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La teoría de géneros dramáticos de Luisa Josefina Hernández
Felipe Reyes Palacios
En el homenaje que le estamos dedicando a mi admirada maestra Luisa Josefina Hernández con motivo de su reciente fallecimiento (16-01-2023), me parece que, además de dar cauce a mis sentimientos personales, debo referirme a la enorme influencia que sus reflexiones teóricas y críticas tuvieron en la formación de varias generaciones que se han dedicado a la literatura y al teatro, en México y en otros países latinoamericanos. Tal influencia se ejerció, principalmente, de manera oral a través de su labor docente en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM; en la Escuela de Arte Teatral de Bellas Artes; en un proyecto dramatúrgico llevado a cabo en la Habana, Cuba, y en otros lugares donde fue profesora invitada.
Al pensar en esa influencia, y viéndome precisado a tratar de explicarla, me resulta enteramente claro que su famoso sistema teórico de géneros dramáticos consistía, no en la mera formulación de un conjunto de conceptos y definiciones abstractas, sino que, en su aplicación al análisis de las mejores obras de la dramaturgia occidental, su sistema le permitía a sus alumnos acceder al hallazgo de un conjunto armónico de valores, ya fuesen trascendentes, con visos de universalidad y permanencia; ya fuesen circunstanciales, constreñidos a su historicidad, dependiendo de la importancia del autor en cuestión y del género dramático elegido por él. Ello nos permitía apropiarnos de dichos valores como un descubrimiento personal e incorporarlos no sólo a nuestra praxis como entes teatrales, sino incluso a nuestra dimensión ontológica. Somos los valores que hemos reconocido como tales.
En el contacto con su sistema a lo largo de sus cursos, que año con año eran diferentes porque ella permitía que los propios alumnos formularan los programas correspondientes, así como en la lectura de los textos teóricos recomendados por ella, uno se percataba de que, al referirse a tal o cual género en particular, sus ideas tenían antecedentes. Sin embargo, ella logró ampliar el espectro teórico de los mismos, como en el caso de la tragedia, o de plano formular una explicación del todo original, como son los casos de la farsa, la tragicomedia y de la polémica pieza, género planteado de manera complementaria entre Rodolfo Usigli y ella, aunque yo diría que el orden de importancia en realidad es al revés.
Por lo que toca a la tragedia, la predilección de Aristóteles por el modelo sofocleano del Edipo rey, que tanto perturbó el desarrollo de ese género a lo largo de los siglos, dando margen a múltiples interpretaciones ociosas y pretensiosas, a propósito de las llamadas unidades dramáticas y la importancia de las peripecias y los reconocimientos, fue corregida por la maestra Hernández, apoyándose en el helenista inglés H. D. F. Kitto, para darle cabida a lo que ella denominaba sencillamente “la tragedia de tipo B”, la de un final positivo para el héroe, que fue percibida pero rechazada por Aristóteles por no considerarla trágica. Dentro de este tipo B, y dependiendo de la trayectoria del personaje principal, cabía formular dos variantes: las denominadas por nuestra teórica tragedia de expiación, caso de Edipo en Colono, y la de sublimación, caso de Filoctetes, así como de la ibseniana Casa de muñecas. El modelo de Aristóteles quedaba limitado a un solo tipo, el de la tragedia de destrucción.
Y es el caso que, en la última explicación que podíamos darnos de la forma y sentido de este género clásico en sus diversos tipos, prevalecía un universo ético brillante y armónico, sancionado por el trasfondo mítico-religioso peculiar de los griegos, donde hacía acto de presencia la experiencia de lo sagrado. Despojada de ese trasfondo, en la tragedia moderna, la ibseniana por excelencia, veíamos que continuaba vigente su dimensión ética. La ética trascendente fue, pues, según me lo parece, el principal valor que en su vida académica sostuvo Luisa Josefina Hernández, con la importante peculiaridad de ser percibida estéticamente. Toda técnica, afirmó en alguna ocasión Jean-Paul Sartre, conduce a una metafísica.
