¿Tienen las Américas una Historia Común?

Edmundo O ‘Gorman

¿Tienen las Américas una Historia Común?1

I

Aclaración previa

Se pregunta si las Américas tienen o no una historia en común. Pero no bien acaba de formularse la pregunta cuando comprendemos que se hace indispensable aclarar sus términos, si es que pretendemos aportar una respuesta precisa y perfilada. Y esto, porque en realidad el enunciado del problema es en extremo ambiguo y equívoco. En efecto, a qué Américas se refiere y además —y esto es más importante—, qué es lo que vamos a entender por una “historia común”.

        Por lo que toca a lo primero no hay para qué gastar mucha tinta. Me parece que el plural con el que se encuentra empleada la palabra América, hace clara alusión a la existencia de esos dos mundos americanos que tradicionalmente vienen distinguiéndose con las designaciones de Angloamérica, por una parte, y de Latinoamérica, por la otra. No creo necesario, por más que tales designaciones no dejan de ser un tanto vagas, que para los efectos que aquí nos proponemos sea indispensable entrar en minuciosa disquisición para precisar con rigor su alcance. El uso constante les ha dado un perfil lo suficientemente acusado para que podamos desentendernos de esa tarea, sin incurrir demasiado en peligro de extravío. Por consiguiente. parece fuera de duda que lo que se pregunta es si Angloamérica y Latinoamérica tienen o no una historia común. Ahora bien, yo creo que esta pregunta encierra un equívoco fundamental desde el momento mismo que se cuestiona si las Américas tienen una historia, común o no, y que la aclaración de ese equívoco será la contestación más pertinente a la pregunta. Sin embargo, con objeto de proceder por pasos contados, aceptamos provisionalmente el enunciado del problema en el sentido usual en que puede entenderse. Pues bien, aun así, es necesario eliminar un posible mal entendido. Porque ¿qué es eso de una historia común? En términos generales puede decirse que la historia es común a la humanidad entera. La manera usual de pensar las historias particulares, ya sean de una nación, de un sector de la cultura, de una ciudad, de una época, de un partido, etc.… es la de concebirlas como partes de una historia más amplia que es la Historia Universal. Cualquiera que sea el concepto que se tenga de la Historia Universal, el de San Agustín o el de Hegel, por ejemplo, las historias regionales, parciales o monográficas, tendrán que considerarse en definitiva dentro de un sistema total de la Historia. Así, por ejemplo, para Hegel la historia americana entera está incluída en su sistema, aunque bien es cierto que con signo negativo, puesto que el fenómeno americano lo aloja en el campo de la prehistoria.

        Por consiguiente, como la historia de América no es, a la postre, sino una historia regional, parece evidente que su historia es común no solamente a las Américas, sino a toda la Historia Universal. En este sentido no podrá dudarse que las Américas tienen una historia que les es común

        Pero es claro que la pregunta tiene otro sentido, que es el que vamos a tratar de explicitar. Sin embargo, no estaba de más despejar ese primer equívoco. Lo que sin duda desea insinuarse en la pregunta es lo siguiente: 1º, que haciendo una abstracción, debe pensarse la historia del Nuevo Mundo con la independencia de sus conexiones con la Historia Universal, y 2º, que dentro del campo de esa historia hay un problema interno que consiste en saber si los hechos y sucesos que la constituyen forman una unidad, o bien si, por lo contrario, esos hecho y sucesos obligan a separar y distinguir dos grupos, que forman cada uno una historia separada y bien caracterizada.

II

La solución a priori

A este problema se puede contestar sin la necesidad de entrar a un examen previo de los hechos, partiendo de los mismos datos de su enunciado. Y no es que animado por un espíritu de chicana, desee eludir aquella tarea; todo lo contrario: me propongo en el apartado siguiente a examinar algunos de aquellos rasgos de las historias de las dos Américas que han sido aducidos como comprobatorios de la tesis de la comunidad. Lo que acontece es que la solución a priori no sólo es pertinentísima en cuanto que verdaderamente es una contestación cabal a la pregunta, sino por cuanto es absolutamente indispensable, porque dará ocasión para exponer ciertos conceptos fundamentales que bien pueden ser el oculto motivo de la divergencia de opiniones, si es que tal divergencia existe,

        Adviértase que en la pregunta van implicadas y se admiten estas dos cosas: 1º, la existencia de las dos Américas; 2º, que las Américas tienen una historia. Sobre esto al parecer no hay duda, y ella recae únicamente sobre si esa historia es o no común a ambas Américas.

        Pero si aceptamos como cosa cierta la existencia de las dos Américas como entidades distintas y separadas, pregunto ¿en qué nos fundamos para admitir esa separación? La contestación, sospecho, no podrá ser otra sino la que admitimos la existencia de las dos Américas como entidades históricas reales y distintas, porque así es como se nos revelan en la realidad de los hechos. Es decir, nuestra aceptación de esos dos mundos como distintos, descansa en un dato inmediato de la observación, dato que se nos presenta como de algo suyo evidente. Y en efecto, así es. La existencia de los dos mundos americanos como mundos distintos es algo patente, de la misma manera que la existencia de un mundo europeo como distinto de un mundo asiático.

        Ahora bien, repárese en que lo que se pregunta como tema central de esta indagación es si estos dos mundos americanos, que de suyo se nos ofrecen de un modo evidente como distintos, tienen o no una historia común.

        ¡Ah!, pero no bien acabamos de formular así la pregunta cuando nos asalta una duda. ¿Será posible que dos mundos, que con toda evidencia se nos ofrecen como mundos distintos, puedan tener una misma historia? ¿No será que hay una íntima e irreductible contradicción en lo términos? O en otras palabras, ¿no será que el hecho mismo de que esos mundos se nos ofrecen como distintos se debe precisamente a que tienen una historia distinta? Y en definitiva ¿no será que al aceptar la existencia separada y distinta de estos dos mundos como fenómenos de la realidad, estamos ya aceptando por necesaria implicación la existencia separada y distinta de sus dos historias?

