Una ruta viva hacia el abismo: el chamanismo mesoamericano

Eduardo Menache

El principal interés de mi trabajo no reside en el

tratamiento de la neurosis, sino en el acercamiento a lo

numinoso. Es, no obstante, así: el ingreso en lo numinoso

es la verdadera terapia, y en la medida en que uno llega a

la experiencia numinosa, uno se libra del temor a la enfermedad.

Carl Gustav Jung (carta del 28 de agosto de 1945)

 

Recientemente tuve oportunidad de participar en una jornada académica, convocada por la Facultad de Filosofía de la UNAM, en torno a la figura de Carl Gustav Jung. El evento fue titulado “La modernidad en busca del alma”. Podríamos quizá jugar un poco con esta expresión y radicalizar el planteamiento presentándolo como “La modernidad en busca de alma”, pues Occidente se nos muestra hoy, en la llamada “posmodernidad”, como una civilización exánime en su capacidad para nutrir de sentido la existencia humana. 

       Esta reflexión no es nueva; de hecho, la crítica al racionalismo extremo de Occidente y la revaloración de formas alternativas del saber han ocupado un lugar preponderante en el pensamiento filosófico desde el siglo XIX en adelante. La Introducción a la filosofía de la mitología, de Friedrich Schelling, apuntaba ya en tal sentido desde el espíritu del romanticismo alemán. Friedrich Nietzsche, por su parte, llevaría esta crítica a un punto culminante  al condenar la mutilación de la dimensión dionisíaca de la vida y pugnar, en consecuencia, por la trasmutación de los valores heredados de la tradición judeocristiana. Ernest Cassirer emprendería el estudio del mito en la segunda parte de su Filosofía de las formas simbólicas, en un intento por dilucidar su naturaleza particular con relación al lenguaje y a la ciencia.

       De ese territorio filosófico, abrevarían otras disciplinas para caracterizar a Occidente como una civilización enferma, enquistada patológicamente en un racionalismo reduccionista que inhibe y vacía de sustancia las otras dimensiones constitutivas del ánthropos. Desde el suelo de la psicología se gestó una de las vertientes críticas más subversivas y fértiles: la llamada “psicología de las profundidades”, construida por Carl Gustav Jung, siempre más allá de los márgenes de las corrientes académicas imperantes. 

        Lejos de curar a un paciente para que funcione en una sociedad enferma, Jung se impone la tarea titánica de curar a su civilización. En busca del bálsamo redentor acude tanto al estudio de las culturas alejadas en el tiempo y en el espacio, como a la exploración de las formas de sabiduría contenidas en los lenguajes simbólicos olvidados de Occidente, en particular los de la tradición hermética en sus variantes gnóstica y alquímica. En tal marco, la hermenéutica que indaga por el sentido que portan los símbolos religiosos devino la pieza axial. 

       En el escrito introductorio que a petición de Richard Wilhelm elabora Jung para presentar el texto de alquimia china titulado El secreto de la flor de oro, el psiquiatra suizo expone algunos de los principios fundamentales que deben orientar el contacto de Occidente con los sistemas simbólicos de otras civilizaciones, en lo que constituye una formulación esclarecedora de su propuesta hermenéutica.  Este texto, por sugerencia de Jung, se editó desde 1930 precedido de la alocución que el psiquiatra suizo hiciera para rememorar a Wilhelm tras su fallecimiento. Ahí anota Jung:

[…] en contacto con civilizaciones extrañas los mediocres se pierden, ya en ciego desarraigo de sí mismos, o en celo crítico tan falto de comprensión como presuntuoso. Tanteando las desnudas superficies y externalidades de la cultura foránea, no comen de su pan ni beben de su vino, y así nunca entran en la Communio spiritus, ésa muy íntima trasfusión e interpenetración que prepara el nuevo nacimiento.1

       Por regla, el erudito especializado es un espíritu únicamente masculino, un intelecto para el que la fecundación es un proceso extraño y antinatural; por lo tanto, una herramienta especialmente inapropiada para dar a luz a un espíritu foráneo. Un espíritu más grande, empero, lleva el signo de lo femenino, y le es dada una matriz receptiva y fructífera que posibilita la re-creación de lo foráneo bajo forma conocida.

         Pocos párrafos condensan con tanta fuerza la esencia del espíritu hermenéutico de Jung.  El imperativo al acercarse a otras culturas es la apertura a la comunión espiritual, a la fecundación recíproca, a la compenetración, a la trasmutación esencial y al renacimiento.  Es la disposición al encuentro y a la convergencia con lo otro, no la cosificación de lo ajeno como objeto de estudio ni tampoco la mera adopción acrítica, artificial e irreflexiva de sus formas externas.  

