Neobarroco como americanidad

Alberto Paredes

Hace algunas décadas —el siglo pasado— tuvimos el auge del “neobarroco latinoamericano”; se habían conjuntado el apogeo del boom con el surgimiento de nuevas escuelas teóricas de críticos y profesores. Era el placer, por parte de éstos, de rotular con etiquetas a la moda.

  ¿Cuántos neobarrocos hay en el continente americano? No veo por qué excluir a priori las literaturas de los EUA y Canadá, pues cada autor señero tiene su modo de rizar el rizo y ser virtuoso en la artesanía retórica. Pionero, el estilo voraz y aglutinante, pleno de osadía, de Miguel Ángel Asturias, desde las Leyendas de Guatemala —el autor contaba 30 años—, pasando por la madurez del Señor Presidente y concluyendo con sus riesgos e innovaciones narrativas de su última época, una vez obtenido el Nóbel. Pues la multitud de países hispanoamericanos tienen como ingrediente esencial en su especificidad frente a España y Occidente en pleno su ser barroco; dicho de esta manera:en la compleja operación intelectual y cultural que es la invención de América, la orientación barroca es justamente eso: un viaje de lo imaginario en busca de su propio oriente; el continente mestizo hispanoamericano —con sus raíces indígenas y africanas incorporándose al trasplante de lo europeo católico— encontró su luz matinal en la filosofía estética del barroco. Nunca estará de más apoyarse en las sentencias de Lezama Lima: “Repitiendo la frase de Weisbach, adaptándola a lo americano, podemos decir que entre nosotros el barroco fue un arte de la contraconquista”.1 Lezama está aludiendo al título del historiador de arte Werner Weisbach: Der Barock als Kunst der Gegenreformation (“El barroco como arte de la contrarreforma”) originalmente aparecido en 1921.

en la compleja operación intelectual y cultural que es la invención de América, la orientación barroca es justamente eso: un viaje de lo imaginario en busca de su propio oriente

  Existen entonces los “estilos de ser barroco de una nómina de ases cubanos: alguien dirá que debemos remontarnos al Espejo de paciencia (1608) pero baste enumerar junto al propio Lezama a Virgilio Piñera, Carpentier, Sarduy, Cabrera Infante, Arenas… será una zambullida en el prodigioso mar Caribe literario, tomando como puerto de salida La Habana; la zona de inmersión propone sus coordenadas, para decirlo con los viejos cronistas de Indias, un “triángulo de prodigios, fenómenos y excesos nunca antes vistos”. Tres puntos angulares: el primero, el barroco —ctónico, religioso, visionario— de Lezama, otro, el de Carpentier —fábulas de perplejidades y convicciones fruto del mestizaje entre el espíritu de la Ilustración francesa y el telurismo y fe latinoamericanos—; el tercer ángulo de inquietudes tiene su mojón en la rebeldía a ultranza de la prosa, tramas y figuras de Arenas. He ahí una triada de diversos, poderosamente expansiva.

  Fuera de Cuba, en el continente, digamos al menos los nombres de Martín Adán, Mujica Lainez, Di Benedetto; el Palinuro de Del Paso; la lúcida exuberancia verbal en la poesía de Efraín Huerta; el delirio de la Muerte sin fin, la lógica de imágenes y símiles en Gonzalo Rojas. La tarea es amplísima. Borges, siempre Borges, sorprendente y clásico a la vez.

  Enfoquemos de esta manera la riqueza estilística de los grandes novohispanos y peruanos del tiempo colonial, por caso, la fuerza creativa de la prosa de Concolorcorvo y de Sarmiento. De esta forma, el hipotético Tratado general de los barrocos americanos haría justicia al Nuevo Mundo de las letras en español. Obviamente, estarían creadas las premisas para comprender de esta manera la peculiaridad genésica de Darío, sofisticado y primitivo a la vez, esteta, frívolo, melancólico y confesional.

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En común: la hoguera verbal, la fuerza prácticamente biológica, natural, de la palabra. Haber recibido este continente, que va del mosaico nativo de los rarámuri y tainos a los mapuches, una lengua impuesta, trasplantada y tomarla con tal fuerza que pocos siglos después es la palabra de estos pueblos y sus artistas, no escindida de las fuerzas vitales. “Mostramos la mayor cantidad de luz que puede, hoy por hoy, mostrar un pueblo en la tierra”.2 Escribe con júbilo Lezama en “enero y 1960” para concluir que su ensayo es una fundación: “A partir de la poesía”. El 1930 de las Leyendas de Guatemala vio surgir, impetuoso, el géiser imprevisto de las vanguardias. Tiempo en que Vallejo está en París y se ha afiliado al Partido comunista, Altazor aparece finalmente, después de tanta espera, en 1931, Girondo madura en fértiles osadías y experimentos. La forma en que Asturias, con sus Leyendas, empieza a ser aborigen y autóctono, literato-antropólogo, incide en una afinidad imprevista con el cosmopolitismo urbano de los versos vanguardistas, rebeldes a la tradición métrica. Asturias también estaba en París.

