La Llorona (2019, Jayro Bustamante), o la justicia y los espectros de la memoria
Néstor Alacoque
Antonin Artaud, en su estancia
en el país de los mexicanos,
entendió a Moctezuma
como la figura en la que
se agolpaban múltiples presagios:
entre avistamientos, incendios, relámpagos,
un pájaro con cabeza de espejo
reflejando jinetes a venados sin cuernos
capturado en el lago de Texcoco, y
por supuesto, un ánima de mujer que
de vez en vez, en las calles de la
capital imperial, dejaba escuchar
su lamento invocando a sus hijos
y a dónde habrían de ir a parar.
Moctezuma es la figura
de la revuelta de los vencidos,
es la figura del presagio de una
revuelta perpetua de los pueblos
en contra de la dominación occidental.
El deslave del tiempo se acompasa, por un lado, del olvido, que nunca es llanamente borradura; por el otro, del desahogo de los procesos cargados de fuerzas que detuvieron y enquistaron los clamores de justicia. La larga distensión del tiempo en la que parece estar atrapada la justicia para los pueblos, su sucesión indiferente, el aplastamiento de los ímpetus que irrigaban de indignación y de coraje su conciencia, o se apela a que sea corroído por el tiempo, desparramado en virutas de una memoria desmembrada o a que ese afecto político por excelencia se enquiste y termine clavando sus espolones sobre sí mismo, dando lugar a un sector social resentido, desmemoriado, indolente y cegado por la agresividad. Es otra más de las formas de despojo: el despojo de la memoria. El despojo del llanto, del alarido y del aliento. Así se hace del silencio una parálisis y una ámpula, y de la memoria un ovillo individual, atomizado, enclaustrado. Es la conciencia despolitizada, sin duda. Pero el llanto y el alarido, el clamor ante el oprobio, es un deseo que atraviesa los estancos del tiempo y las capas de la memoria, no pudiendo ser ya sino un tenor público, un rumor inquietante, para el que no existen paredes, escuchado en las fosas de nuestro corazón. Es ni más ni menos que el sufrimiento insumiso que no pudo ser reprimido ni ahogado. Y que entre niebla, visiones y sollozos fantasmáticos se enzarza sobre la conciencia tranquila y satisfecha. Nosotros apelamos a la memoria indómita y al sufrimiento insumiso.
Con un ligero velo, apenas sombrío, sin cruzar el umbral del horror sobrenatural, o más aún, poniendo el acento de que en esta tierra de Abya Yala, en el Anáhuac, en el Mayab, y lo que posteriormente identificaríamos como la América Latina, lo sobrenatural del terror es cotidiano, tan cotidiano como la realidad aplastante, Jayro Bustamante, guionista y director guatemalteco, nos entrega su tercer largometraje intitulado La Llorona (2020), en el que ensaya una relectura, con un gran calado político, de la leyenda del ánima de la mujer en pena que lanza gritos lastimeros buscando a sus hijos. Como el mismo Bustamante lo ha indicado en diversas entrevistas, La Llorona compone el tercer elemento de un tríptico con sus dos predecesoras, Ixcanul (2015) y Temblores (2019). Y es que, en efecto, si bien no estamos ante una trilogía porque no hay continuidad en la historia; a mi juicio, sí hay un hilo conductor que las entrelaza. Las tres cintas abordan su cuestión desde un ánimo de denuncia. Son retablos de realidades en las que fermenta la opresión y la humillación se perpetúa. Quizá, en parte por su formación afrancesada, Bustamante sucumbe a la reflexión de las relaciones de dominación sobre la base de los petits pouvoirs. Asume una postura crítica contra la marginación y exclusión de los grupos indígenas, y su agravamiento cuando quienes están en cuestión son mujeres, otro tanto revisa la pobreza, otro tanto la exclusión y subnormalización de los homosexuales, y la contracara de esta madeja, la complicidad de los agraviados que colaboran en silencio reproduciendo el régimen de dominaciones. No obstante, me parece, hacia el tercer film se da una recomposición de las piezas. Sin desechar las petites exclusions teorizadas por el análisis respecto de la sociedad postindustrial (M. Foucault paradigmáticamente), el film vuelve a insertarlas como armónicas y necesarias a la lógica del gran capital, y lo que es definitorio de la cinta, exhibe que la brutalidad, el horror de sus crímenes y las componendas de su ley, su doctrina belicista de conquista y rapiña, para el mundo de las periferias globales, se traducen en el terror de la experiencia cotidiana, ante la que, por supuesto, cualquier leyenda o relato de espantos constituye la textura más tersa de la realidad. Está presente, pues, el carácter morboso de la impunidad, y, de menos esbozada, la explotación sistemática y la concentración de la riqueza; las clases dominantes adueñadas, mediante el hurto y el exterminio, de los recursos del territorio para desposeer a los pueblos trabajadores; el usufructo de las estructuras del Estado por las oligarquías foráneas y vernáculas para establecer técnicas de sometimiento en nombre de la autonomía del yo y la libertad de mercado; el racismo atávico heredado de la colonización como proceso de explotación capitalista; la barbarie que ha representado la imposición del modelo de negocios llamado neoliberalismo; el paramilitarismo, que aunado a lo anterior, no significa más que las operaciones de intervención extranjera para achatar a la insurgencia; así como la instrumentación de la indolencia, el enmudecimiento y el olvido para perpetuar el cruento orden vigente. Pero simultáneamente, está presente la memoria incontenible que es la memoria de los pueblos, inseparable de su reclamo férreo de justicia; y engarzando todas las cuentas, el “fantasma del comunismo”, tan repudiado por las oligarquías y usado como bandera retórica contrainsurgente y antiemancipatoria. Rodada en un municipio sureño a la ciudad capital, Ixcanul practica el paisajismo en las faldas desérticas del volcán Pacaya. Hablada en Kaqchikel, que es el idioma de los mayas Ixil, la película centra su foco en la orfandad automática que deriva de pertenecer a una nación indígena y, en específico, ser una mujer que habla su lengua materna ignorando el castellano. Además de cargar con la ignominiosa, entre los criollizados o los ladinos blanqueados, mácula de ser ‘indio’/’india’, compartir un destino de pobreza, de aislamiento, de exclusión de derechos, de burla, y de subordinación permanente entre los criollos y, peor aún, entre los indios petulantes que se presumen blanqueados. En Temblores se recrea el nido de una familia pudiente, blanca, capitalina, y acérrimamente cristiana evangélica, que tiene que lidiar con el ‘percance’ de la homosexualidad pillada del más ejemplar de sus hijos. La película hace un recorrido por el camino tortuoso de rechazo de una familia conservadora y dogmática, reflejo de una sociedad careada en la que las élites blancas que se han hecho con el poder a lo largo de los siglos, han buscado a toda costa encumbrar su ideología racista, clasista y heteronormativa apacentándola en una rígida exégesis de la contrición y la naturaleza del cuerpo de acuerdo al prontuario literalista bíblico, y de la ejecución de técnicas represivas que van desde el uso de la legalidad, el enfoque sancionador de la fe, hasta “terapias de conversión” (con un costo monetario elevado, lo que muestra que es un jugoso negocio) implementadas por el servicio religioso.