No era el terreno de la comedia clásica al estilo de Menandro, Terencio y Moliѐre, que no aborda una perspectiva de trascendencia ética, sino una de moral social, propia de la convivencia en este mundo, y está influida siempre por su contexto histórico. En vista del limitado espacio que Aristóteles le dedicó en su Poética a este género, la maestra Hernández apuntaló las peculiaridades de la comedia apoyándose en el pensador ilustrado G. E. Lessing.
«El propio Chéjov consideraba equívocamente a esas obras suyas como comedias, por la singular razón de que los deprimentes cuadros de los terratenientes rusos en decadencia a él le daban risa.»
Entre estos dos géneros clásicos solía decirse que se hallaba la tragicomedia, término utilizado socarronamente por Plauto y Lope de Vega para justificar algunas de sus obras, burlándose hasta cierto punto de sí mismos. Pero, entre dos géneros realistas, sólo podía intermediar otro género de la misma clase, la pieza, aunque su aparición se diera en una época tan tardía como el último cuarto del siglo XIX, especialmente en la obra de Anton Chéjov y, antes de él, en Turguenev. Tratándose del único género dramático de origen moderno, su designación vacilaba entre el término drama, de significación mucho más amplia puesto que desde los griegos abarcaba toda la poesía dramática escrita para ser representada, o bien considerándolo como la tragedia moderna característica de esa época. El propio Chéjov consideraba equívocamente a esas obras suyas como comedias, por la singular razón de que los deprimentes cuadros de los terratenientes rusos en decadencia a él le daban risa. De modo que, al proliferar la aparición del mismo tipo de obras, los autores mismos y sus editores, a falta de una designación precisa, sólo hallaban para encabezarlas la de “pieza en tres actos”, derivándola de la pièce bien faite francesa con la que compartían tan sólo su esquema formal netamente aristotélico, pero diferenciándose en cuanto a su sentido temático y su efecto en el público.
Será hasta mediados del siglo XX, en México, cuando se plantee teóricamente la forma y sentido de ese género de origen ruso, en la colaboración entre Rodolfo Usigli y Luisa Josefina Hernández. El primero le dedicó apenas un párrafo de diez líneas en su libro Itinerario del autor dramático (1940), aunque en sus clases pudo abundar más en la cuestión. Sería la maestra Hernández quien, al presentar como tesis el texto de su obra Los frutos (1955), que después fue publicada y estrenada con el título Los frutos caídos, escribió una explicación técnica de la misma denominándola rotundamente “pieza en tres actos”. Y al cabo de los años se remitió a Chéjov, escribiéndole un brillante prólogo a su propia traducción de El jardín de los cerezos (2003), hecha al alimón con Seki Sano, el cual queda ahí como la más amplia y persuasiva explicación de éste.[1] Bien conocida ésta en México, es merecedora de la atención internacional, que no le ha llegado hasta ahora. En dicho prólogo se plantean nítidamente las diferencias entre la tragedia y ese nuevo género dramático que empezaba a practicarse en nuestro país, por parte de ella y de Rodolfo Usigli. Como corolario a su amplia explicación, ella concluye que:
Cuando muere un personaje trágico o cuando cambia hacia la gloria el curso de su vida, hay un deslumbramiento, una notable imagen verbal y plástica de orden reestablecido, una epifanía de cielo y tierra. Los personajes de Chéjov no mueren, el curso de su vida no cambia para bien ni para mal, siguen adelante con su carga de problemas. La tragedia está entre el cielo y la tierra, como Prometeo en la roca; las piezas de Chéjov, en su entorno económico y social.[2]
Y en cuanto a la cuestión de la tragicomedia, muy lejos de los vacilantes e insuficientes planteamientos de Plauto y de Lope de Vega, se afincó la concepción hernandiana de este género, al cual ella consideró de índole simbólica y, por lo tanto, no realista. Hablando en franco tono de broma, en el prólogo del Anfitrión plautino, el dios Mercurio se propone cambiarle el género a la historia que se va a presentar, como potestad divina suya; hará entonces “[…] que resulte una tragicomedia, porque no me parece adecuado hacer que sea enteramente comedia una obra en que aparecen dioses y reyes. Pero como también hay papeles de esclavos, haré que sea, como ya os he dicho, una tragicomedia”.[3]