  Es, ciertamente, una conquista estilística el impulso básico de los neobarrocos americanos. Conquista de la lengua del antiguo conquistador. Algunos gestos y recursos: sincretismos, tropos como parte esencial del discurso denotativo o descriptivo, placer de osadía verbal (gozo de lengua, diría Barthes), autoctonía revisitada, con pasión y sin solemnidad cívica (son los años de las ideologías nacionalistas); fe en lo nuevo, es decir: amalgama entre lo autóctono popular y la experimentación expresiva típica de los ambientes cosmopolitas y euro-fílicos. Repudio de los chauvinismos y patrioterismos. Con lo que este contingente de autores es inevitablemente crítico de los programas ideológicos de Estado. Su pasión es su identidad americana y su fobia por los nacionalismos ideológicos.

  Cornucopia, por supuesto. Raíz del boom. Y fueron demasiados los que se creyeron llamados; pues las fuerzas estilísticas contienen su propio tóxico. “Yo diría que barroco es aquel estilo que deliberadamente agota —o quiere agotar— sus posibilidades y que linda con su propia caricatura”. Así empieza el segundo prólogo (1954) que Borges redactó a los sorprendentes ejercicios de 1935 titulados, golosamente, Historia universal de la infamia. Y caricaturistas hay a pesar de sí mismos y sus lauros, tomando poses “omnífagas” y “totalizantes”: de Fuentes a Bolaño, y tanta descendencia de nuevos escritores excesivos, ya sea en el registro telúrico o social comprometido, o “post-moderno”, “neo-fantástico”, “minimalista”, “carnavalesco”, etc. Todos los estilos y escuelas contienen la trampa de sus excesos y abusos; los del barroco son particularmente notorios, con una perfidia: cualquier mueca, conjunto de tics o grotesco3 pueden pretenderse obra maestra y genial osadía —sobre todo para quienes viven de modas y oportunismos sin médula, incluidos los mecanismos de premiación de los grandes consorcios editoriales—. Pues bien que está habiendo un lugar, y no secundario, a lo excesivo sin sustancia.

  Mas es mucho lo valioso. El factor común: la exaltación. Escriban lo que escriban y por sombrío que sea el desenlace de su fábula y destructivo el sino del personaje, la exaltación los impregna. Nada está perdido cuando un exceso vital ha animado la aventura del texto. Pensemos que es así incluso en el caso de la desdicha o desquiciamiento en que paran los héroes de tres argentinos profesionales del delirio: Sábato, Mujica Lainez, Di Benedetto.

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Asturias ya había mostrado el camino y lo legitimaba desde su consagración en Suecia. 1967 es el año en que recibió el Nóbel; mismo año en que el joven García Márquez se volvió un meteoro con sus Cien años de soledad. La “Leyenda del Cadejo”, perteneciente a las Leyendas de Guatemala, brilla como un emblema. “Cadejo” o las bodas americanas entre lo canónico, lo religioso incluso, con lo priápico que no escatima ostentarse. No vergüenzas sino exuberancia: tal la contraseña de los neobarrocos. Florida, estación de la milenaria lengua española; el breve relato acepta su desenlace mortuorio, pero al mismo tiempo lo impregna de júbilo: “[…] en su tumba […] florecían rosales de palabras blancas”4… o ver así a las religiosas en clausura: “las monjas —rosales ambulantes—” y… una imagen que hubiera divertido a Sor Juana: “las mejillas —alfileteros de lágrimas—”. Si, según la idea común, la literatura española es de vocación realista y con los pies en la humilde y firme tierra, y la hispanoamericana se va a las antípodas mostrando debilidad por “la loca de la casa”, entonces la energía creativa del joven Asturias concilia ambos vectores: “Pero el sentimiento de su cuerpo florecido después de la muerte fue dicha pasajera”.5 Hay una forma en que podemos situarlo como el último grande del viejo regionalismo de aliento telúrico, cosa ciertísima, como también su complementaria: culmina un tiempo estilístico porque inaugura un nuevo presente: la vigorosa modernidad de los grandes narradores de la segunda mitad del siglo XX.

  No es baladí que la imagen de “Cadejo” sea floral. La rosa es el cultivo emblemático del primer barroco. Su lujo fugaz, su exuberancia de un solo día. Imposible desoír la voz thanática, son dichas pasajeras. El joven aspirante a escritor latinoamericano —en París— lo descubre, y al saberlo inicia su madurez. Eros es Thanatos; y, sin embargo, florece. Instante, fugacidad que es la belleza de un fuego fatuo. Son las décadas en que los novelistas del continente no pueden dejar de embeber la pluma en las cloacas y zahúrdas de tiranías y masacres sociales, la bota militar reprime por doquier como viento de maldición bíblica. Ésa es la materia terrible y necesaria de nuestros grandes narradores, y sobre ella imponen la contraconquista del vigor del verbo insubordinado y fértil. El joven Asturias fue capaz de decir: En su tumba florecían rosales de palabras blancas.

Notas

1 José Lezama Lima, “La expresión americana”, p. 303.

2 J. L. Lima, “A partir de la poesía”. 

3 Género o recurso originado por el Renacimiento y Barroco italianos: en plural, en italino, «grottesche».

4 M.A. Asturias, «La leyenda del Cadejo», pp. 105-109.

5 Idem.

Bibliografía

ASTURIAS M., A., «La leyenda del Cadejo», en Leyendas de Guatemala, Madrid, Cátedra, 1995, pp. 105-109.

LEZAMA Lima, José, “La expresión americana” en Obras completas, Tomo II, México, Aguilar. 

——————, “A partir de la poesía”, en Las eras imaginarias, Madrid, Fundamentos, 1961.

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