El nervio crítico de La Llorona es la comparecencia ineludible ante la justicia y la cortedad de la ley. O dicho con más precisión, si la ley es implacable, aplasta con todo su aparataje hasta aquel que la desconoce, aun con sus erratas procedimentales y su formalismo a menudo obtuso, o estrechamente a causa de ello, de la justicia se es inescapable. La ley puede incluso esquivar la justicia, su diseño institucional fraguado para servir a los intereses de la clase dominante lo prueban cotidianamente, pero la justicia no puede ser esquivada… si acaso, sólo postergada. La película se sumerge en las entrañas del reclamo incesante de justicia de un pueblo avasallado por la brutalidad del Estado liberal capitalista guatemalteco que, pese a tener una población mayoritariamente indígena, se reviste de una configuración profundamente racista (digamos que no incumple las premisas estatutarias del Estado liberal-burgués). La cinta recrea, sin deslizarse en el análisis documental[1] o reducirse al relato biográfico, en específico, el clima político en torno al (fallido) proceso judicial del General Enrique Monteverde (reminiscencia del dictador de la República el General Efraín Ríos Montt entre 1982-1983), la intimidad de su residencia en los últimos días de su vida y el clima de impunidad en una sociedad carcomida por la voracidad de los magnos terratenientes y las corporaciones industriales trasnacionales de la mano del terrorismo de Estado.
De ahora en más todo es un caudal alucinatorio, trastornos de sueño, tribulación, pesadilla, paranoia, voces, visiones, turbación… excepto remordimiento, a lo sumo embotamiento de los sentidos y quebranto somatizado. El primer acento de la cinta muestra una especie de ritual invocatorio o una sesión de espiritismo conducida por la esposa del General en una reunión entre mujeres. Abre así una zanja por la que ha de correr el río de espectros, lindes alucinatorios y de terror, cuando el terror y la alucinación no son sino la crueldad ordinaria de la realidad.
ーFue ellaー, aseguran sobresaltadas las mujeres de la servidumbre, hablando en Kaqchikel, de modo que nadie de entre los patrones comprende.
ー¿Él la escuchó cerca o lejos?
ーCerca de su oído.
ーEntonces ella no está cerca.
El General había tenido un sueño deficiente o más bien un sueño interrumpido por el sollozo y el llanto de una mujer oculta por la oscuridad de la noche. Su Juicio sería celebrado a la mañana siguiente en la Corte; pero esta noche, seguro de que ese llanto provenía de una mujer guerrillera que se había infiltrado como espía en su casa, deambuló él mismo, con una pistola en mano, para encontrarla.
Desde la primer Guatemala independiente de la colonial, dedicada a producir café en las expropiadas «tierras de indios», pasando por las concesiones dadas por el gobierno a las compañías extranjeras para explotar la tierra (una paradigmática es la United Fruit Company), hasta el estallido de una guerra civil que se prolongaría por casi cuarenta años, la disputa central, como en el resto de países latinoamericanos y empobrecidos de la periferia que comparten un pasado colonial, es la disputa por el territorio y la extracción de los recursos, así como la infravaloración del trabajo, enmarcado todo ello, en una escena de sojuzgamiento racial primordial. No es casualidad que ya sumergido en la Guerra Fría, Washington, con su brazo militar y de intelligentsia, auspicie un golpe de Estado para derrocar al presidente guatemalteco Jacobo Arbenz en el año de 1954 quien preparaba una reforma agraria que le costaría las concesiones y la expulsión del país a la United Fruit Company. No se dice gran cosa al respecto pero, incluso antes que el brutal asesinato de Salvador Allende en Chile en 1973, tras la caída de Arbenz, en Guatemala comienzan a implementarse, de manera embrionaria, si se quiere, estrategias de neoliberalización de la economía asesoradas por el Banco Mundial. Así, como un eco de la Guerra Fría, la guerra civil guatemalteca comienza como una política de Estado contrainsurgente de todos los focos revolucionarios o “comunistas”. Había que impedir que de este lado del globo el “comunismo” pusiera sus manos. Con el triunfo de la revolución cubana en 1959 tras cinco años de lucha se azuzan más los ánimos. En Guatemala, en 1960, se prohibió el partido comunista y la participación política a líderes de izquierdas, lo que llevó a una agrupación de la guerrilla con miras de asaltar el poder por la fuerza. Para ese entonces el intervencionismo de la agencia de intelligentsia norteamericana (CIA) en la colocación de mandatarios a capricho, la enseñanza de estrategias militares contrainsurgentes en la Escuela de las Américas en Panamá, el posicionamiento de la propaganda anticomunista, el arrebato de grandes extensiones de tierra para concesionarse a los explotadores de petróleo (en 1970 se crea la Franja del Norte en el territorio maya Ixil y en 1974 se comienza con la explotación por empresas como Basic Resources, Shenandoah Oil y Eximbal), y referido a esto último, el exterminio y persecución de las facciones “comunistas”. No cabe duda que para aplicar esta doctrina de despojo, tal como Samir Amin define el capitalismo, había que fijarse en el horizonte un enemigo al cual temer. La idea de enemigo quedará enquistada en el perfil del “indio-comunista”, además de que se exacerba por supuesto por el hecho de que eran las comunidades rurales indígenas las que vivían en este ambicionado territorio, y sin duda por el imaginario racista que ha permeado la óptica de las élites blanqueadas en Nuestra América. Se conocen dos momentos de un crescendo imparable de las torturas y las masacres: uno que comienza con el operativo llamado “tierra arrasada” (política de Estado terrorista comandada por el entonces mandatario Lucas García) en la región de la Franja del Norte, tras el furor de la revolución sandinista de 1979, dedicado a atacar, quemar cultivos y casas, torturar, desplazar, capturar, masacrar, enterrar en fosas, sin pudor, como parte del proyecto contrainsurgente. El segundo momento es el ascenso del dictador General Ríos Montt en 1982, quien depuso por un golpe de Estado a su predecesor, y, aupado por Ronald Reagan, con quien sostuvo reuniones de apoyo para frenar “la propagación del comunismo”. Las medidas draconianas del Estado se atizaron en un despliegue de planes (Plan Victoria 82, Firmeza 83 y Plan Sofía) de terrorismo institucional sin parangón, con el objetivo de aniquilar la guerrilla y a los indígenas de la región. Como se ha dicho, principalmente en el Triángulo Ixil, en el departamento El Quiché, se emprendió una destrucción sistemática: se sitiaba a la población, se separaba hombres de mujeres; y se azotaba con el látigo de la tortura, la mutilación, violaciones sexuales y matanzas en secuencia. Entre 1981-1983 se llevó a cabo una razia atroz para que a las empresas se les dieran las concesiones del territorio de la Franja petrolera a como dé lugar, mientras que en el discurso prevalecía el ataque contra las embestidas “comunistas” para salvaguardar la libertad del pueblo guatemalteco.
