La novedad del Nuevo Mundo: la singularidad de una América inventada

Diana Roselly Pérez

Corría el año de 1995 cuando un paro cardiaco terminó con la vida de Edmundo O’Gorman. Ese mismo día, Miguel León-Portilla recibió del Senado de la República la medalla Belisario Domínguez. En los años anteriores ambos habían entablado una polémica que, para los acordes habituales de la academia, había resultado altisonante, por lo que la coincidencia de acontecimientos en aquel 28 de septiembre no deja de ser una ironía. En todo caso, en los argumentos de esa disputa se jugaba no sólo la interpretación del llamado “Descubrimiento” en tanto “Invención” o “Encuentro de dos mundos”, sino las implicaciones de la significación histórica que se le asignaba al continente que, por lo pronto, hemos de llamar América. No era pues un inocente juego semántico.

          En 1987, al filo de las conmemoraciones, y en un texto publicado por la revista de la Universidad Complutense de Madrid, que en esos años llevaba el nombre de la coyuntura: Quinto centenario, O‘Gorman embate contra la interpretación de “Encuentro de dos mundos” impulsada por el Dr. León-Portilla. Ahí afirma que toda esa construcción mantenía en su base la fútil idea que, “[…] desde el fondo de la eternidad [dos mundos] yacían en espera de que un oscuro navegante los relacionara en un encuentro de duración no menos eterna, y todo ello sin saber lo que hacía, es decir, como el burro que tocó la flauta”.1 La sola insinuación de una historia predeterminada por fuerzas ajenas a la voluntad humana, llevó a don Edmundo a la refutación sistemática de los fundamentos de la propuesta que la Comisión de conmemoraciones en México asumiría como estandarte. La idea de “encuentro”, aparejada con la imagen del mestizaje no sólo biológico sino cultural, ganó en el terreno político e ideológico una preeminencia que, después de veinticinco años, sólo parcialmente se ha ido desarraigando.2 

          Para los años ochenta, O’Gorman había dedicado buena parte de su vida y de sus estudios a contravenir el absurdo que subyace a la idea del Descubrimiento: el esencialismo. Es decir, aquella idea que concibe a América como “[…] ente dotado desde y para siempre, para todos y en todo lugar, de un ser predeterminado e inalterable”.3 La fatalidad de semejante noción implicaba concebir a la historia como el resultado de designios inmanentes a las cosas, frente a las cuales los humanos quedaban reducidos a la obediencia, en tanto sus decisiones y acciones no repercutían en la construcción del ser y el sentido de las cosas. 

          Por su parte, Miguel León-Portilla, veinte años más joven que O’Gorman, había trazado una veta de estudios que centraban su interés en el punto de vista indígena; en su filosofía, sus testimonios sobre la conquista, sus lenguas, y en su sabiduría. Esta voluntad de rescate lo había llevado a cuestionar los extremos interpretativos que, por un lado, denunciaban los procesos de conquista y colonización en su versión más depredadora y quienes, por el otro, exaltaban a los conquistadores como héroes. Dentro de la respuesta a la convocatoria hecha desde España para los festejos del Quinto Centenario, propuso la idea de «Encuentro» con una doble intención: la primera era dejar de proyectar la historia desde un punto de vista europeo-eurocentrista y, la segunda, era proponer “[…] una perspectiva que tomara en cuenta a todos los participantes en el proceso”: gentes del Viejo Mundo (europeos, africanos y asiáticos) y a los indígenas americanos.4 Para soslayar la relación entre un descubridor y un descubierto, se acordó lanzar la idea de encuentro entendido como «[…] acto de coincidir en un punto dos o más cosas o personas en un mismo lugar, por lo común chocando unos con otros».5 Y a pesar de que la definición del diccionario recalcaba la idea de choque o confrontación, la propuesta estatal decidió apostar a las acepciones de acercamiento, reunión, convergencia y fusión. Esta imagen resultaba ideal para presentar una voz unificada en la historia nacional que seguía situando al mestizaje en el centro de la configuración nacional.6 