         En esta ruta, el llamado de Jung es enfático en la necesidad de no renunciar a la ciencia occidental para tratar de arrebatar sus tesoros espirituales a las otras culturas.  Sería el equivalente de una psique que abdica de su consciencia para abismarse ciegamente en las profundidades del inconsciente. Lo fundamental es regenerar la tensión fecundante, abrir nuevamente los cauces de comunicación de la cultura con el cuerpo, con la naturaleza, con los instintos, con las profundidades y los terrores de lo irracional. Negarse a ello es renunciar a las posibilidades de mediación simbólica entre ambos extremos.

        La relación entre objetividad y subjetividad en un ejercicio cognitivo de esta naturaleza —dialéctica entre explicación y comprensión— pone pues, en juego, al individuo entero. La hermenéutica planteada por Jung vuelve a aparecer como una auténtica gnosis, similar a la que emprende cada hombre en su particular proceso de individuación. El contacto con los sentidos implicados en los símbolos colectivos de otras culturas es —debe serlo— contaminante, por decirlo de alguna manera. Llegar a penetrar en el sentido profundo de un símbolo ajeno es empaparse en él y ser capaz de traducirlo de tal manera que dé sentido a nuestra propia vida.

       Con estos ejes trazados por Jung, la aproximación a las formas de sabiduría encerradas en los símbolos y los mitos no occidentales experimenta una inflexión relevante: del ámbito meramente epistemológico nos vemos conducidos a lo ético e incluso a lo ontológico. La verdadera experiencia de penetración en tales símbolos es una autognosis, es un desvelamiento que, a través de la profundidad de lo otro nos conduce hacia nuestra propia profundidad, donde ambas se conectan y se funden en una sola. El mero acercamiento a la superficie de los símbolos ajenos es incapaz de producir este efecto. Es preciso penetrar en el misterio de esos símbolos para caer por sus fisuras hacia sus abismos, hacia sus silencios, a fin de encontrar los nuestros. La consecución de este fin no es una cuestión de método, sino de apertura auténtica a la otredad.

         Jung evita sistemáticamente llevar sus planteamientos a un orden filosófico a fin de permanecer, en lo posible, dentro de los márgenes de la psicología. Sin embargo, es de gran interés observar que su obra guarda puntos sustantivos de convergencia con algunos desarrollos de la hermenéutica filosófica, particularmente en la línea que, partiendo de Martin Heidegger, tiene sus arborescencias más influyentes en Hans-Georg Gadamer y Paul Ricoeur.  

         Rebasa el marco de este breve texto abordar adecuadamente dichas relaciones. Valga solamente anotar que, para el caso de Gadamer, la idea de generar un “horizonte de fusión” donde se traduzca un horizonte de sentido extraño o pasado a términos que resulten comprensibles para nuestro propio horizonte presente —donde más radicalmente se implica, asimismo, una fusión del intérprete con aquello que comprende—, muestra considerables resonancias con las formulaciones propuestas por Jung.  

        En lo tocante a Ricoeur, es su noción de un “arco hermenéutico de la interpretación” la que presenta paralelismos más notables con las tesis de Jung: la dialéctica entre la explicación y la comprensión debe conducir a una interpretación del texto que concluya en una interpretación que el sujeto hace de sí-mismo y que lo lleva, por tanto, a comprenderse de otra manera. Las exigencias para quien busque abismarse en esta ruta son radicales: 

Ars totum requirit hominem!, exclamaba un antiguo alquimista. Y precisamente lo que se busca es ese homo totus. Los esfuerzos del médico y la búsqueda del paciente apuntan hacia esa totalidad del hombre oculta, no manifestada aún, que es al propio tiempo el hombre más grande y el hombre futuro. Pero desgraciadamente el camino que lleva a la totalidad está constituido por sendas intrincadas, por rodeos determinados por el destino. Es una via longissima, que no sigue una línea recta, sino una línea serpenteada, que une los opuestos y que hace recordar los caduceos indicadores de caminos; es un sendero cuyos recodos laberínticos no están exentos de horrores. Y en ese camino es donde se verifican las experiencias que la gente se complace en llamar “difícilmente accesibles”. Su carácter inaccesible estriba sólo en que tales experiencias son costosas: exigen aquello que el hombre más teme dar, esto es, la totalidad, de la que continuamente se está hablando, y sobre la que se teoriza infinitamente, pero que en la realidad de la vida se evita con grandes rodeos. […]2 Sin la vivencia de los opuestos no existe experiencia de la totalidad, y por ende tampoco un acceso interior a las figuras sagradas.3

el chamán es, por excelencia, el maestro en el arte de ver. Y el chamanismo ha estado vivo en lo que hoy es nuestro país desde el principio mismo del poblamiento de su territorio, hace por lo menos trece mil años.

