Homenaje a Luisa Josefina Hernández

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Homenaje a Luisa Josefina Hernández

Mucho, y con justeza, se ha dicho estos días acerca del legado que Luisa deja como maestra, dramaturga, novelista y traductora en la cultura del siglo XX. Falta mucho por decir, por ejemplo, seguir la secreta trayectoria que va desde su discreta aportación a la escuela realista mexicana del siglo XX, con la obra Los huéspedes reales, discreta en comparación con El gesticulador de Usigli, Rosalba y los Llavero de Carballido o los Signos del zodiaco de Magaña, hasta culminar con el torrente majestuoso de Los Grandes muertos, soberbio epílogo de esa escuela a la que le da fin y sentido.

Pero yo quiero, al estar aquí en mi casa entre alumnos y maestros de la facultad, dedicar mi homenaje a la maestra Hernández, mi maestra, que lo fue durante muchos años y de la que digo con profundo orgullo que, si algo bueno hice durante mi carrera y mi vida, a ella se lo debo. Deslumbrantes grandes líneas rectoras advierto en su magisterio que conocí y disfruté durante tantos años y que se pueden sintetizar en algunas de sus frases fundacionales que rescato de mis apuntes de hace sesenta y tres años: la primera “soy hija de un juez, quizás por eso siento que el creador tiene una responsabilidad moral con su sociedad”. El alpha de la acción dramática es el texto, claro, pero el omega es el efecto en la audiencia y eso implica una responsabilidad moral insoslayable ¿Le permite purgar sus emociones con una catarsis? ¿Se ha enriquecido con información relevante para el manejo de la realidad? ¿Ha encontrado figuras de identificación que le permitan explorar territorios de su alma y de su experiencia?  De estas contundentes afirmaciones, nació mi trabajo en los medios masivos del entretenimiento con un beneficio social conocido en el mundo como Entertainment Education. Otra línea rectora de su discurso, una más entre muchas: el creador debe ser valiente, tener capacidad de compromiso consigo mismo, con su obra y con la audiencia a la que se dirige. Cuando le confesé que yo no podía escribir como los autores de la escuela realista como ella, Rodolfo Usigli, como Carballido mi amigo y maestro, me dijo: adelante, busca tu propia forma, tu propia manera, tu forma personal de creación. De ese enorme respeto a cada uno de sus alumnos quiero hablar hoy.

Rodolfo Usigli era mi tío así que cuando terminé la preparatoria le dije entusiasmado: “voy a entrar a la Facultad de Filosofía para tomar tu Seminario”. Me contestó con esa sonrisa agridulce que tenía: “pues ya no lo voy a dar y en mi lugar se queda una brillantísima alumna mía: Luisa Josefina Hernández” y se soltó, cosa rarísima en él, diciendo una serie de halagos para Luisa de forma tal que yo me fui formando una imagen de una matrona de 50 años, doctoral y autoritaria. Era el segundo año de Ciudad universitaria y nadie sabía exactamente en qué salón estaba, qué maestro le iba a tocar ni en qué salón estaba qué materia. Yo sabía que el seminario iba a ser en el Anexo número 2 ¿qué era eso? ¿El anexo 2? ¿Y dónde estaba? Hasta que finalmente llegué. De hecho, era y ha continuado siendo un pequeño almacén de papelería debajo de las anchas escaleras. El salón más surrealista que podía darse porque tiene como techo el revés de la escalera, lo que lo vuelve absurdo y encantador al mismo tiempo. Un lugar totalmente inusual y fuera de todo mapa. Llegué corriendo. Solamente estaba una muchacha muy guapa sentada fumando tranquilamente y viendo por el enorme ventanal. Le pregunté sin aliento, “¿Este es el Anexo número dos?”  Ella volteó a ver al techo y dijo sencillamente “Sí”. Desde ahí se veía un hermosísimo patio de césped con una asombrosa pared de lava como gran protagonista del espacio. De repente me preguntó; “¿tú crees que haya ratas bailando en esta pared?” Me volteé asombrando y le dije entre escandalizado y alarmado “Oye qué pregunta es esa tan rara”. Me contestó muy tranquilamente, “Es que soy escorpiona”. Yo abrí los brazos y grité: “Amiga querida yo también. Y los otros pinches signos nos han hecho una infame campaña de desprestigio”. Y la abracé con el ímpetu de mis 18 años pensando qué era una alumna como había cientos en la facultad. Desde ese momento fuimos amigos. Años después entendí la pregunta al leer su magnífica novela El lugar donde crece la hierba, que termina diciendo: “las ratas bailaban como niñas, como locas, como hadas”. En ese momento, asomó la cabeza Ema Teresa Armendáriz y preguntó muy correcta ¿la maestra Hernández? Ella asintió. Y yo dije, “híjole, otra metidota de pata, pero ya ni modo. ¿Cómo estás Luisa? soy Miguel Sabido, tu alumno escorpión”. Ella contestó sonriente: “Mucho gusto soy Luisa Josefina Hernández tu amiga escorpiona”. De ahí en adelante empezaron los siete años más intensos, más productivos y deleitosos de mi vida académica. Los viernes la recogía en su casa de Tlaxcala, veníamos a CU, el seminario era de seis a ocho y de regreso a la colonia Roma Sur. Qué infinito privilegio: cuatro horas con Luisa Josefina Hernández. En cada uno de esos años presenté un trabajo que habría de continuar el resto de mi vida.