        Realmente creo que esta cuestión es la esencial, porque la duda que hemos suscitado quiere decir, ni más ni menos esto: que la verdadera razón del hecho mismo, por otra parte innegable, de presentársenos de las dos Américas como entidades distintas, es que cada una de ellas tiene una historia peculiar y característica, y que precisamente tal es la causa de que esos dos mundos existen en la realidad como mundos distintos

        Claro está que lo que se piensa acerca de esto será decisivo, toda vez que de ser cierto que las dos Américas son distintas, precisamente por su historia, malamente podrá sostenerse que tengan una historia común y única y al mismo tiempo declarar que las dos Américas son mundos distintos. Conviene, pues, examinar de cerca este encontrado problema.

        Si reflexionamos un poco sobre las interrogaciones que han surgido al hilo de nuestra meditación, veremos que todas ellas concurren a una sola pregunta que es la del dedo en la llaga. Hela aquí: ¿Qué clase de entidades son esos dos mundos que llamamos Angloamérica y Latinoamérica?

        Pues bien, esos dos mundos americanos son entidades históricas y no pueden ser otra cosa. La historia es lo que las define y constituye. Angloamérica y Latinoamérica son lo que son, porque su historia es lo que es. La cosa no podía ser más clara ni más sencilla, sólo que un hábito ya milenario en la manera de ver estos asuntos, dificulta la comprensión de verdad tan evidente. En efecto, si se piensa, como es tradicional, que esos dos mundos americanos son algo distinto, diferente, separado de su historia, no será fácil convenir en que la realidad de esos mundos es su historia, y que no tienen más realidad que esa. Pero adviértase que esa manera de pensar equivale a concebir la historia como algo que acontece a esas entidades, y por consiguiente, es tanto como creer que esas entidades existen independientemente de su historia como algo constituido ya desde antes y para siempre.

        Pero la verdad es muy otra. Esas abstractas entidades ¿dónde existen? ¿Dónde están? ¿Qué son? Inténtese contestar de buena fe estas preguntas y se verá que sólo existen como abstracciones. Empero, Angloamérica y Latinoamérica son algo muy concreto y real y están muy lejos de ser entidades que andan en el aire o que habitan la esfera del mundo de las Ideas. Y es así como, insensiblemente, se nos va imponiendo con creciente evidencia la en realidad nada sorprendente verdad de que si Angloamérica y Latinoamérica son algo, no pueden ser sino historia. Y si no ¿qué otra cosa?

        Lo que sucede es que por un hábito mental muy enconado, propendemos a concebir la historia como algo accidental, algo que le pasa a un ser que ya existe de antemano. Por eso cuando oímos decir que algo es historia y nada más historia, creemos que equivale a decir que no es nada, porque nos falta el sujeto a quien esa historia acontece.

        Quien no esté de acuerdo con esta manera de pensar, se verá obligado a decir lo que son las dos Américas, sin recurrir a la descripción o narración histórica. Esta empresa, sim embargo, me parece imposible. ¿Cómo, en efecto, puede decirse lo que significa en la designación América Latina sin hacer una descripción histórica, una narración? Esto quiere decir que no encontramos más realidad que responda a esa designación que esa historia. O en otros términos, que esa historia es la causa que determina el ser de esos mundos americanos, pero no como seres previamente constituídos e invariables, sino como algo que se va haciendo a sí mismo. Y es que en el fondo de todo esto hay una idea central que la filosofía contemporánea ha descubierto, orillada por la crisis del racionalismo. Léase, por ejemplo, el iluminado ensayo del gran pensador contemporáneo José Ortega y Gasset, intitulado History as a System, y allí se verá hasta qué punto hay una diferencia radical entro lo humano, es decir, la vida humana y todo lo demás, que son cosas. Las cosas tienen naturaleza; pero el hombre no tiene naturaleza, o si se quiere, su naturaleza es la historia. El ser del hombre no es un ser como el de las cosas; el ser del hombre es su historia: es lo que le pasó, lo que pasa y ese pasarle mismo. Angloamérica y Latinoamérica no son, pues, esta o aquella cosa; Angloamérica y Latinoamérica hacen tal o cual cosa y son de tal o cual manera, porque antes hicieron tal o cual cosa y fueron de tal o cual modo. Así, el único ser de que puede hablarse de estos dos mundos americanos, es su pasado. Son, hoy, en el presente, lo que han sido; pero esto mismo indica que ese no es su auténtico ser, porque necesariamente son algo distinto al simple haber sido. Si de algo decimos que ha sido, estamos implicando que es de algún otro modo. (Ortega.)

        Así pues, esto nos revela que el error fundamental ha sido pensar esos dos mundos americanos como si fueran una cosa con un ser previo y fijo a quienes les acontecen unos sucesos. De una piedra, por ejemplo, puede decirse que es una cosa cuyo ser consiste en tener la naturaleza pétrea; la piedra es piedra en virtud de esa naturaleza. Pero de un hombre, una nación, de las dos Américas, sólo puede decirse que son lo que son porque antes fueron lo que fueron. Esta diferencia es decisiva.

        Y este es momento oportuno para descubrir el tremendo equívoco que contiene la pregunta inicial. En efecto, si se tiene presente lo que acabamos de decir, caeremos en la cuenta de que sólo es posible preguntar con sentido si las Américas tienen una historia, si se supone que las Américas son unas entidades que existen con antelación a la historia y dotadas de un ser fijo y estático, porque únicamente es así posible concebir que tengan una historia, en el sentido de algo que es objeto de posesión. Pero si no olvidamos que las Américas no existen como entidades con un ser fijo y estático constituído de antemano y para siempre, no será posible que pensemos la historia como una serie independiente y accidental de acontecimientos, ni tampoco será posible que pensemos que tienen historia en el sentido que ese tener tiene en el enunciado del problema. En la pregunta: ¿tienen las Américas una historia común?, es clara la implicación de que las Américas son unos sujetos trascendentales que bien pudieran no tener historia, o quizá menos exageradamente, que bien pudieran haber tenido otra historia de la que tienen. En presencia de la realidad fenoménica, la razón hace de las suyas y paraliza la vida, inventando, por medio de una abstracción, esos sujetos trascendentales llamados las dos Américas; y una vez creados estos seres más o menos monstruosos se concibe la historia como una serie de acontecimientos que les pasan a esos seres. Ahora bien, si se admite, como es forzoso, que no existen esos sujetos trascendentales sino como abstracciones, tendrá que convenirse en que la historia no es una serie independiente y accidental de acontecimientos, porque si el sujeto a quien esos acontecimientos le acontecen no existe, esos acontecimientos serán todo lo que se quiera menos acontecimientos. Para que algo sea un acontecimiento es necesario que exista un sujeto que lo padezca.

