Elisabetta Di Castro
La relación de las humanidades y la política tiene diversas aristas y puede ser abordada desde múltiples perspectivas. Aquí nos centraremos en especial en el ámbito de la filosofía y su relevancia, no sólo para la vida de una sociedad democrática, sino también para sus posibles transformaciones. Recurriremos, inicialmente, a uno de los principales defensores de la democracia de la segunda mitad del siglo pasado: Norberto Bobbio. El filósofo italiano al preguntarse por la relación entre política y cultura, distinguió tres fases por lo que respecta a su generación: en la primera fase, —que denomina la traición de los clérigos y que se ubica durante el surgimiento y la consolidación del fascismo—, la cultura estaba al servicio de la política; en la segunda fase, —que nombra la cultura comprometida y corresponde al periodo de la Resistencia—, se pretendía que la cultura dirigiera a la nueva política; y, en la tercera fase, —que llama la protesta y es después de la Liberación—, la cultura se separa de la política. Esta última fase es fuertemente criticada por el autor en la medida en que los intelectuales sólo se limitan a protestar sin hacer propuestas; tomando a la filosofía como una especie de termómetro cultural, Bobbio incluso llega a afirmar: “la gente no se interesa por la filosofía, porque los filósofos no se interesan por la gente, sino sólo por sí mismos”.1 Para el autor, la filosofía se volvió inútil al dejar de preocuparse por las personas, y sólo podría recuperar su función social si abandona la “mentalidad especulativa” y recobra la “mentalidad positiva”.2
Con el fin de definir la relación entre política y cultura, Bobbio critica dos posiciones extremas después de la Segunda Guerra Mundial y en un clima de Guerra Fría: la cultura subordinada a la política en donde se pretende que el intelectual sea orgánico (cultura politizada);3 y la cultura separada de la política en donde se pretende que el intelectual sea puro (cultura apolítica). Ambas posiciones son consideradas por el autor como unilaterales al sobrevalorar un elemento de la relación; ya sea por exceso o por defecto, ambas atentan contra la cultura al pretender su subordinación o aislamiento. Por ello, enfatiza Bobbio, a pesar de ser posiciones extremas, coinciden en un punto: conllevan el peligro de “que la cultura pierda su función de guía espiritual de la sociedad en un determinado momento histórico, es decir, la función que es su misma razón de ser”.4
Su propuesta es que la cultura no está subordinada ni separada de la política. Sin ser tampoco un punto intermedio o conciliador entre las posiciones extremas, para Bobbio la cultura se caracteriza por la independencia y la crítica —que posibilitan a su vez el diálogo y la discusión—, además de ser la actividad política propia de los intelectuales: la defensa de las condiciones de posibilidad del desarrollo de la cultura misma. Lo que él llama la política de la cultura,5 no es simplemente una posible actividad entre otras, es un deber del intelectual para no traicionarse a sí mismo; un deber moral de todos los hombres de cultura honestos, más allá de sus posiciones políticas como ciudadanos.
Entre las condiciones de posibilidad del desarrollo de la cultura, el autor destaca cuatro:
1. La libertad, como no impedimento material, psicológico o moral;
2. La verdad, como no falsificación o engaño;
3. El espíritu crítico, opuesto al espíritu dogmático; y,
4. El diálogo, contrapuesto al silencio y a la intolerancia.
Finalmente, su posición la podemos ver sintetizada en las dos siguientes afirmaciones: “La tarea de los hombres de cultura es hoy, más que nunca, la de sembrar dudas, ya no la de recoger certezas”,6 y “A los intelectuales no les corresponde la tarea de repetir fórmulas o de recitar cánones. Corresponde una obra de mediación”.7
Si el saber es limitado y finito, entonces las certezas sólo pueden pertenecer al ámbito de la pseudocultura y de la propaganda; cuya figura característica sería la del filósofo-profeta que, como un oráculo, plantea los problemas en términos de oposiciones radicales y termina no por resolverlos sino por decidirlos. La cultura, en cambio, se define por la mediación, ponderación, circunspección, las cuales sólo pueden surgir del derecho a la duda, del deber de la crítica, del desarrollo de la razón y de la veracidad de la ciencia. Así, sus soluciones no pueden pretender tener un carácter perentorio ni definitivo.