Como si de una premonición se tratase, luego de aquella espesa noche de tormentos, el dictador General habrá de comparecer ante el Tribunal. La escena en la gran sala de la Corte, ーa lúgubres luces cenitales, un silencio lapidario y una atención ansiosaー, es una suerte de ceremonia de ultratumba, de magnitud espectral, que se vuelve prófuga de cualquier ojo, pero al mismo tiempo o justo por ello, hace rechinar en el ojo toda aquella videncia de un pasado inasequible pero palpitante, inolvidable, contumaz. El magma del sufrimiento insumiso se desborda en el rostro cubierto con velo y tocado y la voz murmurante de la testiga ixil que da cuenta en idioma Kaqchikel a los jueces de las atrocidades del ejército que se perpetraron contra su comunidad bajo las órdenes del General o concedidas siendo él Jefe de Estado. Invoca a la memoria, y con una dicción oscura, los labios apretados y la ayuda de un traductor al castellano, relata la monstruosidad del exterminio de su pueblo y de los abusos sexuales contra sus mujeres. “A mí no me da vergüenza venir a contarles lo que viví, espero que a ustedes no les dé vergüenza hacer justicia”, remata la testigo mientras se retira el velo del rostro. Hipocondriaco, cínico y petulante, el dictador General se declara inocente, arguyendo que su único móvil era crear una identidad nacional; con todo y ello, se lo encuentra, en ese momento, culpable por genocidio y crímenes de lesa humanidad. Treinta años es que tuvieron que transcurrir para que se celebrara este juicio desde las atrocidades llevadas a cabo por militares y paramilitares en el Trángulo Ixil, pero a los pocos días, la sentencia fue anulada por supuestas fallas durante el proceso del juicio, y para variar, las cúpulas empresariales serán las primeras en aplaudir esta decisión de la Corte y respaldar la falta de pruebas de que haya habido en verdad un genocidio. El dictador General quedó, pues, exculpado, libre y atrincherado en su residencia. La zozobra del pueblo no se hizo esperar. Día y noche, con gritos, cantos, tambores y consignas, desde: ¡asesino! hasta: !sin justicia no hay paz!, la turba rodeó la mansión y, eufórica, habrá conminado la comodidad y quietud de la casa a un desasosiego bochornoso y una sensación de encierro peor, quizá, que la de una prisión.
La presión de un exterior hostil, que desangra gota a gota la paciencia y la presumida serenidad del General y su familia, pues, ¿qué habría de atormentarles?, ¿no es acaso el sello definitivo de la sobriedad de espíritu, la libertad del cuerpo? Se regodean con orgullo en el veredicto de los jueces porque tal es la constatación de que, como verdad jurídica, es correlato de la verdad histórica plasmada en su memoria y sus entrañas. Por lo tanto, para ellos, no se trata de nada menos que de la plenitud de la justicia. Y no es que alguna vez lleguen a ponerlo en duda. Están convencidos, sobre todo el General y su esposa, no así del todo, su hija y su nieta, en quienes una suspicacia hormigueante ya no alcanza a ser cubierta por la efectividad de las argucias de una memoria travestida o de un olvido avieso. Un ejemplo de ello es cuando la hija del General interroga a su madre sobre la verdad de las acusaciones. “¿De qué lado estás?”, le da por respuesta, “¿No me vas a decir que estás creyéndole eso a los comunistas? ¿Desde cuándo te volviste izquierdista?”. La esposa apeló siempre a borrar las huellas del General, justificarlo incluso, aun en medio del aborrecimiento de su proclividad díscola por “perseguir a las indias”. Rápidamente la madre tiende el velo del desprecio racista: eso es lo prioritario, según ella, lo que más ha dañado su corazón, el mayor crimen que reprueba del General: ceder a su debilidad ante la tentación del deseo por las indias. Si hay crímenes, su memoria no admite otros que los de la lascivia del General, azuzada por la degeneración de las indias. Y es que las indias, por ser tales, son como animales lúbricos y salvajes, unas putas que se colaban en el destacamento para que los Generales les dieran dinero. Así que de haberse presentado algunos excesos, la culpa fue de las indias, de su “naturaleza” abyecta y procaz, de indias. Más allá de estos deslices no hay nada. A la luz de este racismo, la ofensa no es contra la dignidad de los pueblos, sino contra la gazmoña moral de las elites blancas; de modo pues que, para hacer honor a la verdad blanqueada, ni siquiera hubo guerra porque la que murió no fue gente propiamente hablando. Sólo amaestramiento, domesticación de las bestias del monte. No vale la pena inquietarse o desgastarse averiguando nada. La madre insta a su hija a no indagar más, por supuesto, a olvidar, que este bache del juicio, el escándalo marrullero de cierta prensa afín al “comunismo”, no es más que un episodio calumnioso que hay que olvidar. “Para que el país avance hay que ir para delante, lo que se quedó atrás está atrás y si nos volteamos a ver nos convertimos en estatuas de sal”. Es la prédica constante del tirano, abolir la historia, disolver el pasado, fabricar la idea de que el futuro se le arrebata a los pueblos cuando se insiste en los vejestorios de la memoria. «Fin de la historia», como se intitula el ensayo de F. Fukuyama,[2] tan provechoso entre la tecnocracia neoliberal transnacional y nacional, es el óbito de los conflictos por las ideologías, el sepultamiento de las mismas, pero también, y muy señaladamente, que el futuro está ahora en manos de las transacciones del mercado, y del mantenimiento del estado de derecho (que protege a dicho mercado), jamás del resarcimiento de las heridas y de la justicia ante el oprobio contra los pueblos en el pasado, pues ésta no es más que una chanza desmañanada de una ideología caduca. En toda Latinoamérica canturrean la misma cantinela. Hacer un legrado de la memoria para evacuar la historia e instalar el descerebramiento colectivo, incluso más que el mero olvido.
