El arte teatral

EL ARTE TEATRAL

Baty, Gastón y Chavance, René. —El arte teatral. Traducción del francés — Vie de l’art Theatral, des origins a nous jours — por Juan José Arreola. Breviarios (Núm. 45) del Fondo de Cultura Económica. México-Buenos Aires. Primera edición en español, 1951.

 

Debe considerarse esta obra como un manual de la historia del teatro la cual debe ser leída por todo sincero aficionado al arte dramático. El teatro desde sus orígenes ha pasado por un sinnúmero de accidentes. Perseguido ferozmente, marchando solo y aislado de una sociedad indiferente y gazmoña; ahora acogido fervorosamente por una iglesia medioevalista para después asestarle duros golpes de excomunión; otras veces se convierte en institución oficial y el Estado lo protege, pensiona a sus actores y extiende el espectáculo por todos lados y para todas las clases sociales. No siempre el teatro es institución privilegiada, porque, cuando éste se hace satírico, el Estado, medroso ante la crítica, cede a la opinión pública mojigata, y pone veto a las representaciones. Pero el teatro sigue adelante, clandestino o no, pero sigue y seguirá por los siglos de los siglos representando con la comedia, con la tragedia, con la sátira las pasiones, vicios y virtudes del hombre.

Esta obra de Baty y Chavance tiene tres aspectos, el primero es una historia del teatro desde sus orígenes hasta el presente, muy concisa en datos y en reflexiones críticas; el segundo aspecto son las láminas que ilustran el texto y que ayudan a reconstruir mentalmente la representación de alguna obra. Hay, sin embargo, una lámina, la última, fuera del texto. Se trata de la escenografía de Julio Prieto para la obra Los Signos del Zodiaco de Sergio Magaña, autor mexicano. La tercera parte la compone una apretada bibliografía en francés, alemán, inglés, italiano, ¿y en español? De los quinientos libros citados hay uno, el de Joaquín Muñoz llamado Murillejo, Escenografía española. ¡Qué grande es nuestra afición por el teatro!

¿Se puede determinar el origen del teatro?

El hombre percibe dentro de sí una fuerza secreta, inmaterial, que no depende del cuerpo, y a la que el cuerpo obedece. Esa alma, que desea, que espera, cree el hombre reconocerla semejante a la suya en los seres que la rodean, en los animales, en las plantas, en las criaturas todas, que no concibe diferentes a él.

Si el alma existe independientemente del cuerpo, puede ser apresada fuera de él, y si el cuerpo le obedece, es posible obligarla a conducir el cuerpo que domina. Además, los seres semejantes se buscan unos a otros. Si pintamos, por ejemplo, la imagen de un bisonte, las almas de los bisontes que la hayan reconocido arrastrarán hacia ella todo el rebaño. De ahí las esculturas y las pinturas de las cavernas prehistóricas con su esmerado realismo. Así comenzaron en todas partes las artes plásticas.

Mas si en lugar de una imagen inmóvil se ofrece, a las almas de los animales que se pretende cazar, el cebo de una imagen animada, se dejarán atrapar más fácilmente. Los hombres se disfrazarán entonces de animales, se revisten de una piel, se cubren la cabeza con una máscara esculpida, imitando, caracterizados de esta manera, los movimientos del animal que representan: paso, su rugido, su manera de conducirse. Así comenzó en todas partes el teatro.

La magia animista se transforma pronto en religión… El alma, al separarse del cuerpo, vivirá e influirá en los seres todavía vivos. Las almas son más que los seres vivos y más fuertes, es preciso atraerlas mediante señales de obediencia y apaciguar su cólera con testimonios de respeto. Por esto, se enterrarán con el muerto sus objetos familiares que siguen siendo propiedad del alma. Para alimentarla, se le ofrecerán sacrificios; para alegrarla, se bailará en honor suyo, imitando no sólo los movimientos de los animales, sino los verdaderos ballets en los que la invisible espectadora reconocerá la imagen de su vida pasada, de sus placeres, tal vez la de sus hazañas y la de su gloria. La palabra humana reemplazará el aullido de los animales y el canto de su gloria. La palabra humana reemplazará el aullido de los animales y el canto sostendrá la danza de allí en adelante. El teatro va a surgir del coro, como la mariposa de la crisálida.

El culto dramático no será ya solamente un coro de homenajes o de imploraciones. EL sacerdote va a separarse del coro y a encarnar el papel del dios, representando su historia. El sacerdote es el primer actor.

Hemos visto al hombre inventar el disfraz y la mímica para una ceremonia mágica; luego, descubrir la danza, el canto y el poema en sus plegarias religiosas. La liturgia le condujo en seguida a establecer el diálogo, la acción y el decorado. El teatro alcanzó así todos sus medios de expresión. El teatro, nacido para gloria de los dioses, crecerá para regocijo de los hombres.