Empecé a dirigir en el mítico Teatro del Caballito y se me ocurrió la idea de poner el cuento de Juan Rulfo “Anacleto Morones”. Un día, con la mayor desfachatez, le pedí en el Centro Mexicano de Escritores que me hiciera la adaptación. Asombrosamente, la hizo. Maravillosa; y del propio Juan Rulfo.

Pero me faltaba la segunda parte del programa. Muchos investigadores han querido explicar el fenómeno milagroso de la explosión del Teatro Universitario en las décadas de los 50, 60, 70 y 80as. Yo, que lo viví en carne propia, puedo decir que uno de los factores fundamentales fue Luisa, pues por aquel salón pasaron Héctor Mendoza, José Luis Ibáñez, Juan Ibáñez, Martha Zavaleta, muchos protagonistas de ese momento excepcional del teatro universitario de la UNAM que triunfó en el mundo entero. Otro factor fundamental fue el uso del collage teatral. El primero que yo recuerdo lo hizo en Guanajuato el rector Armando Olivares con los famosos entremeses, que se siguen representando hasta la fecha. El segundo fue el de Poesía en voz alta, dirigido estupendamente por Héctor Mendoza. La autoría se discutió mucho en su momento ya que Octavio Paz, Juan José Arreola y el propio Héctor Mendoza la daban como suya. Meses después, en 1955, me tocó ser miembro fundador del grupo “Teatro en Coapa” en el que Héctor Azar realizó el primero de 27 espléndidos collages para preparatorias. El asunto era que en ese momento privaba la escuela realista de teatro de dramaturgia encabezada por Rodolfo y sus alumnos. En sus espléndidos textos como El gesticulador, Rosalba y los llaveros, Los signos del zodiaco, Los huéspedes reales de Luisa, utilizaban la acotación heredada del realismo europeo. El director tenía que someterse a esas acotaciones, a esos límites. Pero cuando apareció el collage teatral, desparecieron las acotaciones. El primer programa de Poesía en voz alta, que se integraba con poesía y música del Renacimiento, incluía un fragmento del Alcalde de Zalamea, otro más de la farsa medieval Susana y los viejos y un fragmento de García Lorca de De Aquí a que pasen cinco años, todo ello unido por figura de un juglar, que era Arreola y los hermanos Alatorre con sus esposas cantando música del Renacimiento ¿Cómo iba a haber una acotación ahí? Y lo mismo pasaba en Guanajuato y en Coapa cuando Héctor Azar reunió un fragmento de El libro de buen Amor con un entremés de Cervantes y Romances viejos españoles, todo unido por la música de Mariano Ballesté. Yo tenía 17 años e inmediatamente me di cuenta de lo que implicaba la desaparición de las acotaciones por la furia que provocaron en Rodolfo estos maravillosos espectáculos fundacionales del teatro universitario. En la comida dominical, decía pestes de ellos y yo me quedaba calladito porque Rodolfo era otro escorpión beligerante. Empecé a dirigir en el Teatro del Caballito. Se me ocurrió la magnífica idea de poner Anacleto Morones de Juan Rulfo. Con la desfachatez de mis veinte años le pedí que me hiciera la adaptación. Asombrosamente aceptó, aunque no puso una sola acotación y yo tuve que inventar la escenografía, el vestuario y la utilería. Sin embargo, era muy corta: tenía que completar el programa. Yo había presentado en el Seminario mi Teoría del tono en el teatro. Lógicamente intenté hacer mi propio collage basándome en ella y estableciendo un esquema tonal contrastante.  Pues lo hice. Tomé como punto de partida Las danzas medievales de la muerte y luego fui insertando pequeños episodios con un tono específico, unidos todos por la figura de la muerte y de un bufón escandaloso y obsceno que, por cierto, años después fue el respetable director de la Biblioteca central José Adolfo Rodríguez. Uno de los episodios de collage era la violentísima muerte del rey que lo mataban a patadas sus cortesanos; otro, el lirismo extremo de las décimas de la Décima Muerte de Villaurrutia convertidas en un acto erótico entre el poeta y la muerte; otra más, la bullanguera muerte de la Tres Pelonas usando su famosa canción; la última, los bellísimos diálogos de Neruda de Peleas y Melisanda con la deslumbrante Laura Oseguera, alumna de la Facultad que también anda por ahí. Al final, todo terminaba con la Tocata para instrumentos de percusión de Carlos Chávez en una danza frenética de todos los personajes. Estrenamos en el Caballito. El cuento de Juan Rulfo fue ovacionado. Todo el mundo se levantó a gritar bravo.  Pero al llegar la segunda parte, mi amado collage de Las danzas de la muerte las reacciones del público fueron divididas y opuestas. El gran autor Sergio Magaña y el respetado crítico Antonio Magaña Esquivel se salieron ostentosamente a la mitad del espectáculo. La mitad del público no solamente no aplaudió, sino que, inclusive, nos abuchearon, pero los que se quedaron, como la China Mendoza, Miguel Guardia, Fernando Benítez, José Solé, aplaudían entusiasmados.