“A veces la casa parece encantada”, le advierte Valeriana, la empleada doméstica de planta, a Alma, la recién llegada empleada. Ambas mujeres indígenas, ixiles, hablantes impúdicas del Kaqchiquel. Ésta es más que una simple constante en el cine de Bustamante que me gustaría resaltar. Se trata del retrato de la posición históricamente servil de los grupos indígenas. O empobrecidos y marginados en la montaña, despojados por las corporaciones y abandonados por el Estado moderno-liberal; o igualmente empobrecidos, pero, en contextos urbanos, siervos de los blancos, resolviendo las tareas de limpieza doméstica y el cuidado, por lo que frecuentemente, se relaciona directamente con mujeres. Bustamante, ーa diferencia de esa película sobrestimada, Roma (2018) del mexicano Cuarón,[3] que no hace sino reciclar las diferencias de clase y disfrazar el racismo en un sentimentalismo lastimeroー, pone el dedo en la llaga de la servilización racial: icónicamente, «indios e indias», en nuestras sociedades occidentalizadas, hacen bien cumpliendo su función, sirviendo, (con un «trabajo» al que tendríamos que llamar semiesclavo), es decir, sosteniendo los factores que garantizan la reproducción de la vida del blanco, construyendo la posibilidad de ocio y creatividad del blanco, echando los cimientos para que el blanco tenga la holgura en su tiempo de vida para que decida hacer de él lo que su placer le dicte, ya sea sobresalir en el estudio o ser un mediocre vanagloriado, alistando la comodidad para que el blanco se empeñe en un “trabajo serio” con el que pueda acumular riqueza, en pocas palabras, disponiendo el andamiaje social y material para que el blanco, los Señores, se den agasajos de libertad, de seguridad, y que proyecten un futuro en el que proclamen “igualdad para todos”. Así, al tiempo que «indios e indias» reciben un trato desigual, de exclusión, y de sojuzgamiento por ser «indios», en igual medida estos se ven absorbidos por la lógica de carrusel de sus amos: no sólo acatan su servilismo, fervorosamente, defendiendo y respaldando el trato oprobioso de sus amos, sino que además ellos y ellas lo reproducen y perpetúan, adoptando su vocabulario, su pulsión de mando, su repudio al «indio», y sus argucias para ocultar las flagrantes opresiones. En La Llorona, la empleada de planta, a sabiendas de que el proceso judicial contra su Señor lo implica en las matanzas que a la segura sus padres y su comunidad padecieron, ella lo pasa todo desapercibido, como si a ella esa memoria no la tocara, como si en ninguno de sus bordes el asunto le concerniera, sin afectación alguna, antes bien, como si de una leyenda de fantasmas se tratara, mismos que en ocasiones, ciertamente, se manifiestan de tiempo atrás en la casa: les increpan, les gimen, les lloran. A lo sumo, se encienden veladoras y se montan sesiones de espiritismo para aplacarles. Pero estos eventos de leyenda son vividos como de leyenda, es decir, la realidad siniestra es vivida como hechizada, con sus apariciones y sus murmullos escalofriantes, como artificio de leyenda, en esa turbiedad de virtualidad y surrealidad que asaltan la vida real… pero nada más. Sin mucho sobresalto. Es preferible pues, convencerse de que la realidad, cotidianamente, opera con leyendas de fantasmas y recrea todo su espanto, y lidiar con los espectros como al interior de una novela de terror, con los mismos rituales, las mismas invocaciones o exorcismos, que encarar y denunciar, y sublevarse si eso hace falta, esto es, asumirlo como una respuesta política de la memoria, para responder a esos espectros y a sus reclamos, que no por pasados dejan de ser reales, otorgarles justicia. Por inquietante o exasperante que esto suene. Con la llegada de Alma, que se incorpora al servicio doméstico de la casa, algo de esta muda pantomima crujirá hasta romperse. Si el griterío agolpado en el exterior, vivido como una invasión extranjera, se volvió cada vez menos soportable, en los confines intramuros, los sollozos, los lamentos de mujer reptan como pequeños anfibios, y humedecen los rincones más íntimos de la residencia, convirtiéndose en el quebradero de cabeza del General e, ineludiblemente, de su familia entera.