Para Bobbio, la tarea de los hombres de cultura es la defensa de la libertad de la razón esclarecedora, entendida ésta como el deber de analizar las posiciones que se plantean como alternativas irreconciliables para poner a discusión
sus pretensiones
Para Bobbio, la tarea de los hombres de cultura es la defensa de la libertad de la razón esclarecedora, entendida ésta como el deber de analizar las posiciones que se plantean como alternativas irreconciliables para poner a discusión sus pretensiones; para “[…] restituir, en suma, a los hombres —uno contra el otro armados por ideologías en contraste— la confianza en el coloquio, de restablecer junto con el derecho de la crítica el respeto a las opiniones de los otros”.8 La defensa de la libertad de la razón esclarecedora es el programa de la filosofía militante propuesto por Bobbio; programa contrapuesto al de la filosofía de los “adoctrinados” que está al servicio de un partido, de una iglesia o de un Estado.
De esta manera, al hombre de cultura le corresponde la tarea de entender y ayudar a entender. Frente a la elección, producto de la opinión, el intelectual debe presentar la solución que surge de la crítica; a diferencia de la primera que tiene un carácter fatal y no acepta revisiones, la segunda está destinada a ellas, exige el diálogo y estimula las discusiones. De aquí la importancia social del intelectual: como diseminador de dudas y mediador, que promueve el diálogo necesario no sólo para la cultura sino también para la democracia.
Finalmente, el modelo del intelectual para Bobbio es “[…] el del hombre de cultura riguroso y apasionado a un tiempo, que tiene buenos estudios y fuerte pasión civil, con una capacidad de control crítico que no se enerva al contacto con los problemas cotidianos”.9 Con esta posición rechaza las concepciones unilaterales con las que se presenta la relación entre política y cultura en su tiempo, así como también la disyuntiva entre cultura politizada o cultura apolítica. De esta manera, plantea la posibilidad de la independencia e imparcialidad de los intelectuales sin que éstas impliquen indiferencia o neutralidad. La relación entre política y cultura no es inmediata ni de ruptura; es una relación que se constituye precisamente a partir de sus funciones específicas, de sus independencias relativas, en tensión permanente.
Norberto Bobbio pone énfasis en la caracterización del intelectual como un ser independiente no por la indiferencia. A partir de la autonomía relativa de la cultura con respecto a la política, la distinción entre el político y el intelectual no presupone que este último sea apolítico ni mucho menos un politófobo (que terminan siempre siendo reaccionarios). Al contrario, como “La política es la esfera de las relaciones humanas en la cual se ejerce la voluntad de poder, aunque aquellos que la ejercen creen que su poder, y no el de los otros, es un bien en sí mismo […] La primera tarea de los intelectuales debería ser la de impedir que el monopolio de la fuerza se convierta también en monopolio de la verdad”.10 En otras palabras, con la autonomía relativa de la cultura no sólo se rechaza su reducción a la política sino también se postula que su politización es la quintaesencia del totalitarismo. Finalmente, se trata de un espíritu crítico que se contrapone a toda forma de adoctrinamiento y negación del disenso.
Desde una perspectiva distinta, y en un mundo social muy diferente al de Bobbio, John Rawls destacó, en la época del llamado Estado de Bienestar —pero igualmente reivindicado a la filosofía, en especial a la filosofía política— la última formulación de su teoría de la justicia que salió a la luz póstumamente en 2001, cuatro papeles que ésta puede cumplir como parte de la cultura política pública de una sociedad:11
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Poner la atención sobre las cuestiones altamente disputadas y ver si a pesar de ello se comparte algún acuerdo filosófico y moral básico; en caso de no encontrarse dicho acuerdo, entonces al menos limitar las divergencias filosóficas y morales que están a la base de las diferencias políticas con el fin de que se pueda mantener la cooperación social a partir del respeto mutuo.
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Determinar los principios que permiten identificar los diversos fines posibles, ya sean individuales, asociativos, políticos o sociales, mostrando si son congruentes con una concepción bien articulada de una sociedad justa y razonable; con ello, contribuir al modo en que un pueblo considera globalmente sus instituciones políticas y sociales, y sus objetivos y propósitos básicos como sociedad y como individuos, miembros de familias y asociaciones (papel que llama de orientación).
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Mostrar que las instituciones sociales son racionales, en el sentido hegeliano de que son el resultado de un proceso (papel de reconciliación); de esta manera, en lugar de simplemente resignarse al mundo social que nos ha tocado vivir hay que entenderlo para poder aceptarlo y afirmarlo positivamente.
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Investigar los límites posibles de la política practicable; en este sentido, Rawls concibe la filosofía política como realísticamente utópica: “La esperanza que tenemos puesta en el futuro de nuestra sociedad descansa en la creencia de que el mundo social permite por lo menos un orden político decente, tanto que resulta posible un régimen democrático, aunque no perfecto, razonablemente justo”.12