Mario Ruiz Sotelo
Emiliano Zapata es el personaje histórico más querido de México. Su imagen se descubre indistintamente en casas, restaurantes, bares, talleres, camisetas, bibliotecas, y por supuesto, en manifestaciones de protesta. Icono subversivo, se pasea como ideal colectivo, aspiración no cumplida, meta siempre por alcanzarse. En una sociedad racista, él, quien fuera identificado como un indio, nos clava a diario su mirada. ¿Por qué seguimos necesitando a Zapata? ¿Dónde radica su secreto? En las siguientes líneas esbozaremos algunas respuestas que buscan explicar tan contradictorio fenómeno. En principio podemos considerar que, si Zapata sigue hablándonos hoy, es porque su mensaje no se restringe exclusivamente a su tiempo. Mejor: que las contradicciones que denunció siguen presentes; que, en más de un sentido, nuestro tiempo sigue siendo su tiempo. Que sus verdades siguen buscando veracidad. Veamos cuáles son y cómo se fundamentan.
Zapata: Icono subversivo, se pasea como ideal colectivo, aspiración no cumplida, meta siempre por alcanzarse. En una sociedad racista, él, quien fuera identificado como un indio, nos clava a diario su mirada
El México antes de México
Zapata viene de un tiempo que nos preexiste. Anenecuilco, el pueblo originario que le dio vida, es decir, mundo de la vida,[1] forma de ser, de concebir el ser, existe antes que México, antes de la colonia española llamada Nueva España. Cuando Jesús Sotelo Inclán hurgó en los documentos que hacían ver la raíz de Zapata, encontró en ellos que la legitimidad legal se remontaba a la Corona española. Es así que, a solicitud de los propios pobladores de Anenecuilco en 1853, el Archivo General y Público de la Nación recuperó, entre otros documentos, la “Merced del virrey don Luis Velasco sobre las tierras de Anenecuilco (5 de septiembre de 1607)” y el “Mandamiento sobre tierras pedidas por los naturales de Anenecuilco” (22 de febrero de 1614).[2] Esto es, sus pobladores sintieron la necesidad de ser reconocidos legalmente como pueblo y propietarios originarios, primero ante la Corona española, después, ante el Estado mexicano independiente.
Pero no fue la Corona la que legitimó la propiedad de los pueblos, sino justamente éstos los que le dieron legitimidad a la Corona. Fue así porque los pueblos, su propiedad, su legalidad, fue construida antes de la invasión española. Cuando la Corona buscó legitimarse, expidió certificados para cubrirlos con la legislación colonial a cambio del reconocimiento al régimen establecido. De manera análoga, los pueblos buscaron proceder ante el Estado mexicano a mediados del siglo XIX, al momento de su formación. Si buscamos el verdadero contrato social que está en la base de los órdenes políticos señalados, tanto de la Nueva España como de México, no debemos acudir a Rousseau, sino a los archivos que guardan los acuerdos con los pueblos que les dieron sustancia.
Así pues, Anenecuilco, su acción política, su mundo, no sólo es originario, sino originante. Sus sistemas normativos, su forma de entender la realidad, no vienen de la Modernidad, no fueron generadas por Occidente. Por siglos, han buscado ser erradicados, aniquilados, y sin embargo, ahí siguen. Su existencia se debe a su resistencia. La mirada de Zapata viene desde allá.