La figura de lo acuático, lo hídrico, lo mojado, el sumergimiento, lo húmedo, la asfixia de morir ahogado en agua, lo anegado, está en el film con una permanencia y una viveza deslumbrante (por supuesto, haciendo eco de ese elemento central en la leyenda de la mujer afligida que lanza ayes lastimeros y que se remonta a los tiempos de la Colonia, con incluso antecedentes más antiguos en las representaciones de las diosas madres). He aquí un breve prontuario del agua y su efecto ominoso. Alma, de apariencia lozana, incluso infantil, le enseña a Sara, la nieta del General, a resistir la respiración sumergida en la pila del agua y a contar el tiempo en Kaqchikel. Alma, en otra noche de delirio en que el General es atormentado por el llanto de una mujer, es vista salir de entre una bruma de niebla y el agua de la alberca, empapada, con el pelo y el vestido blanco escurriendo; el General irá tras su rastro hasta encontrarla en un baño inundado, el agua desbordándose por todos los rincones y Alma desnuda de espaldas, sentada en el filo de la bañera, parsimoniosa, sumergiendo su vestido en el agua y exprimiéndolo con crudeza, una y otra vez. Ésta, además de ser una escena de la repetición convulsa, émula del ahogamiento, es la escena de la fantasía sexual irredimible del blanco, del desprecio y abominación de la indiada, pero, y por el mismo hábito de sometimiento, de un apetito sexual insaciable por el cuerpo de las indias, cuerpo sobre el que inscribe y ostenta su supremacía racial. Los sapos que Alma descubre y que pronto se zambullirán en la alberca como su propio estanque. La mancha de humedad que carcome la pared de la habitación de los Señores, y que Alma y la otra empleada, por órdenes del patrón, tratarán de extirpar. Como digo, pues, el agua tiene un poder de atracción irresistible. Limpia y enturbia, aclara y confunde, alivia la sed y corta la respiración, restablece y disuelve las defensas del cuerpo, estimula y adultera los sentidos y expone el juicio a su dispersión. Anega la memoria: el agua está presente cual mancha de humedad que corroe la memoria, es la sangre de los y las cientos de miles que fueron asesinados en el exterminio, es la sombra de las y los desaparecidos, es el humo de las casas y los sembradíos ardiendo, es el aire que falta de aquellos y aquellas que se hincharon sus cuerpos hasta reventar bajo las aguas del río. Es el desgarrador grito de madres, hijas y hermanas a las que les arrebataron todo, incluida la muerte, por lo que ahora viven una vida de muertas. La tenaz mancha de humedad de la memoria que en esta casa siempre se libró una pugna por extirpar, y no sólo en esta casa y en esta familia “honorable” del dictador General, sino, y de manera acuciosa, en el precipicio de la historia occidental, especialmente de la historia que la razón blanca ha logrado impostar. Aimé Césaire, filósofo, poeta y político antillano, en un ejercicio escrupuloso de memoria, como tendría que ser siempre el nuestro como hijos bastardeados de la colonización, se pregunta por qué Auschwitz, qué tiene el exterminio de judíos que alcanzó tanta relevancia en el proscenio de la historia. Tiene la obscena afrenta de haber sido la carnicería más grotesca de blancos europeos en contra de blancos europeos. Porque de otra manera no se explica por qué tantos otros genocidios a lo sumo forman parte del anecdotario de aventureros europeos, o de la sección del pudor en las bibliotecas o en los museos de “memoria y tolerancia”. Guatemala, Ruanda, Camboya, Sudán, Tasmania, Palestina (en curso hasta hoy). Sin contar por supuesto las primeras invasiones europeas de la Modernidad,[4] a las que contribuyó inestimablemente el discurso racista y la formación de figuras retóricas de lo bestial, el tráfico trasatlántico de esclavos negros, así como todo el siglo XIX y la repartición del África y Asia. De esta forma los pantanos ideológicos del nazismo no comienzan ni acaban con el Führer. Los campos de exterminio y los campos de refugiados y el apartheid no comienzan ni terminan con Hitler. Es lo macabro que para Europa se sublimó en volúmenes exquisitos de literatura gótica, y su contracara, es lo ilustrado, que se compendió en la filosofía idólatra de la razón blanca, esto es, el reservorio justificativo de la dominación de raza y clase en función relativa de su proclama de libertad, igualdad y fraternidad; mientras que para el mundo humillado, desaparecido, despojado, esclavizado y destazado, las muecas de los masacrados clavadas en la memoria, la pestilencia de las fosas de cadáveres, el aullido de sus fantasmas, es la realidad cotidiana. Se da a conocer como “historia de la civilización occidental”, pero no es sino la letrina y las poluciones regadas de esas “hazañas del hombre blanco” y su herencia colonial en las oligarquías blanqueadas de la periferia, y que siempre, en el recinto de la palabra, la normativa de su discurso ha intentado expurgar o extirpar, sin el más mínimo atisbo de admitir la bestialidad de sus políticas y sus técnicas de muerte, sino por el contrario, enarbolando una retórica envolvente, negacionista y de justificación, ha estimulado la percepción de que las habidas “pérdidas” obedecen a meros “daños colaterales” necesarios para el avance de la modernización y la aseguranza de la libertad.