De manera similar, en el Arte nuevo de hacer comedias, Lope de Vega les cierra los labios a los doctos académicos de su época y reclama el derecho de permitirse mezclar en su producción dramática a la aristocracia con la plebe en el “monstruo cómico”, como otro minotauro de Pasife,[4] que también denomina tragicomedia, sin permitirse, por otra parte, hacer ninguna consideración acerca del carácter propiamente dicho de sus personajes y de su trayectoria en la obra íntegra. El molde de la tragicomedia, según esto, simplemente mezclaba, un paso adelante del clasismo monárquico, los personajes aristócratas y plebeyos, como en una licuadora, para obtener un tono nuevo según Lope. Asumida esta mescolanza de manera seria, su Fuente Ovejuna resultó ser, desde nuestra óptica, un emocionante melodrama muy bien estructurado con su villano empedernido y sus víctimas inocentes, sin poder valerse Lope del término melodrama, que todavía no estaba en uso, a pesar de que ya se había practicado desde Eurípides, según Kitto.[5]
En su propia formulación de la tragicomedia, la maestra Hernández se valió, según declaración explícita suya, del libro de Joseph Campbell El héroe de las mil máscaras, traducido por ella (1959), para postular un género en el que un personaje que tiene una meta positiva tendrá que enfrentarse a ciertos obstáculos negativos, caso de Ifigenia en Áulide, de Eurípides, de la que ella hizo una adaptación didáctica, en lenguaje familiar, destinada a la lectura o producción teatral para adolescentes. El otro esquema del mismo género es el de un personaje que tiene una meta negativa como hacerse descaradamente millonario, caso de Los millones de Marco Polo, de Eugene O’Neill, viniendo a mi mente de inmediato la asociación con el perverso personaje de la política estadounidense Donald Trump, quien consigue (Marco Polo, aunque también Trump), hacerse de mucho dinero en su edad adulta, rechazando “el amor y la sabiduría, nada menos” (Hernández 2011: 232), observa la maestra Hernández. Con su explicación de valores y antivalores, entendemos por qué disfrutamos en la edad adulta de la lectura de El pájaro azul, de Maurice Maeterlinck y por qué habíamos disfrutado, en nuestros primeros años de vida, de los cuentos infantiles europeos. La explicación de fondo se debía nuevamente, de manera complementaria, a Kitto.[6]
Al pasar al género número 5 de mi enumeración, la obra didáctica, señalamos de inmediato que nuestra teórica incluía dentro de él a dos manifestaciones tan distintas entre sí como lo son el teatro épico brechtiano y el auto sacramental del Siglo de Oro español, que, sin embargo, tienen dos aspectos en común: primero, que su temática plantea asuntos del mayor interés en sus comunidades, como lo son las estructuras socioeconómicas dentro de las que viven, y que están sujetas al cambio para ser modificadas; y, por otra parte, las creencias religiosas que han heredado en comunidad. En segundo término, su método lógico, argumentativo; prefiero usar estos términos y no el de silogístico que repite un artículo de Juan Tovar,[7] para no limitar dicho proceder al sistema lógico aristotélico. La maestra Hernández fue, excepcionalmente, una de las primeras voces críticas capaces de dar cuenta del fenómeno brechtiano a su llegada a México. Poseía esa capacidad, sin duda, por haber sido becaria en Columbia University, en Nueva York, bajo la guía didáctica de Eric Bentley, traductor al inglés de Brecht y quien fue uno de sus promotores en el vecino país del norte durante su destierro. Como aportación propia, la maestra Hernández hizo la deducción, en un temprano artículo publicado en la revista de la Universidad, de que, si la esencia del carácter en el teatro de Brecht es el cambio, la aplicación práctica de esta idea da como resultado dos tipos de tratamientos bien definidos: 1) el personaje que se transforma por medio de la evolución (caso de La madre, adaptación de la novela de Gorki, y de Un hombre es un hombre); y 2) la estilización simbólica de la doble personalidad (caso de El alma buena de Sezuán y de Herr Puntilla y su sirviente Matti). Como corolario a sus propias reflexiones, expuso en sus clases la atinada observación de que en la obra didáctica se da el caso de una superposición de dos géneros: la base de los materiales propios de un primer género, sujetos a un tratamiento estrictamente didáctico y definitorio en el segundo, que se sobrepone al primero. Así entendimos el desempeño vilmente negativo, melodramático, del gánster Arturo Ui mimetizando la trayectoria de Hitler y, por otra parte, la caracterización francamente cómica de Herr Puntilla bajo la óptica de la lucha de clases.