        Todo esto se verá más claro si reflexionamos en lo siguiente: admítase provisionalmente que las dos Américas son unos sujetos a quienes la historia les acontece. Proyectemos esa imagen hacia el pasado. ¿Qué acontece? Pues que las Américas en el pasado, o no se conciben, o bien son algo muy distinto de las que ahora concebimos. Es decir, que por el solo hecho de quitarles algo o parte de lo que les ha pasado, son otra cosa. Ahora proyectemos la imagen hacia el futuro. Supongamos que de aquí a unos dos o tres siglos se logra constituir una gran unidad continental. En vez de las dos Américas, tendremos nada más que una América. ¿Qué fué lo que pasó? Pues que por el solo hecho de aumentar acontecimientos, no sólo son otra cosa las Américas, sino que ya no existen. Ahora bien, imaginemos un observador situado en eses momento del futuro en que solamente se conciba como realidad a una sola América. Creerá también que se trata de un sujeto trascendental dotado de naturaleza fija y previamente determinada, a quien le ha venido aconteciendo toda la serie de sucesos que forman la historia americana. Y habrá que convenir en que, para tal observador, es inconcebible lo que ahora parece tan evidente, o sea la existencia de las dos Américas, porque tendrá la convicción de que todos los hechos de la historia americana pertenecen a esa única América, y no caerá en la cuenta de que una parte de esos mismísimos hechos fueron pensados por sus antepasados como pertenecientes, no a una América, sino a dos. Pues bien, esta falta de perspectiva que podría cometer el ciudadano de la única América es la misma que en efecto cometen los ciudadanos de la doble América. Pensemos en aquellos ya pasados tiempos cuando lo que ahora llamamos Angloamérica no era una unidad como ahora la vemos, sino que sólo existía un cierto número de grupos separados, y cuando lo que ahora llamamos Latinoamérica no era un conjunto de grupos separados, como ahora la vemos, sino una unidad colonial. Es evidente que el historiador de entonces no podría concebir esos mismos hechos americanos como una serie de sucesos que le habían acontecido a dos entidades llamadas Anglo y Latinoamérica, respectivamente.

       Cosa extraña sin duda deben ser esos acontecimientos que se llaman historia, puesto que basta descontar algunos ya pasados o acumular otros futuros, para que se produzca un portento, a saber: hay un cambio del sujeto que los padece. ¿Cómo explicarnos este taumatúrgico efecto? Pues es bien simple. Se trata, y lo digo sin burlas y muy de veras, de un caso de magia natural, de esa que no necesita pacto con el diablo, magia que hasta los inquisidores practicaban los días de asueto. Es un escamoteo, un engaño de los ojos, porque el truco está en que en realidad no hay cambio en el ser del sujeto, por la sencilla razón de que su ser consiste precisamente en el cambio. Ahora que para descubrir este truco ha sido necesario que la razón acabe por comprender que la sinrazón también tiene razón. Angloamérica y Latinoamérica no son, sino que “van siendo”. Pero “ir siendo” —dice Ortega y Gasset con su habitual precisión— “es un absurdo; promete algo ilógico y resulta, al cabo, perfectamente irracional. Ese ‘ir siendo’ es lo que, sin absurdo, llamamos vivir”.

         A mí me parece que lo que hasta aquí va dicho es convincente y claro. Pero quizá no lo sea tanto por la tenacidad con que siempre vuelve a la carga la imagen persistente de un ser, de un sujeto de naturaleza fija, a quien la historia acontece. Nada extraño tiene que en la angustia de verse acorralada la manera tradicional de ver estas cosas, busque soluciones falsas e imprecisas, pero salvadoras. Se dirá, por ejemplo, que el ser, naturaleza o principio de las dos Américas, es para cada una, respectivamente, la unidad étnica, o bien la lingüística, o por último la unidad geográfica. Pero es inútil, de nada sirven esos artilugios que la razón inventa en el naufragio. Todos ellos pecan del mismo error de perspectiva en que incurre el “ingenuo dramaturgo que hace casi siempre que su héroe parta para la guerra de los Treinta Años” (Ortega). Porque pensar que las Américas son las unidades étnicas, lingüísticas o geográficas que ahora vemos, suponiendo que realmente existan tales unidades, equivale a partir de una situación del presente fugaz y huidizo, y pensar que siempre ha sido la misma. Pero pregunto: ¿esas unidades, dónde existían antes? Ah, pues es necesario recurrir a una pintoresca monstruosidad y contestar que existían predeterminadas en el alma de los pieles rojas, de los puritanos del May Flower, de los chichimecas, de los aztecas, de los incas, de los aventureros españoles, de los navegantes portugueses. Pero esto es tanto como suponer que existían anglo-americanos y latino-americanos antes de que Angloamérica y Latinoamérica existiesen; es pensar que Cervantes de Salazar es un escritor mexicano y que Hiawatha fué un ciudadano de los Estados Unidos, antes de que hubiera México y los Estados Unidos. No, ni la comunidad de raza, ni la lingüística son principio de las dos entidades americanas, porque esa comunidad es resultante y no causa de esos dos mundos. Si hay comunidad de sangre y comunidad de idioma es porque los hombres han laborado hacia la constitución de eso que hoy llamamos Angloamérica y Latinoamérica, y no puede ser al revés, como es usual pensar, porque a ello se oponen y lo contradicen los hechos mismos. Y lo mismo es valedero respecto a la unidad geográfica. También en esto “se parte para la guerra de Treinta Años”. Se quiere hacer de los límites geográficos un principio espiritual, como si la historia estuviese predeterminada por una figura geográfica. Pero basta de recordad la situación de no hace muchos años para caer en la cuenta de que no hay tal predeterminación. Cuando lo que ahora se llama Angloamérica era un conjunto disociado de pequeñas colonias, también éstas tenían sus fronteras, que entonces parecían límites fijos y predeterminados. No, la verdad es que la frontera no es principio y fundamento de una unidad histórica, sino que es la resultante geográfica de esa unidad. La frontera no es fundamento de la unidad, es el límite hasta donde esa unidad se ha extendido, y es, en última estancia, la línea más o menos atrincherada que señala el encuentro de dos unidades vecinas. Por tanto, las fronteras, y con ello se quiere significar el territorio que ocupa una entidad histórica, no son principio de la unificación, no son causa, son, como la comunidad étnica y lingüística, un efecto. Y además, en el caso nuestro de las dos Américas, es particularmente inoperante el principio geográfico para fundar la unidad de esas dos entidades, porque se trata de conceptos supra-nacionales, en una época en que las naciones aún existen con sus inevitables fronteras. Las figuras geográficas en que se quieren fundar las dos Américas están erizadas de fronteras que hoy por hoy no es posible olvidar.