En La Llorona, se sabe que el malestar ha llegado a su paroxismo, que la “invasión” no sólo perfora desde la incómoda protesta del exterior, estallando las ventanas a pedradas y plagando la casa de fotografías de los desaparecidos, los acribillados por el fusil, los ahogados, los ausentes; sino que la hostilidad ya está completamente encajada en la intimidad de la casa, cuando las marcas de desasosiego, de desgaste y enfermedad se hacen patentes en sus cuerpos. La esposa del General, quien por décadas había asumido que su papelー, secundando toda la propaganda ‘anticomunista’ impulsada por el maccartismo y continuada sin desmedro por Nixon y luego encumbrada por Ronald Reagan, misma que de manera continuista, en las décadas recientes, mutó en la estrategia ‘antipopulismo’ propulsada para descalificar a los gobiernos de izquierdas que en América Latina se han erigido para desmontar el feroz modelo de negocios neoliberal que hasta hoy secuestra las estructuras de los Estados por las oligarquías para amamantarseー, era dispersar la verdad de las atrocidades, negándolas con asiduidad o simplemente, como mujer de la élite blanca, aduciendo que era falso que ahí se había exterminado a personas, en tal caso sólo se domeñó la monstruosidad de la guerrilla de aquellos levantiscos que buscaban con el disturbio apoderarse del trabajo de la gente que ha sostenido el país, entiéndase, las enormes corporaciones empresariales, económicas y financieras. Ahora, esta mujer, por lo demás rígida, desdeñosa y mordaz, en este confinamiento forzado, comienza a sufrir desgarros físicos, que van desde una conjuntivitis y ojos llorosos achacados a una humedad contagiosa en su habitación, y que no sabe que esta oftalmopatía prepara sus ojos para ver, hasta una serie de cáusticas pesadillas en las que el ver de sus ojos se habrá transformado en clarividencia. Los trastornos del sueño del General han avanzado, hasta humedecer el sueño de la esposa. Precisamente lo que hacen los espectros, atravesar las rendijas más apretadas de la percepción, sin compartimentos ni alojamiento individualizados. Sabotear la selectividad plácida de la memoria inundando la percepción, ya no como resquicio personal sino como memoria porosa, heteróclita y rebelde. Un escurrimiento de figuras en cascada que hacen las veces de espejo, de doble, la experiencia “impermeable” de los otros y las otras, percibida y sentida como propia, encarnada. La mujer del dictador General, su visión estulta y ensimismada, pasa a ser la nuestra, la mía, la que es no mía, y en su distensión, la de la joven india con cabello hasta la cintura, allá en lo remoto de la montaña, un campo ya desolado, arrasado, en una milpa marchita; a su cargo tiene un niño y una niña con los que habla, con toda naturalidad, en Kaqchikel; en su rostro hay angustia y tira de los pequeños buscando un rincón donde resguardarse. Los protege entre sus brazos de las ráfagas de fuego que retumban en las inmediaciones. Tales son los temblores del terror que la recorre que sus orificios se abren y su orina fluye incontenible. Las imágenes del sueño trasminan hacía su carne yacente. Al despertarse con sobresalto, su cuerpo desgarrado experimenta la vergüenza de haber empapado la cama de orines. No comprende, se calla. La pesadilla habrá de asaltar de nuevo, pero exacerbada. Huyendo entre la milpa desértica, que se incendia, es arrastrada del pelo por los militares; mientras le arrancan a su niño y a su niña, sus alaridos se escuchan al fragor de los disparos. Su grito de aflicción obturado en la garganta la despierta con el rostro desencajado, sudando, acongojada y con el llanto atascado. La pesadilla, en su punto más álgido y punzante, ocurrirá aquella noche que el delirio se ha fugado y hace parte de una percepción ilimitada: una en que el sueño es desbordado y las certezas de despierto se diluyen. De madrugada, el General se levanta faltándole el aire, y se percata que le fueron retirados los tubos de oxígeno que le auxilian. Toma su revólver y sale. Le resulta indudable que alguien se ha infiltrado para matarle. Su instinto le dicta que bajo el agua (la alberca) se oculta la guerrilla. Ya no precisamente una pesadilla, sino la adulteración misma desagregada del sueño, alucinada, ve el rostro moreno de la india, nada menos que la mujer que inunda con su llanto la casa, sumergirse en el río y esconderse bajo los nenúfares. Es el rostro de la guerrilla, es el rostro del agua que suministra oxígeno al pez, de la mazorca que alimenta a los insurrectos. Es el rostro de Alma. Ebrio de furor el General acciona su arma. La munición roza el brazo de Sara, la nieta del General, que poseída por una suerte de obsesión, minutos antes, a hurtadillas, había sustraído el tanque de oxígeno de su abuelo para probar, en el límite de su aprendizaje impartido por Alma, su resistencia a ahogarse bajo el agua. La casa entera se agita desquiciada. La gente de la protesta que rodeaba el exterior de la casa, repentinamente es vista al interior. Nos miran penetrantemente. Nos miran con nuestra mirada. La mirada con la que nos miramos, es, indistintamente, la suya. Con ellos y ellas vino, de ellas y ellos vino esta mirada que es la nuestra. No queda ninguna línea fronteriza entre el exterior hostil y un interior seguro que les guarde. Esa línea imaginaria de salvamento y justificaciones de supremacía racial, de soberbia clasista, de corrupción del poder, de apropiación de la muerte para enseñorear el poder, de utilización del crimen para demostrar el encantamiento del poder, se ha difuminado en definitiva. El terror, el pánico, la desesperación han quebrado todo subterfugio. En las postrimerías del film, transidas de miedo, las mujeres se reúnen de nuevo en una sesión de espiritismo. Valeriana, la empleada indígena dirige las invocaciones en Kaqchikel. Fríos, contorsiones, asfixia, trance. Las visiones borbotean distribuidas en capas inextricables. La esposa del General corre en el campo tironeada por militares en medio de un río. Hay cadáveres sembrados en las orillas. Se la interroga en dónde se esconden los guerrilleros. En Kaqchikel ella responde, desahuciada, no saber; niega que su esposo forme parte de la guerrilla y suplica que no lastimen a sus niños. El General amenaza con ahogarlos en su presencia si no revela en dónde se oculta la guerrilla. Apunta su arma, frívolo, lunático, y vemos revelarse el rostro avieso del General, esposo de la que ahí apunta y que atraviesa ahora el umbral de percepciones turbias, el clímax de lo fantasmático. Ella no es ella, la esposa del dictador General, militar de alto rango entrenado en la que se convertiría en la Escuela de las Américas y jefe de Estado de facto, es la india kaqchikel arrollada y perseguida