El líder del pueblo
Zapata fue un líder democrático. No fue él quien se impuso en la comunidad, sino ésta la que le confirió una autoridad. No queda duda de ello cuando reconocemos cómo se constituyó su mandato:
El 12 de septiembre de 1909, los hombres de Anenecuilco se reunieron […] Llegaron de 75 a 80 hombres […] Los ancianos habían servido al pueblo lo mejor que habían podido durante años, y el mejor servicio que ahora le podían hacer era el de renunciar. […] Era necesario elegir hombres nuevos, más jóvenes, para que los representaran […] se hizo la votación y Zapata ganó fácilmente.[3]
Este breve pasaje histórico es toda una lección de filosofía política. En primer término, podemos ver la actualidad de una institución ancestral construida por los propios pueblos: el consejo de ancianos, los hue hue, una especie de senado, de aristocracia de la experiencia. Su propia sabiduría política era la que los orilló a declinar el ejercicio de su autoridad para cederla a un líder necesariamente joven, seguramente a causa de la posibilidad de un conflicto bélico que entonces pudieron vislumbrar. Es así que convocaron a asamblea, no de todos los miembros del pueblo, sino de los jefes de familia.[4] Se trata de una especie de ejercicio republicano, en el que hipotéticamente todos los integrantes del pueblo estarían participando a través de quienes hacen las veces de representantes naturales; éstos eligieron a Emiliano Zapata, entonces de 30 años. Zapata no podría mandarse solo, sino en función de los intereses de su comunidad. Tendría pues, que mandar obedeciendo. Y más: por ser tiempos violentos, tendría que estar dispuesto a sacrificarse, es decir, a arriesgar su vida, y si era necesario, a perderla. Sacrificarse: hacerse sagrado, participar en alguna forma de lo divino, de la vocación redentora del pueblo.
Una revolución con otra lógica
El rasgo más evidente de Zapata es su carácter de revolucionario. Habría que ponderar dos aspectos: la naturaleza de su lucha armada y los contenidos de sus demandas. Quizá para entenderlo nos sea útil el apelativo favorito de la prensa de entonces para describirlo: “El Atila del Sur”. Quien acuñó el término, hizo una caracterización muy ilustrativa de lo que el alzamiento zapatista significaba para la cultura política dominante. Para comenzar, habría que recordar que Atila (395?-453), caudillo del pueblo de los hunos, quien suele ser visto como una especie de representante de los pueblos bárbaros, puso en jaque al Imperio romano justo en los tiempos en que recién había asumido a la cristiandad como ideología justificadora del poder político. Es, pues, el símbolo de la barbarie que se rehúsa a lo “civilizado”, a la imposición de lo que siglos después se llamaría cultura occidental, y que, para hacerse dominante, usa una violencia, supuestamente, legítima. De acuerdo con la lógica “civilizadora”, se trataba de un bárbaro que con toda justicia debía ser eliminado. Así, para entender las razones de Zapata es necesario salirse de esa lógica, en este caso, la señalada por la occidentalización, o mejor, por su versión contemporánea: la modernización. En efecto, como hemos dicho, Zapata y su movimiento tienen una raíz no occidental, no moderna. Los zapatistas representaron esa voz que, desde laexterioridad,[5] cuestionó el proceso de modernización profundizado por la versión positivista esgrimida por el régimen porfirista. No es casualidad que, previa y paralelamente, se desarrollaran guerras de aniquilación contra los pueblos yaqui y maya, por citar solamente los ejemplos más representativos. Aún hoy, Porfirio Díaz es reverenciado por diferentes sectores, los que, implícitamente, justifican tales etnocidios aceptando la idea de que el principio modernizador requería la violencia contra ellos.
Así pues, si nos inscribimos en la lógica zapatista, la barbarie estaba del otro lado. Entendió que se enfrentaba a una especie de barbarie modernizadora, una necropolítica,[6] una administración de la muerte que no podía sino ser enfrentada por la fuerza, que sería plenamente legítima, una guerra justa. Por eso, cuando Madero se alzó en armas, en noviembre de 1910, no dudaron en hacerlo también, aunque muy pronto entenderían que el derrotero de su levantamiento debía tener una interpretación propia. A diferencia de la lucha maderista, la zapatista tenía un ingrediente anti-moderno, arraigado en causas más profundas que demandar la democracia electoral propia del estado liberal. El pensamiento revolucionario de los zapatistas estaba mucho más allá de los planteamientos conocidos por la filosofía política occidental.