        En resumen: la pregunta de si las Américas tienen o no una historia común, está implicando que las Américas son unas entidades (raciales, lingüísticas, geográficas) dotadas de un ser fijo, y que tienen una historia como quien tiene un accidente. Lo que niego es que existan esas entidades como sujetos trascendentales y por lo tanto niego la historia como accidente. Por lo contrario, la historia es definitoria y constitutiva de esos dos mundos americanos, y por eso no hay ni puede haber más criterio para diferenciarlas que, precisamente la historia. Podemos, pues, ya bien prevenidos contra el equívoco conceptual del enunciado de la pregunta, contestar que no es posible decir que las Américas tienen una historia común, porque si fuera una historia común la de las dos Américas, no habría eso que ahora llamamos las dos Américas. Las Américas no tienen, son, historia.

III

La estructura de América

Una pulcra revisión de los hechos confirma cuanto hemos dicho, por la sencilla razón de que cuanto hemos dicho no es sino una meditación apoyada en los hechos. Veremos, al combatir con los hechos la tesis de “una historia común de América, que el escrutinio de la realidad no autoriza pensar en las Américas como dos seres de naturaleza fija a quienes la historia les acontece, sino que nos mostrarán la existencia de dos mundos históricamente distintos que no tienen más ser que el de la palpitante, inmediata y presente realidad de su historia, realidad que es vida humana y que con estar tan pegada a las narices y quizá por eso, jamás pudo ver el genio creador de las estatuas blancas de los ojos vacíos.

       Hay quienes se entregan de lleno a la visión teleológica de la historia y quieren construir una síntesis finalista con los hechos de la historia de las dos Américas. Para ello tratan de conceptuar la estructura histórica del Continente, violentando arbitrariamente esos hechos y metiéndolos, quiérase o no, dentro del preconcebido molde de una “historia común”. Suponen que solamente es posible concebir una estructura histórica continental, si los hechos de la vida angloamericana son iguales a los de la latinoamericana, y de ahí, sin más ni más, pónense a caza de semejanzas y a degüello eliminatorio de diferencias, y una vez coronada la arbitraria faena, hacen surgir más o menos radiante, según sea el talento literario empleado, la imagen de una América unida y —digo yo— mutilada, Conclusión: las dos Américas tienen una historia común.

       Pero a esta manera de proceder pueden oponerse objeciones muy serias. Salta a la vista que hay una implicación equivocada, porque es claro que una cosa es la necesidad pedagógica o historiográfica de concebir los hechos americanos en una estructural total y unitaria, y otra cosa es que esos hechos presenten realmente una uniformidad y semejanza. Porque pregunto: ¿quién ha dicho que para lograr aquélla seas condición necesaria ésta? Soy el primero en creer que ya va siendo tiempo de superar la visión nacionalista de la historia americana, porque también creo que ya va siendo tiempo de superar las nacionalidades mismas; pero de eso a creer que la vida histórica de Angloamérica es fundamentalmente idéntica a la de Latinoamérica hay una distancia enorme. Y digo: que si hemos de concebir en una estructura total los hechos de América, o lo hacemos respetando la realidad tal como se nos revela en su virginal complejidad y diversidad, o mejor no lo hacemos. Lo que acontece, creo yo, es que el pensamiento que pugna por buscar analogías con desprecio de las diferencias, obedece a la enternecedora ingenuidad de la clásica mente físico-matemática que todo lo quiere reducir a la uniformidad, concepto en el fondo puramente cuantitativo. Así, en los asuntos humanos se busca el mayor número de rasgos semejantes y se quiere establecer la identidad, diputando todo aquello que sea diferencia como residuo no perturbador, sin advertir que una sola de esas diferencias puede ser lo verdaderamente decisivo. Se comenten, pues, dos errores capitales: creer que sólo se puede concebir una estructura total de la historia continental a base de semejanzas entre las historias de las dos Américas, y creer que el verdadero conocimiento de esas historias consiste precisamente en descubrir esas semejanzas. Pero entre las cosas más disímbolas, es siempre posible encontrar semejanzas; empero, esto nada dice; lo importante es destacar las diferencias que nos revelan, ellas sí, la individualidad y peculiaridad de lo comparado. Sólo así podremos distinguirlas, es decir, conocerlas.

        Así, pues, los resultados que se obtienen con el procedimiento que critico y que designo con el nombre del “tratamiento de la historia común”, conducen por una parte, a una arbitraria y falsa estructuración de los hechos americanos, arbitraria y falsa por cuanto no da cabida a las diferencias cuya notoria realidad se opone a que se eliminen residualmente; y por otra parte, a un falseamiento en el conocimiento de la historia de las dos Américas, por cuanto ese conocimiento solamente puede alcanzarse por medio de una escrupulosa constatación de las peculiaridades de cada una de ellas.

