas durante el proceso de conquista sean aceptadas como necesarias para el debido cumplimiento del sometimiento al nuevo régimen, legitimando la presencia de las autoridades y figuras que acuden al desfile. Asimismo, establece la base que formó el trato entre la corona española y la Nueva España.

Finalmente, para concluir este brevísimo trabajo, resta decir que el señalar la importancia de la violencia en un contexto en el que nunca se pone en duda o se plantean cuestionamientos por el disfrute que representa una festividad, permite que nosotros, desde nuestro presente, planteemos preguntas acordes a nuestra realidad, ¿Quiénes son nuestros héroes?, ¿Qué discurso legitiman?, ¿Qué dicen de nuestra sociedad?

 

Notas

[1] Cf. Reiko Tateiwa, El cabildo de la ciudad de México y la fiesta de San Hipólito, siglos XVI y XVII, pp. 50-70.

[2] Cf. Francisco Baca Plasencia, El paseo del pendón de la Ciudad de México en el siglo XVI, pp. 20-25.

[3] Cf. María José Garrido, “La fiesta de la conquista en la Ciudad de México durante la guerra de independencia”.

[4] Cf. María José Garrido, “Las fiestas cívicas en la Ciudad de México: de las ceremonias del Estado absoluto a la conmemoración del Estado liberal, 1765-1823”.

[5] Idem.

[6] Cabe resaltar que, para el momento de su realización, no existía una separación tajante de lo secular, por lo que no resulta un error su clasificación.

[7] Cf. M. José Garrido, Op. Cit., “La fiesta de la conquista…”, p. 60.

[8] Cf. Antonio Rubial, “Santos guerreros, mártires y vírgenes conquistadoras. Templos advocaciones y fiestas como espacio de memoria y sujeción entorno a la conquista de México-Tenochtitlan”, pp. 69-110.

[9] Ibid., p.69.

[10] Idem.

[11] Término acuñado en un inicio por Pierre Bourdieu.

[12] A. Rubial, Op. Cit. p. 71.

[13] Cf. Pilar Gonzalvo Aizpuru (coord.), “Fiestas civiles”, pp. 177-239.

[14] Cf. A. Rubial. Op. Cit., p. 72.

[15] Cf. Ibid., p.71.

[16] Idem.

[17] Cf. Idem.

[18] Ibid., p.73.

[19] Cf. Peter Burke, Cultura popular en la Europa Moderna.

[20] Un caso específico para entender esto podría ser San Fernando o San Luis.

[21] Cf. Robert Muchembled, Una historia de la violencia.

[22] Idem.

[23] Idem.

[24] Recordando de que la idea de ésta se mantuvo como algo denunciable y negativo siempre que no respondiera a las practicas legítimas.

[25] Cf. P. Burke, óp. cit. p. 218.

[26] Ibid., pp. 230-250.

[27] Ibid., p. 235. 

 

 

Bibliografía

BACA, Plasencia, Francisco, “El paseo del pendón de la Ciudad de México en el siglo XVI”, tesis para el grado de maestría, Universidad Iberoamericana, 2009.

BURKE, Peter, Cultura popular en la Europa Moderna, Antonio Feros y Sandra Chaparro trads., Madrid, Editorial Alianza, 2014.

GARRIDO, Áspero, María José, “Las fiestas cívicas en la Ciudad de México: de las ceremonias del Estado absoluto a la conmemoración del Estado liberal, 1765-1823”, tesis para el grado de maestría, Facultad de Filosofía y Letras UNAM, 2000.

__________, “La fiesta de la conquista en la Ciudad de México durante la guerra de independencia”, en Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, n. 27, 2004.

GONZALVO Aizpuru, Pilar (coord.) “Fiestas civiles”, en Enrique Florescano y Bárbara Santana Rocha (coords.), La fiesta mexicana, México, Fondo de Cultura Económica, 2016.

HERNÁNDEZ, Flores, Lucía, “la fiesta del poder y el poder de la fiesta: la celebración de San Hipólito o del pendón real durante la segunda mitad del siglo XVII”, tesis de licenciatura, Facultad de Filosofía y Letras UNAM.

MUCHEMBLED, Robert, Una historia de la violencia, Buenos Aires, Editorial Paidós, 2010.

REIKO Tateiwa, El cabildo de la ciudad de México y la fiesta de San Hipólito, siglos XVI y XVII, México, Cámara de diputados, 2017.

RUBIAL, Antonio, “Santos guerreros, mártires y vírgenes conquistadoras. Templos advocaciones y fiestas como espacio de memoria y sujeción entorno a la conquista de México-Tenochtitlan”, en Estudios de Historia Novohispana, no. 67, julio-diciembre, 2022.

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