Seré muy breve con el melodrama porque es fácil identificar este género cuando no se le confunde con la tragedia, como puede suceder en el caso de Ricardo III, de Shakespeare, por ejemplo. La aparición del término se dio en la Francia del siglo XVIII en su sentido de “drama con música”, melodrame, pero su existencia se remonta a Eurípides, como lo señaló Kitto. Sin incluir necesariamente a la música, su estructura plantea, en la formulación de Luisa Josefina Hernández, una contraposición de valores que no tienen que ser precisamente el bien y el mal en sentido abstracto, sino sus manifestaciones tangibles e históricas, como serían las de lealtad vs. Traición; racismo y discriminación vs. respeto a la otredad; despotismo vs. derechos humanos, etcétera. Copio entonces un fragmento definitorio de factura hernandiana:
Un melodrama tiene siempre una estructura anecdótica, o sea la colocación del material que el autor se propone usar, a modo de hacer jugar la contraposición repetidamente; resultan anécdotas llenas de variantes, sucesos inesperados, sorpresas, etcétera [yo añado aquí peripecias y reconocimientos, que no son eventos exclusivos de la tragedia, si entendemos bien a Aristóteles], lo necesario para dejar firme la contraposición; por ello podría decirse que en tanto que el tema es la contraposición, la concepción es anecdótica. Por otra parte, el melodrama no pide complejidad de carácter; no la necesita porque los personajes motivan sus acciones en alguno de los dos extremos de la contraposición.[8]
He dejado para el final la farsa, porque la formulación hernandiana de este género es enteramente original, si bien tuvo como punto de arranque el capítulo del libro de Eric Bentley dedicado al mismo);[9] pero él se limitó tan sólo a la farsa cómica, a la cual también la maestra Hernández dedicó un texto[10] en el que enfatizó su origen aristofánico y la función catártica que la distingue desde entonces. En esta nueva formulación, es capital el método de sustituciones que operan en la farsa. Hablando de Esperando a Godot, de Samuel Beckett, señala primero nuestra teórica, que la relación planteada por este autor con la realidad que conocemos no es directa, sino metafórica:
[…] ésta no es la anécdota de dos vagabundos hambrientos que viven en una zanja sino de dos especímenes humanos a quienes se les puede caracterizar metafóricamente en tal situación. [Con diversas insinuaciones textuales] hemos podido archivar en la conciencia que este texto trata de la humanidad imperfecta, arrepentida de vivir […] También que toda la humanidad es culpable, se salva la mitad [como en el Gólgota uno de los ladrones se salvó].[11]
De ahí entonces que en la estructura de los diversos tipos de farsa, de la cómica a la trágica, se sustituyan sus elementos constitutivos, a saber, la trama o anécdota, los caracteres y el lenguaje, ya que las ideas no pueden ser sustituidas con no-ideas; es así que:
Puede observarse que desde el principio del teatro fársico, tal como nos llega, existe por una parte la sustitución de una circunstancia por otra segunda circunstancia que [la primera] expresa con exactitud; también la sustitución del carácter realista por una conducta significativa de ese mismo carácter, tal como ocurre con la anécdota de Esperando a Godot y con sus personajes, pero aquí se abre otro elemento susceptible de ser sustituido: la palabra misma.[12]
Me bastará citar un solo parlamento de Esperando a Godot para ejemplificar el alcance que puede tener el lenguaje sustituido o metafórico que es característico del llamado teatro del absurdo. A la pregunta casual de Vladimir de que si su compañero reconoce el lugar donde están, éste contesta:
Estragón: ¡Reconoces! ¿Qué hay que reconocer? ¡He arrastrado mi perra vida por el fango! ¡Y quieres que distinga sus matices! (Mira a su alrededor.) ¡Mira esta basura! ¡Nunca he salido de ella! […] ¡No, nunca estuve en el Vaucluse! ¡He pasado toda mi puta vida aquí, ya te lo he dicho! ¡Aquí! ¡En Mierdaclús![13]
Esta violenta y descarnada respuesta se corresponde con la índole temática de la farsa trágica referida precisamente a la visión de la humanidad imperfecta, arrepentida, y además culpable, que vive en este mundo como vivir en una zanja o un basurero.