        La afirmación de Jung es categórica: la experiencia de la totalidad no es un mero objeto de la especulación racional o una voluntad de identificación. Es una vivencia extrema que compromete al hombre en su integridad y que, de hecho, transmuta cualitativamente su propio ser: “[…] habría que llamarla más bien un destino”.4 Para lograr la visión interior que establezca la relación entre el alma y las figuras sagradas, continúa Jung, “[…] se impone abrir el camino a la posibilidad de ver”,5 y ese es el papel de la psicología: tocar el alma, enseñar el arte de ver.

        Aquí es donde entra en escena el chamanismo mesoamericano. ¿Por qué? Porque el chamán es, por excelencia, el maestro en el arte de ver. Y el chamanismo ha estado vivo en lo que hoy es nuestro país desde el principio mismo del poblamiento de su territorio, hace por lo menos trece mil años. 

        La presencia del chamanismo en el México antiguo y en el actual, como lo señalan Miguel Bartolomé y Alicia Barabas, está fuera de duda:

El registro arqueológico de la tradición mesoamericana, el etnohistórico y especialmente el etnográfico de las culturas indígenas actuales de México nos demuestra, más allá de toda duda razonable, la existencia de un tipo de especialista que podemos calificar o conceptualizar como chamanes con base en algunas de sus capacidades compartidas: a) la existencia de una iniciación que suele adoptar la forma de una muerte ritual, de una grave enfermedad o, con frecuencia, de un sueño recurrente, en el transcurso de los cuales el individuo recibe el ‘don’, que lo faculta para ser un chamán. Esta iniciación es seguida por un aprendizaje guiado por un chamán de mayor edad; dicho aprendizaje a veces es negado para enfatizar el carácter sagrado o extrahumano de las facultades que poseen; b) la capacidad de manejar voluntariamente el trance autoinducido, o provocado por psicotrópicos y —principalmente— los sueños, para viajar anímicamente y comunicarse con las entidades que habitan en el espacio-tiempo paralelo, ámbito cuya naturaleza es un constructo simbólico conocido por el conjunto de la cultura; c) la posibilidad de dialogar, combatir, negociar o utilizar o manipular los aspectos anímicos de las entidades extrahumanas, con fines curativos, rituales o adivinatorios, sean estas entidades divinas o los componentes no materiales de la totalidad de los entes que componen el universo”.6

      Estos mismos autores agregan un dato significativo procedente de la antigua cultura maya: “De hecho, el nombre del antiguo chamán adivino y profeta que recurría al estado de éxtasis para sus prácticas oraculares, era precisamente Chilam Balam ‘el que es boca de lo oculto’”.7

      Con una disposición semejante a la de los antiguos especialistas de lo oculto, siguen hoy enfrentando el misterio los chamanes indígenas, depositarios de los saberes atávicos de sus pueblos, guardianes de la civilización negada que Guillermo Bonfil llamará el “México profundo”.8 El mara’akame wixárika conduce a los jicareros al desierto de Wirikuta para que vean el origen del mundo y conversen con sus antepasados; así se les revela su destino. El sabio mazateco comulga con los “niños santos” para que lo lleven a los sitios de niebla, donde habla por igual con santos católicos que con los antiguos dueños de los cerros y los manantiales. El danzante rarámuri baila el rutuguri en su patio, que es el cosmos, porque es un deber sagrado; y ahí acuden dioses, ancestros y animales a participar de la festividad.  Para todos ellos, el rito no es una representación que deba ser interpretada; es la actualización de una realidad esencial, es acudir —en cuerpo y alma— al encuentro del sentido que anida en los principios de la existencia. 

      Para nosotros, sin embargo, todo ello ha devenido “[…] una mitología de sangre que entretejen los hondos dioses muertos”, tomando prestada la frase a Borges.9 La fe profunda de estos hierofantes nos es por completo ajena. Y lo es quizá no tanto por el desconocimiento de sus contenidos, sino porque nuestra civilización —de signo prometeico, diría Gilbert Durand— ha roto sus puentes con lo sagrado.  