         Pero además, lo grave de todo esto es que en la constatación de semejanzas se incurre en un error de perspectiva cuando el método se emplea en asuntos de historia. En efecto, el buscador de semejanzas juzga los hechos y fenómenos del pasado desde el punto de vista en que él, el espectador, está colocado, y conforme al patrón de preferencias vigentes en la época en que vive, y por eso, más o menos inconscientemente, supone que el pasado estaba predeterminado para producir el mundo en que él, el espectador, se encuentra instalado y que las preferencias siempre han sido las mismas en toda época. Le parecerá, pues, que los hechos pretéritos más disímbolos son semejantes por su finalidad, y creerá que ciertos rasgos son los esenciales, cuando en realidad muy bien pueden ser secundarios y hasta inexistentes en la vida y época que tan arbitrariamente juzga. Por ejemplo: pensará que el espíritu que animó a los primitivos puritanos de Norteamérica es, por su finalidad, medularmente el mismo que animó a los conquistadores de México, por el hecho de que andando el tiempo los Estados Unidos y México adoptan la forma de las repúblicas federales democráticas, o pensará que lo fundamental de la colonización española en América es el factor económico, por la única razón de que hoy en día ese factor le podrá parecer el fundamental en el proceso histórico.

        No, decididamente el método de estructurar la historia de América a base de semejanzas o supuestas semejanzas entre el pasado angloamericano y el latinoamericano no es admisible por su desaforado simplismo, que a eso es a lo que se reducen las objeciones aducidas.

        Examinemos con brevedad, por afán comprobatorio, alguna de esas alegadas semejanzas, base de “las grandes unidades que se manifiestan en la “historia americana” (Bolton) con que se pretende estructurar la historia continental.

      Se dice que las semejanzas en los sistemas coloniales de Latinoamérica y de Angloamérica son más notables que las diferencias. Veámoslas. Pues resulta que son; a) miras mercantiles idénticas, es decir, explotación de las colonias en beneficio de los pueblos colonizadores; b) implantación de gobiernos del tipo contemporáneo europeo, adaptados al suelo americano; c) general esclavitud de negros; d) explotación del trabajo de los nativos, y por último, e) el mestizaje.

        Habría mucho que decir respecto a la verdad de tales semejanzas. Por ejemplo, una visión auténtica de los primeros años de colonización española revelará (como documentalmente puede comprobarse em los escritos de Colón) que las miras mercantiles, por otra innegables, no se orientaban tan exclusivamente como se cree en beneficio de los españoles, sino se pensaban como beneficio común para la Cristiandad entera; pero admitamos esas semejanzas, haciendo caso omiso de tales objeciones, entre las que deberíamos apuntar la muy importante de que la colonización española no es un fenómeno uniforme a lo largo de los tres siglos de su dominación. Admitidas esas semejanzas, ¿puede realmente concluirse de ellas la identidad fundamental de los sistemas coloniales de las dos Américas? Yo rotundamente creo que no. Por lo contrario, mucho más me inclino a calificarlos de opuestos y muy opuestos.

      Adviértase, en primer lugar, que esas “semejanzas”, en lo esencial, cuadran a toda colonización, americana o no. La colonización inglesa en la India, con la excepción quizá de la esclavitud de los negros, tiene las mismas características. Esto quiere decir que no son nada peculiar y concreto de la historia americana, sino notas que describen la fórmula abstracta de “colonización”. Ahora bien, “las fórmulas abstractas no piensan algo real, sino que reclaman una concreción” (Ortega.). Pues bien, el examen de la realidad concreta americana nos muestra que las cinco notas con que se pretenden identificar los sistemas coloniales de las dos Américas, sólo son semejantes en el nombre (es decir, como rasgos abstractos); pero que en realidad son manifestaciones más o menos superficiales de realidades mucho más profundas, esenciales y distintas de los dos mundos americanos.

      ¿Y cuáles son esas realidades profundas y esenciales? Sin duda la contestación a esta pregunta exige una descripción cuidadosa de los hechos que han acontecido y acontecen en suelo americano, cosa que aquí no puede ni siquiera intentarse. Con todo, diré lo que a mí me parece más urgente y capital.

        La cosa hay que tomarla en sus orígenes y con suficiente amplitud. Pensemos el descubrimiento de América y eso que se llama la colonización como una gran peripecia histórica, que en lo fundamental consiste en la incorporación del Nuevo Mundo a la cultura europea cristiana. Lo importante es que esa incorporación, que es un largo proceso que quizá no esté aún concluído, se lleva a cabo por dos vías distintas. Llamémosles, muy grosso modo, la vía latina y la vía anglo-sajona (por ser la que imperó en la parte norte del Continente). Este este es el origen de las dos Américas; pero lo decisivo de este hecho, en lo que se refiere a la constitución histórica de América, no está como generalmente se piensa en la diferencia étnica entre anglosajones y latinohispánicos, sino en la diferencia proveniente de la peculiarísima situación histórica en que estos dos grupos europeos se encuentran en el momento muy concreto y peculiar en que el Nuevo Mundo aparece en el horizonte de la cultura europea. Es monstruoso el pensamiento que quiere explicar toda la diferencia entre los mundos americanos con el factor puramente recial, animal, biológico. La verdad, como yo la veo, es otra. Creo que si no pensamos la peripecia de América, en sus orígenes, en conexión indisoluble y en mutua interdependencia con esa otra más grande peripecia que es el advenimiento del mundo moderno, no podremos nunca entender un otra cosa.

        Pues bien, el advenimiento del mundo moderno se manifiesta en Europa por un tremendo desacuerdo que surgió en el seno de la Cristiandad. Pero no se piense esto como un desacuerdo de opiniones; se trata de algo mucho más vital. Fué un desacuerdo respecto a la vigencia de determinados valores considerados hasta entonces y durante toda la Edad Media como la instancia superior a la que podría apelarse. El mundo cristiano había logrado en un laborioso proceso lleno de luz y plenitud un acuerdo fundamental sobre esos valores; pero el proceso llegó a una perfección conceptual nunca antes alcanzada, lo que significa que llegó a una situación vital-histórica límite, El hecho de ser una situación límite es lo importante, porque precisamente esa su extremosidad indica que es una situación agotada de posibilidades, una situación en que ya no hay nada nuevo que hacer, es decir, una situación de muerte. Porque ¿qué mejor definición de la muerte que no tener nada que hacer? La naturaleza odia el vacío; la historia odia los límites; la vida odia a la muerte. Por eso en toda situación histórica límite, aparece el odio, el desacuerdo. Pero ¿el desacuerdo sobre qué? Pues sobre lo que naturalmente tenía que surgir: sobre si era o no límite la situación. O para decirlo menos conceptualmente, sobre si esos valores eran realmente la única instancia superior, o bien si había otros, y sobre si los nuevos se oponían a los viejos. En este desacuerdo, se sintetiza el momento dramático del tránsito del mundo medieval al mundo moderno. Hubo quienes pensaron que las formas de vida podían renovarse, pero sin alteración de los valores fundamentales, y hubo quienes opinaron que esos valores ya no eran vigentes y pretendieron substituirlos por otros. Este desacuerdo, metafísico em el fondo, tiene su manifestación más clamorosa en la gran lucha de la Reforma.