En conclusión, el sistema teórico propuesto por la maestra Luisa Josefina Hernández es, en buena medida, original y completo, ya que abarca los principales aspectos del fenómeno dramático, desde el proceso de mímesis, que ella denominó concepción, hasta el tono que deriva de los diferentes tratamientos a que pueden estar sujetos sus materiales, en los géneros dramáticos que ella reconoció, seis en número, para ser precisos, además de la farsa, con la cual suman siete.
Desde luego que despertó la crítica en la propia Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Críticas externadas dentro de las cuatro paredes de un salón, por parte de algún profesor, o en el espacio de un pasillo, por parte de algún estudiante de ánimo escéptico o iconoclasta, a lo cual tenían pleno derecho, desde luego. Tales críticas se referían, con frecuencia, al aspecto clasificatorio del sistema, afirmando que éste se proponía tan sólo adjudicarle etiquetas cómodas al conjunto multiforme de la dramaturgia occidental. La respuesta consistiría en sostener que no se trata de un sistema teórico viciado de origen, sino de una aplicación viciosa del mismo, ya que lo importante no era la nomenclatura, sino la argumentación que pudiera sostenerla.
En sentido opuesto, no suscitaría ninguna sospecha, aún ahora, alguna afirmación de un teórico e historiador tan admirado en las últimas décadas como Mijaíl Bajtín hablando de géneros, y sosteniendo que:
Los géneros tienen una importancia especial. En los géneros literarios (y discursivos), durante los siglos de su vida se acumulan formas de visión y comprensión de determinados aspectos del mundo. Para un escritor artesano, el género sirve de cliché externo, mientras que un gran escritor hace despertar las posibilidades de sentido latentes en el género. Shakespeare utilizó y encerró en sus obras los enormes tesoros de sentidos potenciales que en su época no podían ser descubiertos y comprendidos en toda su plenitud […].[14]
Qué sorpresa se llevaría entonces un admirador de Bajtín, y al mismo tiempo crítico de la maestra Hernández, al encontrarse con que ella dijo prácticamente lo mismo por su cuenta, dirimiendo cuestiones de historia de la cultura para tratar de explicar la aparición de la pieza en el siglo XIX:
Esta situación es en sí una petición de forma, de una forma preliminar al hecho de escribir, una forma conocida y asimilada por el autor como un elemento cultural previo. En otras palabras un molde, para volver tangible, representable y estético el material que antes de esto fue una suma desordenada de conocimientos, experiencias y opiniones.[15]
Muy distintos son los clichés y los moldes artesanales como punto de partida, de sus posibilidades mayores de sentido. Pero, en principio, es preciso otorgarles un nombre, como requisito previo a su identificación en el análisis dramático.
Muy distinta ha sido la ampliación teórica propuesta por el estadounidense Richard Schechner, quien convencido, ya desde las últimas décadas del siglo XX, de que la teoría de los géneros dramáticos era inadecuada para explicar la dramaturgia de esa época, no se diga de la actual, emigró de tal teoría y, con ayuda de varias disciplinas extradramáticas, entre ellas muy principalmente la antropología, ha contribuido al desarrollo de la teoría de las performances, siete otra vez en número, entre ellas el teatro, no ya como texto representado, sino como evento colectivo. Se trata de un tránsito histórico que estamos invitados a conocer, en principio.