        Jung es enfático en la necesidad de partir de la realidad histórica propia. ¿Cuál es la nuestra?, cabe preguntarnos hoy aquí, en las aulas de nuestra universidad. Sin duda, las formas dominantes de nuestra civilización son las del Occidente moderno, que en nuestro país aparecen fuertemente lastradas por la Hidra de la corrupción. Pero también, sin ninguna duda, el ancestral legado mesoamericano y las culturas indígenas contemporáneas entretejen las raíces del México Profundo, al que Guillermo Bonfil Batalla designará como una “civilización negada”. Vivimos pues, en un espacio —físico y simbólico— donde coexisten dos civilizaciones que, parafraseando a Sartre, no pegan entre sí, y con frecuencia la una horroriza a la otra. Ambas nos constituyen, y su tensión agónica pulsa dentro y fuera de nosotros.

        Sin embargo, nada, sino los prejuicios atávicos, nos atan a asumir como “otredad” a una de estas mitades. Por el contrario, si Occidente es nuestra vigilia, Mesoamérica es nuestra dimensión onírica. El uno es conciencia y régimen diurno, logos y diacronía; la otra, inconsciente y nocturnidad, mito y sincronía. Azufre y mercurio llamados a su hierogamia.

        Toca a cada uno de nosotros construir el atanor para esta boda alquímica en los altares de nuestra interioridad. La llamada sigue sonando en cada desierto, en cada sierra, en cada encantamiento. ¿Podemos aún oírla? ¿Estamos dispuestos a emprender el viaje hacia las simas de la psique por esta ruta viva hacia el abismo?

        Quizá la respuesta podamos intuirla en un ensalmo para el regreso del alma pronunciado por María Ruiz Ijk’al, curandera tzeltal de la aldea de Palma:

Que discurra el tiempo, que termine la noche, que llegue con la mirada abierta.

Que llegue con el oído atento a su modesto seno, a su modesto cajón.

Que no sufra la diarrea, el vómito, del frío de los cerros, del frío de las montañas.

Ven, jaguar; ven, viento; busca tu ropa, busca tu vestimenta.

No te asustes. No te asustes de los pájaros, no te asustes de los animales,

no te asustes del ganado, no te asustes de los caballos.

Debes encontrar el camino. Reconoce tu casa, reconoce tu pueblo,

reconoce tu cuerpo, reconoce tu carne, reconoce tu comida.

Reconoce ya todo esto. Ven, ven.

Debes encontrar el camino para llegar a tu casa, para llegar a tu pueblo,

para llegar a tu animal, para llegar a tu ropa, para llegar a tu vestimenta.

Ven, ven. Ven, no te quedes en el sueño.10

        Transitemos, pues, por esa senda de hombres y mujeres antiguos, atemporales; por el camino de palabras vivas que curan alma y cuerpo y nos invitan a recordar que en el abismo, en la profundidad sin límites, aguarda nuestra esencia. 

Notas

1 Carl Gustav Jung, “En memoria de Richard Wilhelm”, en El secreto de la Flor de Oro,  p. 10.

2 C. Gustav Jung, Psicología y Alquimia, p. 13.

3 Ibid,. p. 31.

4 Ibid., p. 30.

5 Ibid,. pp. 21-22.

6 Miguel Bartolomé y Alicia Barabas, Los sueños y los días. Chamanismo y nahualismo en el México actual, p. 39.

7 Ibid,. p. 27.

8 Cf. Guillermo Bonfil Batalla, México Profundo. Una civilización negada, p. 1.

9 Jorge Luis Borges, “México”, en Poesía Completa, p. 443.

10 Pitarch, Pedro, La palabra fragante. Cantos chamánicos tzeltales, pp. 110-111.

Bibliografía

BARTOLOMÉ, Miguel y Barabas Alicia (coord.), Los sueños y los días. Chamanismo y nahualismo en el México actual. Tomo I.Los pueblos de Noroeste, México, INAH, 2013.

BONFIL Batalla, Guillermo, México profundo. Una civilización negada, México RandomHouseMondadori, 2006.

BORGES, Jorge Luis, Poesía completa, Lumen, México, 2011.

JUNG, Carl Gustav y Wilhelm Richard, El secreto de la flor de oro, Buenos Aires, Paidós, 1961.

—————— Psicología y alquimia, México, Editorial Tomo, 2007.

PITARCH, Pedro, La palabra fragante. Cantos chamánicos tzeltales, México, Artes de México, 2013.

1