Todos mis compañeros del Seminario, y Luisa, claro, habían ido a la función. En la siguiente clase, alguien me dijo: “Oye, felicitaciones por lo de Rulfo y tus danzas de la Muerte…pues…” — y antes de que terminara otra gente dijo: — “eso no es teatro”. Luisa sonrió y dijo: — “¿por qué no? tiene personajes escenografía, vestuario y la mayor peripecia que puede pasarle a un ser humano es pasar de ser vivo a muerto.  Bueno, vamos a empezar. El año pasado lo dedicamos a los géneros teatrales según Aristóteles y Erick Bentley, este año voy a pedirles a cada uno de ustedes que analicen un grupo de obras a las que convencionalmente vamos a llamar paradigmas. Estas obras comparten ciertas características que yo quiero que ustedes encuentren y analicen”. — “¿Por ejemplo?” — preguntó Guillermina Bravo, otra escorpiona deslumbrante.  Luisa contestó: — “La tragedia griega, ¿cuáles serían las principales características que comparten?”. José Luis Ibáñez aventuró: — “¿la estructura, maestra?” — “Claro — dijo Luisa —, la estructura formada por la alternancia del estasismo y el episodio. El personaje trágico comete una hamartia que se podría mal traducir como pecado o falta; todos tienen un coro que le confiere majestuosidad al texto con sus reflexiones sobre el mundo y el papel del ser humano en el concierto universal. Todas presentan, según Aristóteles, un proceso de orden, desorden, orden del cual la realidad surge renovada. Todas partieron del sacrificio del chivo expiatorio, tragodoi, todas usaban máscaras de más de un metro y altísimos coturnos de medio metro para actuar frente a 14,000 espectadores. Todas eran actuadas por hombres y el gasto de producción lo pagaba un funcionario público, el arconte. Pero, a ver, ¿quién quiere averiguar otras características más cercanas a la puesta de escena y al efecto que esta podía causar en los 14,000 espectadores de templos teatros como Epidauro y Taormina?”.

Emma Teresa dijo: — “yo como actriz, me interesa mucho averiguar todo ese tema de por qué la tragedia griega solamente trabajaba con hombres”.

— “Bueno — dijo Luisa —, la tragedia griega, la tragedia isabelina…” — y yo metí mi cuchara y dije — “y las representaciones rituales prehispánicas”

“Eso no es teatro” — dijo alguien, no voy a decir el nombre, airadamente.