En lo personal, soy del parecer de que la teoría de géneros dramáticos seguirá siendo valiosa en perspectiva histórica, para continuar dirimiendo el sentido de las formas dramáticas del pasado, tarea que necesariamente deberá ser acompañada del estudio de los aspectos propiamente escénicos, materiales, que fueron el complemento orgánico de tales dramaturgias, su otra entidad dialógica, por decirlo de alguna manera.
Remitiéndome a mi propia experiencia, puedo asentar que, a lo largo de mi aprendizaje en la Facultad, compartí con mis compañeros de generación la oportunidad, y el placer, de descubrir en el estudio de los géneros dramáticos, bajo la guía de la maestra Luisa Josefina Hernández, un rico legado de valores éticos, ideológicos y estéticos que pasarían a nutrir nuestra formación.
Notas
[1] Josefina Hernández, Los frutos de Luisa Josefina Hernández, pp. 205-212. En vista de que todos los textos teóricos y críticos de LJH están recogidos en Los frutos de Luisa Josefina Hernández y La mirada crítica de Luisa Josefina Hernández, mis referencias se remiten tan sólo a estos dos libros, con excepción de Beckett. Sentido y método de dos obras.
[2] Ibid., p. 207.
[3] Ibid., p. 166.
[4] Lope de Vega, Arte nuevo de hacer comedias, p. 176.
[5] Kitto, “La nueva tragedia. Los melodramas de Eurípides, pp. 351-390”.
[6] Ibid., pp. 331-349.
[7] Juan Tovar, Doble vista, p.71.
[8] J. Hernández, p. 234.
[9] Cf. “La farsa” pp. 205-237.
[10] Cf. Hernández, Op. Cit., pp. 213-219
[11] J. Hernández, Beckett. Sentido y método de dos obras, p.18.
[12] Ibid., p.29.
[13] S. Beckett, Esperando a Godot, segundo acto.
[14] Mijaíl Bajtín, Estética de la creación verbal, p. 350.
[15] J. Hernández, Los frutos de Luisa Josefina Hernández, p. 208.
Bibliografía
BAJTÍN, Mijaíl M. Estética de la creación verbal. Trad. Tatiana Bubnova. México: Siglo XXI, 1982.
BENTLEY, Eric. La vida del drama. Trad. Alberto Vanasco. Buenos Aires: Paidós, 1964 (Letras Mayúsculas, 21).
CAMPBELL, Joseph. El héroe de las mil máscaras: Psicoanálisis del mito. Trad. Luisa Josefina Hernández. México: Fondo de Cultura Económica, 1959.
HERNÁNDEZ, Luisa Josefina. Los frutos (obra dramática). Con un prólogo. Tesis que para optar al grado de Maestra en Letras con Especialización en Arte Dramático presenta LJH. Universidad Nacional Autónoma de México, Facultad de Filosofía y Letras, 1955.
———Beckett. Sentido y método de dos obras. México: Facultad de Filosofía y Letras, unam, 1997.
———. Los frutos de Luisa Josefina Hernández. Aproximaciones. Escritos de teoría dramática. México: Instituto de Investigaciones Filológicas / Facultad de Filosofía y Letras, unam, 2011.
———. La mirada crítica de Luisa Josefina Hernández. Reseñas de crítica teatral y literaria. Artículos misceláneos. Pról. y ed. Felipe Reyes Palacios. México: Instituto de Investigaciones Filológicas, unam / Paso de Gato (Serie Historia), 2015.
KITTO, H. D. F. Tragedia griega. Un estudio literario. Trad. Miguel Bustos García. México: Centro Universitario de Estudios Cinematográficos, unam, 2018.
PLAUTO. Comedias. Est. prel. Francisco Montes de Oca. México: Porrúa, 1974 (“Sepan Cuantos…”, 258).
TOVAR, Juan. Doble vista. Pról. Flavio González Mello. México: El Milagro / Conaculta, 2006 (El Apuntador).
USIGLI, Rodolfo. Itinerario del autor dramático. México: La Casa de España en México, 1940.