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Enferma de mí: un retrato del espectáculo contemporáneo
Isabel Guadalupe Rocha Santamaría
Enferma de mí, el segundo largometraje del director noruego Kristoffer Borgli, es una comedia negra que retrata de manera cruda el fenómeno contemporáneo del espectáculo. Desde la primera escena, se puede apreciar que estamos frente a un personaje profundamente narcisista; observamos a una pareja, Signe y Thomas, ordenando una botella de vino; en el momento en que Thomas le pide a Signe salir del restaurante sin pagar, ella responde: “no puedo, todos están mirándome”.
Una escena después, vemos a la pareja en una galería donde se expone la obra de Thomas (éste es un artista cuya obra consiste en robar mueblería moderna para después exponerla detallando los pormenores del robo). Lejos de centrarse en el trabajo de Thomas, Signe habla de sí misma de manera delirante, señala que la gente le insiste en lo interesante que es su vida y que ésta merece ser contada en un podcast. A lo largo de la película, el espectador presencia una tensión permanente entre Signe y Thomas que consiste en quitarse, a cada momento, el protagonismo.
El momento clave en la trama se presenta cuando, en la cafetería en la que Signe trabajaba, una mujer sufre el ataque de un perro y es auxiliada por ella. Signe vuelve a casa cubierta de sangre, sonriendo, pues, a medida que camina, llama la atención de los transeúntes. A partir de ese momento, Signe relatará la historia de cómo “salvó la vida” de esa mujer, mostrando una interesante yuxtaposición de su visión de los hechos ocurridos y lo que en realidad aconteció. Signe resalta que las otras personas no le prestaron ayuda a la víctima aunque, en realidad, es ella quien no le permitió a nadie acercarse.
Una vez que el alboroto sobre este accidente se desvanece, Signe busca nuevas formas de atraer la atención sobre sí. Esta vez escoge una enfermedad cutánea relacionada con el uso de un medicamento ruso. Signe logra conseguir la droga que comienza a ingerirla vehementemente, obteniendo los resultados esperados, deforma su cuerpo y rostro adquiriendo una apariencia monstruosa. Mientras su cuerpo se va degradando, ella expone su rostro en redes sociales para darse publicidad.
La película cobra un sentido mórbido cuando, al tiempo que mantiene relaciones sexuales con Thomas, describe cómo sería su funeral, todas las personas que asistirían, el llanto que derramarían los dolientes y lo mucho que hablarían sobre ella.
Mientras se agrava la enfermedad, la atención hacia ella va en aumento, otorga entrevistas y adquiere una fama moderada. Mientras esto ocurre, el director nos permite ver las fantasías delirantes de Signe: sueña con que denominen a la enfermedad con su nombre, imagina constantemente las consecuencias que tendría decir la verdad, cómo su tortuosa historia podría cristalizarse en la escritura de un libro que, además, pudiera llegar al cine; quizá, siempre situada en su imaginación, ella se volvería en el rostro de la salud mental.
Hay un punto que vale la pena resaltar en la historia de Signe, el momento en que una marca de ropa inclusiva le propone ser modelo, la directora de la marca alega que se busca visibilizar la realidad que viven día a día las personas con capacidades diferentes. Este acercamiento a la moda termina mal cuando la enfermedad de Signe se vuelve “poco estética” o, mejor dicho, grotesca. El staff entra en shock cuando la enfermedad de Signe hace crisis y deja ver las secuelas más perturbadoras del medicamento. Es entonces cuando la charada en torno a la inclusión se cae y muestra su faceta más hipócrita e interesada.
La película tiene una actualidad pasmosa, particularmente si echamos una mirada a las redes sociales: cada vez se han hecho más populares aquellos videos que muestran peleas entre parejas, infidelidades, trastornos alimenticios, etc. No son pocos los lives que muestran internamientos en clínicas psiquiátricas o de adicciones. Algunos de estos eventos son orquestados por sus realizadores, pues estos buscan monetizar su vida, tratarla como si fuera un redituable espectáculo.
El espectáculo, según lo señala Guy Debord, supone una relación social mediatizada por imágenes, se toma la realidad exponiendo y potenciando ciertos elementos de ésta, buscando generar espectadores con la finalidad de transformarla en un producto de consumo; este filme sintetiza bien esta cuestión. Signe busca presentarse ante el otro como víctima superviviente de sí misma; moldea la realidad para aparecer siempre en el centro, se vuelve una empresaria de sus tragedias. Dice Debord:
El espectáculo es el corazón del irrealismo de la sociedad real. Bajo todas sus formas particulares, información o propaganda, publicidad o consumo directo de diversiones, el espectáculo constituye el modelo presente de la vida socialmente dominante.
Es revelador, al mismo tiempo que inquietante como espectador, escuchar la sala de cine reír de la psicopatía de la protagonista, se intuye que en esa película se juega algo más, quizá, constituye un espejo de nosotros mismos. Vale la pena preguntarse ¿Es la protagonista diferente a cualquier de esos influencers que va documentando su día a día? ¿Signe es un caso de excepción o es la regla en un mundo cuyo narcisismo es alentado por las redes sociales?