        Importa mucho tener presente esta gran peripecia de la cultura cristiana europea si se quiere entender de raíz la estructura histórica de América. El destino de España fué en ese momento el de convertirse en adalid de la posición que podemos llamar tradicionalista. Representa la postura de quienes creyeron que las antiguas formas podrían renovarse dentro del sistema de valores tradicionales. Inglaterra pronto se hizo portavoz de la opinión contraria. La gran novedad de la situación consiste en que el valor supremo a que se puede apelar como instancia definitiva ya no es la revelación, sino la razón individual. Para emplear la terminología de Scheler, diremos que esta diferencia se manifiesta en los dos tipos de saberes: el saber de salvación y el saber de dominio. El primero proyecta la vida hacia lo metafísico, el segundo hacia lo físico; el primero considera la vida terrestre como un estado transitorio y peligroso: es vida en “un valle de lágrimas”; el segundo ve en la vida un fin en sí; el uno le da cabida a la naturaleza física, metiéndola dentro de una estructura jerárquica que no admite vaguedades ni horizontes perdidos y la desprecia, valiéndose y dependiendo de ella en un mínimo; el otro la domina y sojuzga, lanzándose a su conquista y aprovechándola en un máximo.

        La nueva manera de vida crea un hombre nuevo; es el hombre moderno, inventor de una magia moderna llamada la “ciencia experimental”. El nuevo proyecto vital fué a dominar la naturaleza con la blitzkrieg de la ciencia experimental. Europa se lanza desaforada por este camino, y España, la campeona de los valores antiguos, se queda atrás. Para Francia la nueva vida es una gran experiencia que pronto se intelectualiza. Francia, que en el corazón permanece católica, es por eso la gran pecadora. Pero Inglaterra, la protestante, hace suyo el momento y con su genio político sube a la torre de mando para ocupar el lugar de España cuya estrella declina en el cielo político de Europa. Este es el profundo sentido de eso que se llama la decadencia de España. Da grima oír hablar de esa decadencia como consecuencia de ciertos factores económicos, administrativos o raciales. La actuación de España como adalid de la antigua fe no tiene en sí nada de decadente; es, por lo contrario, vigorosa y heroica. Lo que pasa, y esto es lo decisivo, es que una situación que no está a la altura de los tiempos. Pero es muy posible que el retroceso hispánico esconda un admirable secreto del proceso histórico de la cultura cristiana, que consistiría en la necesidad vital de conservar ciertos valores que le son a ella constitutivamente esenciales. Esto requería un elevado precio: la pérdida del mando, y España pagó su precio. Su sacrificio conservó esos valores antiguos que el nuevo sentido de la vida no tuvo, en su precipitación, el genio de digerir; hoy es la hora en que vemos que ese sacrificio no fue en vano.

        Pues bien, en la encrucijada formada por las dos fuerzas opuestas en que se manifiesta el gran desacuerdo que dió al traste con la unidad cristiana, es donde jay que alojar los orígenes de los dos mundos americanos y donde hay que ir a buscar sus elementos constitutivos y peliculares, porque América nace en medio de esta discordia que condiciona constitutivamente su estructura histórica. Es esta la idea rectora para entender a fondo la gran distancia que existe entre los sistemas coloniales de Latinoamérica y de Angloamérica.