y denostada y reducida a despreciable larva; ella no es la esposa que negó y encubrió los crímenes de su honorable marido arguyendo que cualquier cosa que hubo ocurrido fue en pos del avance del país, es la joven madre amenazada y separada de sus niños por la fuerza; ella no es la mujer blanqueada hija de conquistadores que odió a las indias porque eran la mata de la peste, la holgazanería, la estupidez y la bajeza, y serpientes de lujuria, es la joven india usada, vilipendiada, esclavizada por el legado que, como dice Mbembe, “manufacturó una muchedumbre de gente cuya esencia es vivir al borde de la vida o incluso en el borde externo de la vida”; ella no es la mujer adusta, veleidosa, hija de los potentados abullonados de las altas esferas, que cultivan la gazmoñería y que creen convencidos que por patrilinealidad les corresponde mandar y decidir sobre la vida y la muerte de “lo demás”, así como les corresponde la primacía de los derechos y estar envueltos en boato, es la hija de campesinos desposeídos de sus tierras para entregarlas a las trasnacionales y que huyeron de su aldea a la montaña perseguidos acusados de colaborar con la insurgencia, es la esposa de un hombre simple que, habiéndose unido o no a la guerrilla aferrándose a sus tierras, tuvo que hacerse perdedizo para escamotear la muerte, es la madre kaqchikel de la Franja Transversal del Norte que fue testiga de la tortura de sus hermanos y la matanza de sus padres, su propio cuerpo vejado y violado, todo en ella devastado, arrastrada hasta el destacamento militar, inculpada de proteger a los “indios comunistas”, y en este instante, aquí, ahora, todo ese martirio, testiga que nos concita a atestiguar, prosternada con el cañón del arma del General en su frente, presenciando, a gritos añudados, el ahogamiento de sus niños bajo el agua. Tras el martillar del gatillo, el elapsamiento del tiempo se parte y lo que era sustancia alucinada, cuajada en la euforia del trance, se desdobla en una suerte de conciencia lúcida, irreprimible, palpable. Un espejo reflectante del reflejo de otro espejo. En el que ya no sólo ve la figura de la otra, sino que ve su propia figura siendo la de la otra, y ve la figura de la otra viéndose en su figura propia. Una tensión irrespirable dentro-fuera del magma alucinatorio. Sin dejar el trance alucinatorio, lo atraviesa, lo corta. El disparo, pues, el asesinato a quemaropa, la muerte violenta, rasga la imagen, y lo espectral se vuelve ahora una transparencia de la conciencia; la detonación, el aplastamiento de la vida de la joven madre india, la deja ser ella de nuevo, la mujer blanqueada, pero nunca más en su posición, nunca más como hija mimada de su legado abyecto. Mira de frente a su marido como el dictador General que fue y lo mira con desdén. Mira la crueldad personificada en su marido, ーy del oprobio de que ésta es capaz, en una banalización absoluta del sufrimiento de los otros y las otrasー, apostada como verdad última del poder. Mira derrengado, sobre la tierra, el despojo mortuorio de la joven india con el boquete del disparo en su frente, y la sangre le hierve. Mira depredado el destino de los pueblos de Latinoamérica, el aullido de sus espectros, el clamor devorador de los indios, la laceración de su tierra, la sangría vertida de sus venas. En un salto estrepitoso, la esposa del General genocida se arroja al cuello del furibundo hasta ahorcarlo. Como si dijéramos que la mancha de humedad se hubiese corrido (o recorrido) por completo, así el velo se (des)cuelga por completo y, esta mujer descubre sus manos, en un nuevo repliegue del trasunto fantasmático, ahí en la sala de su casa, en medio del murmullo de la sesión de nigromancia, exprimiendo el cuello de su marido, estrangulando su respiración, ahogándolo en su último suspiro. Para siempre.
¿Vuelven los muertos a hacer justicia y cicatrizar las heridas del pasado? El tiempo de la razón blanca, constituido y configurado por la colonización, es el tiempo de la continuidad, regulada por el trabajo sobajado, esclavo, semiesclavo, e incesante de los que, en el ordenamiento divisorio y desigual en el mundo, están a su servicio y bajo su mando, y por la muerte insignificante y anodina de estos últimos. En este tiempo, por supuesto, se cifra la distribución de lo que ha de vivir y lo que ha de ser muerto. La configuración de la memoria y la repartición de lo visible igualmente. Es el tiempo perdurable de la razón blanca al que le importa como primicia que la vulneración y anulación despótica de la vida, se extirpe de la memoria, como experiencia ajena inentrañable y como residuo reprimido insignificante, rastrero, bajo, bestial, pues aquella hace las veces de brasa consumible a la maquinaria, como poder colonial, para que siga adelante. Descoyuntando así, todo espacio para la justicia. Que los muertos y sus espectros perduren en sus fosas en el olvido. Es el tiempo pretencioso del olvido. Para la razón blanca, inserta en el ordenamiento que tiene por insignia que la única muerte digna sea la del colono, que en sentido estricto no muere, porque viste las calles de estatuas y monumentos, y escribe gestas grandilocuentes, que recuerdan las hazañas heroicas de sus honorables ancestros, virtuosos guerreros. Es intolerable que la memoria y sus figuras espectrales de aquellos que incluso se les arrebató la posibilidad de morir y reemergen ya no como vivos ni como muertos propiamente hablando, sino como no muertos, como desmembramiento impío del tiempo, injieran, cual intrusos abominables, este tiempo de la conciencia satisfecha; así como los reclamos de justicia, cual rumia del pasado, reanimación de los muertos, reaparición “resentida” de los espectros, es inadmisible. La administración colonial cesó en México tras las revueltas de 1810; en Guatemala ocurrió en 1821, pero la administración de gobierno que inmediatamente se sucedió fue continuista del régimen virreinal. Tras la instauración de la República, en el s. XIX, con la declaración de Estados libres y soberanos, con un molde enteramente aburguesado y blanco, de la democracia anglófona, el trasfondo de las cosas no ha sido nada prometedor. Además, en Guatemala el régimen militarista de larga duración, y los golpes de Estado, auspiciados por el injerencismo de los intereses de Washington, se multiplicaron impunemente. La arena política ha constituido una maquinaria que reproduce las posiciones, la explotación, los privilegios, la repartición desigual de la riqueza, y los prejuicios raciales y de estirpe de la colonia. Esa horma, al día de hoy, está prácticamente intacta, y puede colegirse en lo que A. Quijano llama la “colonialidad del poder”, dando lugar a oligarquías vernáculas que abren las puertas al saqueo y la