Siguió Luisa: — “Tenemos también el auto sacramental: de los sencillísimos autos españoles del siglo XV ¿cómo van a surgir y por qué van a surgir los esplendorosos endecasílabos de Calderón de la Barca? Y el que quiera averiguarlo tendrá que contestar la pregunta: ¿Podríamos considerar a los autos sacramentales como teatro didáctico o tendría que ser un género aparte? Y eso claramente nos llevaría a otro paradigma, el del teatro evangelizador en Náhuatl en México, pero, a ver, ¿quién va a querer presentar el auto sacramental? ¿a quién le interesa estudiarlo?” Rubén Broido preguntó haciendo una broma de la que nadie se rió.

— “¿yo puedo hacerlo, aunque sea judío?”

Luisa asintió y entonces Rafael López Miernaux dijo: “Luisa, yo querría hacer el realismo europeo” — y alguien por allá contestó — “y de paso dirigirle a Emma Teresa, Hedda Gabler”. Todos nos reímos porque Emma Teresa era su esposa y ambos habían organizado una asociación civil, Teatro Club como Álvaro Custodio Teatro español de México, Seki Sano Los trece, Gurrola estudio G, yo mismo Teatro de México. Asociaciones que le dieron un gran vigor al teatro mexicano de la segunda mitad del siglo XX.

Emma Teresa entonces se dirigió a Luisa — “¿se puede considerar un paradigma al realismo mexicano?” — Y Luisa contestó: “sí claro, estaría Usigli a la cabeza con obras como El gesticulador y Un día de estos”.

Alguien agregó: — “Otra primavera, La familia cena en casa”.

Luisa asintió — “Carballido con Rosalba y los Llavero”

Guillermina Bravo intervino: — “Rosalba eres tú, ¿no?”

Luisa sonrió abiertamente: — “Rosalba es Rosalba, un magnífico personaje ficticio”.

— “Y Magaña con Los signos del zodiaco”.

Entonces Guillermina dijo: — “Y en esa escuela andas tú también, Luisa”.

Luisa contestó: — “Pues yo entro y salgo.  Aunque sí, claro, por Los Huéspedes Reales y Los frutos caídos se me puede incluir en él. Sí, todos tratamos muy específicamente de reflejar la realidad mexicana.  Casi siempre la de la provincia”.

Héctor Acosta dijo: — “Pero tendríamos que incluir también en ese paradigma a Luis G. Basurto con Cada quien su vida”. Todos soltamos una carcajada, porque la obra de Basurto dirigida por Alejandro Jodorovsky había desatado una polémica feroz meses antes entre Carlos Solórzano, maestro emérito de la Facultad y Basurto.

“Pues sí, — contestó Luisa —, polémicas aparte, Basurto pertenece al paradigma del realismo mexicano. Y hay que advertir que cuando uso la palabra paradigma me estoy refiriendo a un grupo de obras pero que se está moviendo, no es estático, comparten algunas características y, sobre todo, su efecto en la audiencia que es lo que me interesa que tratemos este año”.

Entonces llegó uno de los momentos más fundamentales de mi vida, alguno que no les voy a decir el nombre preguntó con retintín,

— “¿Y el programa de Sabido?”

Luisa contestó con naturalidad: — “la primera parte, Anacleto Morones, obviamente pertenece al más puro realismo mexicano. La segunda parte, podríamos calificar tentativamente como el collage universitario, sería un paradigma en proceso de construcción”.

— “Claro que se puede definir, maestra, dijo la persona que no voy a mencionar, lo que hizo Sabido pertenece al paradigma de la más absoluta estupidez”.

Literalmente yo sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas. Todo el mundo lo miró sorprendido por lo ofensivo de su tono. Luisa tomó aire y contestó con una suma dignidad:

— “Mire usted, estamos en este Seminario para ver si con mucho esfuerzo y trabajo podemos escribir una obra que logre que el público tenga una sana catarsis o bien que sea un espejo en el que contemple su propia realidad: un teatro útil que le sirva al público para encontrar respuesta a sus preguntas. Miguel está tratando de encontrar su propia forma de realizar esa tarea, Somos universitarios todos y tenemos la obligación de ayudarnos y no venir a asesinarnos en el Seminario. Aquí no se trata de destruir, se trata entre todos de construir con espíritu universitario. Su crueldad no tiene cabida en este salón, le voy a rogar que abandone el seminario y no regrese. Tiene usted su crédito desde ahora, pero le pido que no regrese”.

Y se fue y no regresó.

Y yo les pregunto a ustedes, alumnos de la Facultad.

¿Cómo no respetar infinitamente a la maestra Luisa Josefina Hernández?

 

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