          No está de más recordar, que si bien la propuesta de “Encuentro” no ha dejado de recibir duras críticas de quienes se oponen a todo intento por borrar las violencias físicas y morales que desató el proceso de conquista, cuando la idea fue presentada por primera vez en la reunión de Comisiones conmemorativas latinoamericanas, que tuvo lugar en Santo Domingo el 9 de julio de 1984, la reacción interpretó la propuesta como “[…] un intento de negar a España y a Colón la gloria del descubrimiento. Tanta fue su indignación, que solicitaron se hiciera al día siguiente una ofrenda floral y una guardia ante el monumento a don Cristóbal”.7 

        Más allá del cariz sedicioso o no de la propuesta, hemos de recuperar que la coyuntura fue propicia no sólo para el debate académico sino para la emergencia de toda índole de cuestionamientos al arraigado etnocentrismo y a las relaciones de poder de matriz colonial que se mantenían, hacia el final del segundo siglo de vida independiente, en los países de América Latina. Dichas vetas serían altamente fructíferas, desde propuestas como el “Encubrimiento del otro” de Enrique Dussel,hasta las críticas del giro decolonial y las discusiones del grupo modernidad/colonialidad.9 Tampoco se pueden dejar de lado los cuestionamientos a las producciones historiográficas sobre la conquista hechas desde las academias norteamericanas. Intelectuales como Guy Rozatn han emprendido una crítica a esas historias extranjeras de la Conquista que la vuelven una “novela de supermercado”10 y también han reprochado los efectos de las interpretaciones canónicas y nacionalistas. Sin embargo, aquí me propongo recuperar, en específico, la propuesta O’Gormaniana que, en su lucha contra el esencialismo, no sólo nos enseñó a dudar de todo aquel hecho histórico presentado como inevitable, sino que nos legó una tarea ineludible a quienes nos seguimos preguntando por el ser de América, no sólo en cuanto a lo que ha sido sino a la responsabilidad de construir una América para el futuro. 

La América inventada

Dudar. Edmundo O’Gorman dudó de una expresión que se había convertido en axioma: Cristóbal Colón descubrió América. ¿Quién podría dudarlo? Para el año 1992, en la escuela primaria, cada lunes iluminábamos una página del libro El descubrimiento de América, en el que Colón aparecía siempre con un aire de dignidad difícil de imaginar para alguien que llevaba tres meses surcando el mar océano en medio de la desesperanza y de las pugnas entre la tripulación. Las ambiciones celebratorias de España habían propuesto llevar a cabo la “Gran Fiesta”, iniciando sus preparativos por lo menos diez años antes de la fecha. En un calculado movimiento de colonialismo moderno, había convocado a representantes de varios países “iberoamericanos” para crear comisiones nacionales conmemorativas. Pero don Miguel León-Portilla no fue el único en descarrilar el festejo: Germán Arciniegas, miembro y luego presidente de la Comisión colombiana, fue reemplazado en 1990 por designio del gobierno de Gaviria. Desde entonces, Arciniegas se dedicó a acusar al gobierno de ceder a las presiones y de seguir el guion trazado desde Madrid. Pero si bien, hubo desacuerdos y varias voces se levantaron, para cuestionar el tono de la celebración o los términos en los que se estaba planteando, nadie parecía recuperar la duda del hecho en sí que O’Gorman había plasmado cuarenta años antes.  

          El camino de O’Gorman para desmontar esa idea, reiterada durante siglos, quedó vertida en dos obras fundamentales: La idea del descubrimiento de América, publicada en 1952 y La invención de América, publicada en 1958 y traducida al inglés en 1961. En ellas se propone determinar la procedencia de esa idea y, para ello, recupera los vericuetos que una interpretación anónima y popular tomó para convertirse en tesis historiográfica.11 Don Edmundo parte del escepticismo general con el que fueron recibidas las noticias de Colón para dar cuenta de cómo esta sospecha inicial desató un proceso en el que se acabó por dotar con un ser “americano” a las tierras halladas en los viajes de exploración. La nueva imagen del mundo fue entonces producto de las sucesivas crisis12 a las que se sometieron las certezas vigentes y que culminaron hacia 1507 con la publicación de la Cosmosgraphia introductio y del mapamundi de Martin Waldseemüller. A partir de entonces se formuló que el mundo, que tradicionalmente había sido concebido en tres partes, tenía un cuarto componente: una inmensa masa de tierra a la cual se le denominaba América y que, a diferencia de las otras tres partes, era isla y no continente.