expoliación, en tratos íntimos y acomodaticios con el imperialismo norteamericano, y por si fuera poco, de forma secuaz, derivada de esta colusión intervencionista, a cambio de su mantenimiento en las esferas de gobierno y control del Estado, con la criminalidad y el narcotráfico para el amedrentamiento, el aletargamiento somnífero-agresivo y el control territorial. Arraigando, por descontado, las patologías de la máquina colonial. Los Estados nacionales liberales occidentales, en las últimas cuatro décadas, han cedido todo su andamiaje, institucional y jurídico, y su solvencia presupuestaria, para que el capital económico y financiero encaje sus garras sin pudor y los pueblos paguen los costos, a menudo con su destrucción sistemática y, como premisa, el arrasamiento y privatización de sus territorios y el endeudamiento irresoluble de sus arcas públicas. Es ésta la maquinaria, extensión de la maquinaria colonial, del tiempo de la razón blanca, fundamentado en el enmascaramiento del saqueo y el pillaje, el sojuzgamiento de la vida inane del no blanco y su supresión, así como la borradura de la masacre, bacanales célebres de la modernización. Por eso es que los reclamos de justicia se tiran en el cesto de lo banal. No hay lugar para la justicia en un tiempo despótico y vertiginoso que promueve el olvido como el único emblema del desarrollo y el crecimiento ad infinitum de la ganancia. Mediante un autoritarismo de la parálisis y la imitación febril de la conciencia satisfecha y enclaustrada, apócope de la conciencia libre y autónoma, ayudado además de la pulverización de la lucha por la emancipación a gran escala, en reclamos sectarios y aislados. El reclamo de justicia es visto como un anacronismo, y aún más, como trato morboso con la muerte innoble y aborrecida. Como el trato malsano con la purulencia de una vida desdeñable, animal, y de una muerte indigna, que reaparece incesantemente, en la modalidad de una memoria impávida y tenaz de molestos espectros. ¿Es La Llorona de Jayro Bustamante una película que reactiva el relato de los no-muertos que regresan a exigir justicia atribulando a los vivos? No me conformo con enunciarlo de esa manera tan incipiente. Mejor así: es una película que reivindica la memoria indómita, que no puede y no sabe olvidar; que la memoria despojada y el despojo de memoria se las arregla siempre para asaltar el ritmo estipulado del tiempo, por más que éste intente mantenerla bajo control como se mantienen hundidos entre las sombras a los martirizados y a los desaparecidos; que la exacerbada realidad que se vive como alucinación, como pesadilla, como sombra, como fantasma, esto es, en el borde externo del límite, no es sino una violencia de la memoria que anega de espanto la conciencia satisfecha; que los espectros de esta memoria injuriada, repelida, reprimida, al ser la experiencia de los otros y las otras, ーuna experiencia ante la que la razón blanca se ha mantenido insensible y a fuerza de desacreditarla, ella asegura su discurso de superioridad y su posición, así mismo como sus condiciones de poderー, estremece, ーen un llanto, un susurro, un alarido, una aparición, un clamor de justicia incesanteー, la memoria ensimismada y enclaustrada, y en un desgarramiento que fragiliza el cuerpo hasta su extenuación, hace vivir en su carne, con marcas irregulares en su piel, sobre sus ojos y oídos, la experiencia que para la conciencia satisfecha y glotona era extrañeza desestimada y pura insignificancia.
La mancha de humedad se recorre, acecha agazapada, y se cierne como los espectros de los otros y las otras de la memoria. La memoria se recuerda en la atrocidad y el reclamo de justicia de sus espectros. Así, ni siquiera hizo falta tomarse la faena de elaborar una narrativa literaria para acercarse a la experiencia de lo terrorífico, del tormento, del fantasma, de la muerte irredenta de la carne, del no-muerto expulsado de su tumba, lo bestial y lo grotesco, el chancro de la vida; se hace bastante ya con escuchar en el clamor de sus víctimas. Si el gótico literario alimentó su imaginario y tuvo como una de sus fuentes predilectas la atrocidad y el pavor de sus últimos tres siglos de expansionismo y despojo en ultramar, templados en una retórica de denigración y ultraje; en el mundo periférico la inspiración del terror se experimenta in situ. Del lado de allá, se consiguió una representación inigualable de lo siniestro; del lado de acá, un obsceno coágulo de sobrerrealidad irrepresentable. Obstruyeron la justicia saboteando la lucidez de la memoria, usufructuaron la ley tornándola un agujero intraspasable, sobornaron el tiempo supeditándolo al afán de usura, volvieron vergonzante el dolor caricaturizando el placer, amagaron la soberanía a punta de golpes de Estado y extraterritorialidad, entramparon la verdad del que sufre la calamidad industrializando la información como espectáculo, herraron la fuerza pisoteando el poder, prosternaron la libertad en nombre de su democracia cleptócrata, proscribieron el comunismo y se burlaron de la revolución cebando una conciencia glotona y reaccionaria, a imagen y semejanza de la razón blanca. Pusieron diques contra los espectros, que se les apiñan en la garganta. La Llorona es también un testimonio de los espectros: anticipaciones de la lucha perpetua y del “fantasma del comunismo”.
Notas
[1]Aunque se haga sentir como antecedente la película Cuando tiemblan las montañas (1983) dirigida por Pamela Yates, que cuenta la historia de la guerra civil en Guatemala desde la óptica de Rigoberta Menchú.
[2]Quizá, debiéramos decir, el último heredero de la dinastía del hegelianismo.
[3]A diferencia de Roma, me gustaría hacer mención de otra película mexicana que no tuvo el revuelo taquillero ni de marketing y premiaciones El Ombligo de Guie’dani (2018) del cineasta Xavi Sala. El film retrata el ambiente del trabajo doméstico realizado por mujeres indígenas y trata sobre el feroz racismo y el clasismo imbuido como imposiciones de aculturación. Pero sobre todo trata de la rebeldía que en efecto, vuelve visible las relaciones de dominación que Roma, como tanto marketing lo auguraba, a mi juicio no logró.
[4]En México, durante el porfiriato en el s. XIX, hubo un segundo momento de cruento exterminio étnico, en particular y encarnizadamente, contra la nación Maya y la nación Yaqui. En mayo de 2021 a nombre del Estado mexicano, el presidente Andrés Manuel López Obrador, ofreció perdón a la nación Maya, hecho que sin duda merece atención porque por vez primera el Estado reconoce sus crímenes y se encamina, desde la perspectiva del resarcimiento de las heridas del pasado, a la recuperación de la memoria histórica con lo que puede darse paso al otorgamiento de justicia y reparación del daño.