        Los límites que aquí se imponen no permiten describir con la necesaria amplitud y comprobación documental todas las consecuencias de esa idea. España depositó, cultivó y desarrolló en una porción del Nuevo Mundo un repertorio de valores, un tipo de vida que corresponde a la peculiar situación que ocupó en el destino europeo, en el momento en que el hombre moderno, hace su aparición en el seno de la cristiandad. En cambio, otros pueblos del Viejo Mundo, pero a la postre Inglaterra, sembró en otra porción del Continente Americano la semilla de ese hombre moderno, dominante y poderoso, que comprobó estar más vitalmente despierte y, por lo tanto, ser más valioso para la continuación de la vida europea. Estos dos mundos han seguido las respectivas trayectorias que les marcó el impulso inicial que los creó. Son impulsos distintos en intensidad y en dirección. En América se reproduce, pues, el desnivel que se produjo en Europa al quedarse España por abajo de la altura de los tiempos históricos. Mas con esto no he dicho aún lo decisivo, porque lo curiosos y sobremanera importante es que ese desnivel histórico se agrava en América y tórnase en un desequilibrio agudo. Sería de suponerse que en América se continuaría el estado de evolución cultural de los respectivos pueblos que la colonizaron, pero no hay tal. La verdad es que en Latinoamérica hay un salto atrás, no a un primitivismo como pensó Hegel (además él lo pensó para las dos Américas), sino a un estadio de evolución anterior. Esto se documenta en los más variados sectores de la vida colonial primitiva; en su arquitectura, su historiografía, su economía; en cierta manera de conceptuar el universo, el hombre y el tiempo; en la forma en que se interpreta el descubrimiento y las culturas autóctonas, y en el estilo de vida cortés y caballeresca que se ensaya en serio. A su vez, me parece que en Angloamérica hay un fenómeno diametralmente opuesto. Piénsese en el constitucionalismo político norteamericano como el producto genial y auténtico del hombre moderno, y piénsese en el puritanismo, tradición auténtica de Norteamérica, que lejos de demostrar un retroceso nos invita a ver un brinco hacia adelante. No se olvide que el puritano de puro excesivo no cupo en Europa. Es el nombre sincero e inhumano, la crema del protestantismo, el fruto más adelantado y exagerado que produjo el mundo moderno. Nada más opuesto al medieval que un puritano. De puro excesivo en las novedades; de puro extremista en su odio al antiguo orden, fué expulsado y emigró a América. Por eso América fué para los puritanos tierra dorada de promisión, de liberación. ¡Qué distinto sentimiento el de los españoles que vieron en América una tierra encadenada y negra, tierra perdida donde el diablo impera! Es paradójico, aunque no por eso menos cierto, que el puritano —el hombre de criterio más estrecho que jamás se haya dado— resulte un hombre cuyo defecto en su tiempo fué ser demasiado moderno. Moderno, demasiado moderno, es el santo y seña para entender en su origen la prodigiosa vida norteamericana. Pero esto nos está indicando inequívocamente que aquí también, pero con signo inverso, encontramos un desnivel respecto a la altura de los tiempos. Y así, el fenómeno americano tomado en su auténtica complejidad, revela una estructura de dos mundos entre los que hay un desequilibrio histórico agudo. En Latinoamérica surge una vida cultural de primer orden, pero que en conjunto representa un retroceso a un estadio anterior de la evolución histórica europea; en Angloamérica surge una vida cultural enérgica y vigorosa, pero que de puro moderna es en conjunto una vida demasiado avanzada. Por la vía latina ingresa parte de América a la cultura, pero por eso misma vía las antiguas formas y principios de vida que España defiende en vano, tienden a preservarse en el nuevo Mundo; por la vía anglosajona se incorpora la otra parte del Continente, pero por esa vía también se quieren preservar en toda su pureza extremosa los nuevos principios y formas. En América encuentra refugio aquello que en Europa está en peligro, y esto nos da una idea de América que yo creo jamás ha sido vista antes: América desde sus orígenes desempeña el papel de la gran preservadora de los valores culturales cuando éstos han estado en peligro. En América encontraron seguro albergue dos utopías que se combatían ferozmente en esa hora crítica y trágica que fué el tránsito del mundo medieval al mundo moderno. Latinoamérica fué depósito de los antiguos valores; Angloamérica, de los nuevos principios. Esta desarrolló su admirable técnica y su magnífica vida política; aquélla conservó los altos valores espirituales y religiosos que le confió España. Puede decirse que Latinoamérica jamás ha hecho en serio la experiencia del industrialismo, de la técnica y del liberalismo, y que Angloamérica solamente ha hecho esa experiencia. Esto no es hablar mal de una o de otra, en todo caso es hablar bien de las dos. Yo creo que esta profunda y original diferencia entre los dos mundos americanos, este acusado desequilibrio, subsiste hoy en dúa en lo fundamental. Creo que este es el esquema verdadero de la estructura histórica del Continente. Creo que percibir con clara distinción la diferencia entere las dos Américas es condición esencial para entender los grandes sucesos de la historia americana. Creo, por último, que haber demostrado la diferencia original constitutiva entre las dos Américas, es haber demostrado que, pese a algunas apariencias superficiales y en rigor abstractas, los sistemas coloniales de ambas son radicalmente distintos.

        Igual cosa puede decirse de la independencia de América y de la formación de sus nacionalidades. Para ello bastará recordar que la nacionalidad norteamericana es el resultado político de la unión de grupos originalmente separados, y que en Latinoamérica es el resultado político de una previa atomización de una gran unidad preexistente. La federación norteamericana es la fórmula espontánea de asociación política de esos grupos separados, mientras que las federaciones en Latinoamérica son una fórmula artificial e imitada. No se olvide que México para poder “convertirse” en federación tuvo que crear legalmente los Estados, es decir, hubo de dividirse, a fin de que pudieran federarse, es decir, unirse. Téngase presente también que la independencia norteamericana es muy anterior a la de Latinoamérica y que aquélla es anterior y ésta posterior a la Revolución Francesa, porque bastará indicar esta diferencia de fechas para que el historiador sospeche diferencias profundas entre los dos en apariencia semejantes acontecimientos. Estúdiese la mentalidad de un hombre como Franklin y la de un hombre como la del mexicano Dr. Cos, y adviértase el espíritu tan opuesto que animó a estos hombres; léanse los documentos parlamentarios y constitucionales de la independencia en Norteamérica y Latinoamérica y se llegará a la conclusión de que la independencia norteamericana revela una fuerza unificadora de grupos originalmente separados, resultante de un proyecto vital de ejecutar en el futuro una empresa común, y que la independencia en Latinoamérica es primariamente una fuerza de dispersión que obedece precisamente a la falta de un proyecto semejante, que España no pudo o no supo elaborar y proponer a sus colonias para mantener la unidad conseguida. ¿Puede pedirse mayor falta de similitud o semejanza? Para documentar estas afirmaciones bastará emprender un análisis comparativo entre los Artículos de Confederación de 1778 y la Constitución de 1787, por una parte, y por la otra, de la Constitución Española de 1812, del Dictamen de 24 de junio de 1821, del Conde de Toreno, y de la Exposición de los Diputados de Ultramar, de esa misma fecha.

        La independencia de Norteamérica y Latinoamérica son cosas muy distintas; otros antecedentes, otros motivos, otro espíritu, otras intenciones, otra época. No se diga, pues, que la lucha por la nacionalidad es un fenómeno unitario continental que empieza en 1776 y concluye en 1826. Esa es una pura abstracción formal que no responde a ninguna realidad. Es como si se dijera que la lucha por la nacionalidad china es un mismo fenómeno que la que la lucha por la nacionalidad norteamericana, por el solo hecho de que en ambas hay una pugna por constituir una nación. Me parece, por consiguiente, que no es posible conformarnos con ciertas alegadas semejanzas sacadas de la engañosa metáfora legalista de la “mayoría de edad”, ni tampoco con la banal afirmación de que la independencia en las dos Américas es una misma y única peripecia histórica, porque en ambos casos hubo ayuda exterior e influencia extranjera.