          La nueva concepción del ser de América, producto de un proceso explicativo amplio y complejo, abría un nuevo debate: por un lado, era equiparable a las tres partes restantes, pero al mismo tiempo ofrecía las más extrañas novedades. En ese dilema se encontró Francisco López de Gómara hacia 1552 cuando escribía la Carta dedicatoria al Emperador de la Historia general de la Indias:

La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la Encarnación y muerte del que lo crió, es el descubrimiento de Indias; y así las llaman Nuevo Mundo. Y no tanto le dicen nuevo por ser nuevamente hallado, cuanto por ser grandísimo y casi tan grande como el viejo, que contiene a Europa, África y Asia. También se puede llamar nuevo por ser todas sus cosas diferentísimas de las del nuestro. Los animales en general, aunque son pocos en especie, son de otra manera; los peces del agua, las aves del aire, los árboles, frutas, hierbas y grano de la tierra, que no es pequeña consideración del Criador, siendo los elementos una misma cosa allá y acá. Empero los hombres son como nosotros, fuera del color, que de otra manera bestias y monstruos serían y no vendrían, como vienen de Adán. Mas no tienen letras, ni moneda, ni bestias de carga; cosas principalísimas para la policía y vivienda del hombre; que ir desnudos, siendo la tierra caliente y falta de lana y lino, no es novedad.13

         ¿En qué radicaba su novedad siendo los elementos una misma cosa allá y acá? Tan notables las semejanzas como las divergencias, en la vacilación de Gómara, se hacía evidente que faltaba determinar si se trataba de dos mundos distintos. Para O’Gorman los intentos por dar una respuesta a esta disyuntiva se cifraron en discusiones riquísimas que comenzaron con Gonzalo Fernández de Oviedo, alcanzaron profundidad filosófica con José de Acosta y que encontraron su salida política en la discusión de Bartolomé de las Casas con Ginés de Sepúlveda. A las obras de todos los mencionados, O ‘Gorman les escribió prólogos,14 actualizando el sentido de las discusiones ahí vertidas, y al mismo tiempo impulsando una revolución historiográfica que propugnaba por revisitar las fuentes, no para exprimirles los datos, sino para mostrar la complejidad del conflicto que vivieron aquellos quienes se enfrentaron a la dura tarea de sobrevivir y darle sentido a un mundo que carecía de él. 

        Así por ejemplo, presenta a Gonzalo Fernández de Oviedo, no como esforzado colonizador y funcionario español en Indias, tampoco como egregio escritor ni como el reprochable enemigo del padre Las Casas, sino como un hombre atravesado de contradicciones “[…] tan de espada como de pluma, soldado, letrado y burócrata, sumiso a la vez que señor de horca y cuchillo”.15 Oviedo nunca pudo, a pesar de sus esfuerzos, dejar su devoción por las novelas de caballería; desde el erasmismo despreciaba los libros de patrañas, pero no vaciló en convertir las acciones de Hernán Cortés en hazaña colmada de maravillas. Renunció así a la especulación filosófica sobre la naturaleza de América para convertirse en recopilador de noticias militares y administrativas. Y, a pesar de que O’Gorman le reclama que “[…] de filósofo de América se convierte en su cronista”,16 también le reconoce la primicia de la duda sobre la singularidad de América. 

La singularidad de América 

Para poder atender lo que de singular tenía América, O’Gorman recurre a su división como ente físico y como ente moral. En el primer aspecto, sus especificidades no eran suficientes como para cuestionar la unidad del mundo, pues “[…] pese a novedades y extrañezas naturales nunca oídas, el mundo americano encontraba perfecto acomodo dentro del marco de las nociones que se tenían entonces acerca de la realidad universal”.17 Pero, como ente moral, el ser con el que fue dotada América implicaba una diferencia entre aquello que ya estaba constituido (el Viejo Mundo), y aquello que estaba en trance de constituirse (el Nuevo Mundo). En este sentido, América sólo existía en función de lo que podía llegar a ser: una nueva Europa. 