Baty y Chavance no se separan de la línea tradicional que entiende el arte como salido de la emoción religiosa; es decir, el hombre primero fué[1] religioso y después artista. Este es un error tanto de la perspectiva histórica como del congruente desenvolvimiento progresivo del espíritu del hombre o, si se prefiere, de la razón. ¿Por qué no más bien pensar que es a la inversa, es decir, que la religión surgió del arte? Aceptemos que el teatro tiene como antecedente la danza y el canto coral. El canto es un himno; “pero el himno no es una narración a secas, como dice Hermann Cohen en su Estética, es entusiasmo, y este término significa interiorización de la deidad, este momento de la interiorización es específicamente estético y no religioso, posteriormente es adoptado por la religión”.

Pese a que el teatro griego haga bajar del Olimpo al mismo Zeus y a todos los dioses menores y los haga interesarse por las cosas de los hombres unas veces castigando a un dios menor —Prometeo — por haber ayudado a los mortales movido de un sentimiento filantrópico; otras veces, instigando a que el hombre cometa incesto y patricidio —como en el caso del rey Edipo —; pero siempre, apareciendo un dios entre bambalinas, pese a todo esto, el dios o la religión misma se convierte en materia artística, materia para ser moldeada por el artista.

Grecia es para Europa y América la maestra del teatro. En todas las escuelas, medias y superiores, se habla, se comenta y a veces se leen las obras de sus dramaturgos. En raras ocasiones, una que otra Universidad, monta la obra sin cortes, sin interpretaciones del director de escena, sin arreglos modernistas, sino en su pureza de origen, en su escenografía arcaica, en su diálogo medido, melódico y armonioso. El milagro griego se ha realizado. No todos piensas así, “el público actual no las entendería”; “serían muy aburridas”; “hay que cortar escenas que el espectador no sentiría porque no las ha vivido” …; esto dicen y más.

¿Hay una manera de resolver este problema del arte teatral? ¿Cómo debe hacerse la adaptación de una obra griega?, pero, ante todo, adaptarse ¿a qué? o ¿a quién?

Baty y Chavance hablan del “milagro griego” como del modelo del cual posteridad ha sacado y seguirá sacando las copias. Ya Aristóteles señalaba en su Poética como ejemplo de desenlace en la tragedia a Eurípides. “…yerran los que reprochan a Eurípides el hacer que sus tragedias, muchas por cierto de ellas, terminen en desventuras, que, como queda dicho, esto es lo correcto. Y sea indicio máximo el que en representaciones escénicas y en concursos, tales tragedias, correctamente hechas, resulten a ojos vistas trágicas en superlativo; y el mismo Eurípides, aunque en otros detalles no se administre bellamente, no por eso deja de parecer el más trágico, por ccierto, de los poetas” (Aristóteles. La Poética, 1453 a 25).

Las resonancias del teatro griego nos llegan. Algunos temas se repiten. Medea, de Eurípides, pasa por las manos de Séneca en la antigüedad, y en el siglo XX Jean Anouilh toma el tema de nuevo y hace su Medea.

El libro que comentamos tiene el propósito de mostrar cómo se dibujan en la evolución del teatro dos corrientes paralelas.

Una de ellas discurre desde sus orígenes y, más netamente “teatral”, o concede toda la importancia a la actuación, al ritmo, a la música, a las líneas y los colores, es decir, al actor y su espectáculo.

La otra corriente, más tardía, concede la importancia al texto, y no admite más que como accesorios los elementos espectaculares o mímicos, reduciendo el arte dramático a un género literario.

Baty y Chavance convienen en que ambas corrientes son igualmente estériles desde el punto de vista teatral.

El arte teatral alcanza toda su amplitud y llega a ser auténtico cuando las dos corrientes se emparejan, del mismo modo que la urdimbre y la trama forman el tejido cruzándose. Entonces surge el equilibrio; el texto no acapara toda la importancia, y los elementos espectaculares no impiden que el texto conserve su pleno valor.

Los autores terminan con una llamada de atención: La tarea de nuestra generación —dicen — no consiste en hacer llamear sobre la colina las piras gloriosas, sino en transmitir, a través de siglos oscuros, la humilde antorcha que mantendrá el fuego vivo hasta el día en que una humanidad mejor merezca hacerla relucir. El alma del teatro es inmortal.

¿Una humanidad mejor? ¿Es que la nuestra es decadente? Es posible que esto sea. Basta con ver la muchedumbre que se apretuja en una sala de espectáculos. Es una muchedumbre de individuos de educación, de sensibilidad, y de creencias diferentes cuyas reacciones operan a veces unas contra otras.

Jesús Zamarripa Gaitán

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