        Se ha dicho también que las relaciones entre las dos Américas han sido por lo general buenas y cordiales y que eso es una prueba más de la unidad histórica continental. A mí me parece que ni es exacto que hayan sido por lo general buenas y cordiales esas relaciones, ni, caso de que lo hubieran sido, que con ello se pruebe esa unidad. La verdad es que el problema de las relaciones entre las dos Américas es sumamente complejo y no es posible despacharlo con el sobado concepto de la “solidaridad” o con decir que han sido buenas o malas. Es más, creo que el estudio de las relaciones diplomáticas es sólo un aspecto de la cuestión y por cierto no el más profundo. El examen de los tratados, de las conferencias interamericanas y en general de las relaciones políticas continentales, no será verdaderamente fecundo si no se coge el problema en sus raíces y en toda su amplitud. Estimo que la cuestión de las relaciones ente las dos Américas se han confundido con la cuestión de las relaciones internacionales entre las repúblicas americanas. No digo que no exista una vinculación entre estos dos problemas, pero sostengo que son cosas distintas. En el fondo las relaciones entre las dos Américas entrañan abstrusos problemas de psicología histórica que desde hace tiempo están reclamando inútilmente la atención de los historiadores. Por mi parte tengo mi opinión, falsa o certera, sobre esto. No es este el lugar para exponerla y espero poder hacerlo con algún decoro en un día no lejano, pero sí que puedo afirmar que sí algo prueban las relaciones entre las dos Américas, es la gran distancia que las separa y en modo alguno la unidad o uniformidad en el Continente. A mí juicio, la zona profunda donde debe resolverse el problema es en el campo de la moral y de los valores. Creo que, hasta ahora, las relaciones entre las Américas han tenido por base una honda incomprensión, pero no incomprensión en el sentido puramente intelectualista con que usualmente se invoca el término, sino una incomprensión espiritual originada en una mutua y sistemática desvalorización ética. Recuérdese el extraordinario libro de Juan Enrique Rodó, que, injusto o no, es bella y ágil expresión de un auténtico sentimiento del alma criolla hispanoamericana. “Aunque no les amo, les admiro, dice Rodó, refiriéndose a los norteamericanos, al dirigirse a la juventud latina del Nuevo Mundo. Yo confío en que Norteamérica no dirá como el tirano del Mediterráneo: “Nos tiene sin cuidado el ser odiados”. No echemos tampoco en olvido al brillante Martí que señala como el mayor peligro de “nuestra América” (la Latina) “el desdén del vecino formidable, que no la conoce”. Tengo la convicción de que se adelantará mucho más en el conocimiento de las relaciones de Angloamérica y Latinoamérica, si se descubre toda la carga potencial de resentimiento que llevan las palabras “greasers” y “gringos”, que si se escribe toda una biblioteca sobre los tratados y convenios internacionales.2

        Y a todo esto habría que agregar mucho más. Habría, por ejemplo, que mostrar cuán diverso es espiritualmente el sustrato de la vida económica en los dos mundos americanos, cuán distinto su temperamento artístico, y cuán ancho el golfo religioso que entre ellos se extiende. Pero conformémonos con estas simples indicaciones elocuentes, y recordemos solamente esto: que la clave y la llave maestra para entender en su autenticidad todas estas cuestiones, está en no perder de vista la peculiar estructura de América que está, toda ella, montada en el original desequilibrio de sus dos esferas. Esta es la fórmula decisiva y el gran secreto.

        Carece pues de sentido hablar de una “historia común” de las dos Américas, porque, o es historia común en el sentido amplio de ser historia humana, y entonces no se duce nada concreto, o es historia común en el sentido de “grandes unidades” apoyadas en unas supuestas semejanzas, y entonces es una falacia. A mí me hace el mismo efecto ver que alguien sostenga en serio la engañosa fórmula de una “historia común” para concebir la estructura histórica del Continente, que me haría ver que alguien tomase en serio las estatuas ecuestres con que los pueblos de América han querido honrar a sus héroes y echar a perder sus parques y jardines. Allí los vemos, a Washington y a Bolívar, ambos reflejan en el rostro la alta inspiración de sus elevadas miras; ambos están en posturas increíblemente heroicas, aunque no tanto como las de los no menos increíbles caballos blancos en los que van montados; en torno a los héroes hay un reguero de símbolos más o menos conmovedores, y entre los cañones, los laureles y las cadenas rotas, un águila se prepara para emprender el vuelo. Aquí sí que es pasmosa la semejanza entre los dos prohombres: Bolívar, el Washington del sur, y viceversa. Y no se crea que esto es una broma, ni que sea cosa casual o indiferente esa similitud en la tradicional representación iconográfica, es, ni más ni menos, la fórmula de la “historia común” llevada a la piedra y al bronce.

        Hágase en buena hora la síntesis de los hechos americanos; yo también creo que es urgente tener una “visión de América”; pero si ella ha de ser verdadera y responder a la concreta realidad americana, no puede ser una síntesis de abstracciones y estatuas.

Edmundo O ‘Gorman

Notas

1 Tal fué el tema propuesto para discusión en una de las Secciones de la LVI Reunión Anual de la American Historical Association que se verificó durante los días de 29 a 31 de diciembre de 1941, en la ciudad de Chicago.

Bajo la presidencia del Dr. Ripley, leyeron sus autores cuatro ponencias presentadas como expresiones de puntos de vista norteamericano, canadiense, mexicano y suramericano. Me ocupo el honor de figurar en esa reunión representando el punto de vista mexicano, a cuyo efecto leí un extracto en inglés de un estudio de mayor extensión que preparé y redacté en castellano. Ese último es el que ahora publico por habérmelo bondadosamente solicitado el director de esta Revista, a quien doy las debidas gracias. —E. O´G. 

2 Al señalar las diferencias constitutivas entre las dos Américas y al mostrar el desequilibrio estructural en la historia del Continente, no se implica en modo alguno que sea imposible realizar la gran promesa contenida en la palabra América. Por lo contrario, esas diferencias son las que hacen posible esa tarea. Pero esta cuestión es ajena a este estudio y por eso la dejo intacta.

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