         Aquí alcanzamos el punto álgido de la discusión, pues el meollo de esa tesis, forjada en la tradición europea, radica en la profunda convicción de que la cultura occidental es la única y verdadera posibilidad histórica de la humanidad. O’Gorman no sólo sitúa en este contexto la invención de América hecha a finales del siglo XV e inicios del XVI, sino que denuncia cómo el universalismo eurocéntrico, en conjunción con el mesianismo, inventó América a su imagen y semejanza: un ser incompleto en la medida en que era apenas una posibilidad.

..si el ser moral de una persona se define en función de lo que va siendo en su vida… no se podría afirmar que su historia le sea lejana, sino por el contrario, le es constitutiva. Sin embargo, a la América inventada por Europa se le negó, desde el inicio, su propia historia.

        “Un perro ontológico en barrio ajeno” —dice O ‘Gorman—. O lo que es lo mismo, un absurdo: “[…] un ente capaz por su índole de tener historia, es incapaz de tenerla por la condición de sus circunstancias”.18 En ese dislate, el ser de América dependía del trasplante de la civilización occidental a unas circunstancias que no eran las suyas. Algo así como querer que “[…] un esquimal viviera la vida de los esquimales en la espesura de una selva tropical”.19 

  A este dilema O’Gorman dedicará otra porción de sus preocupaciones y disquisiciones. Particularmente para el caso novohispano, recuperará la originalidad del criollismo en tanto proceso mediante el cual se superó el absurdo inicial y los americanos se apropiaron de sus circunstancias, reclamando para sí, la realidad americana. El resultado, fue un proceso ontológico que, a través del barroco, forjó un mundo ideal, en el cual, mediante el elogio desmedido y la apología de cuanto era americano, pudo otorgarles a sus circunstancias un altísimo valor.  Se inventó entonces un mundo a su propia semejanza, a la medida de sus necesidades, empujado por una exigencia vital, transfiguró la paradoja e inventó una modalidad de hombre: el criollo novohispano. 

          Hasta aquí la ruta planteada por O’Gorman para dar cuenta de que la singularidad y novedad de América no pasó nunca por los habitantes indígenas del continente. Por ello, vale la pena traer a cuenta un ajuste propuesto por Bolívar Echeverría, quien recupera a los indios, y no a los criollos, como los sujetos barrocos por excelencia: invención espontánea de aquellos que sobrevivieron en las nuevas ciudades, que practicaron un cristianismo no ortodoxo y lograron, “[…] no desaparecer o morir como americano y ser sustituido por la copia de un europeo sino para pasar a ser europeo sin dejar de ser americano”.20 Así, la singularidad de América se desliza desde la apropiación criolla de la cultura europea, en función de las circunstancias americanas, hacia una re-creación de esa cultura, y en particular del cristianismo, actualizado bajo la devoción mariana. La crisis ontológica de identidad sería entonces compartida: los “[…] indios huérfanos de su mundo aniquilado y el proyecto reflejo de los españoles expulsados del suyo”,21 darían lugar a esa nueva modalidad del hombre americano, imposible de explicar unilateralmente. 

La crítica 

Pero volviendo a la incompatibilidad de las tesis de O’Gorman y las de León-Portilla, expresadas en el marco del Quinto Centenario, es necesario decir que, a pesar de la distancia que el primero marcó respecto a los indios, su crítica a la noción de “encuentro” y “fusión de culturas” acusó de improbidad intelectual a quienes mediante eufemismos ocultaban del devenir histórico iberoamericano tres siglos de enfrentamientos y violencia. Advirtió además, que glorificar al mestizaje implica, queriéndolo o no, festejar las violencias y crueldades que lo produjeron en tanto éstas le son constitutivas.22 

          En lo que respecta al principio de fusión, O’Gorman reclama la ambigüedad del término, pues lejos de referirse a la unión de intereses o de los respectivos sistemas de ideas y creencias constituyendo un proyecto común, lo que ocurrió fue el trasplante de la cultura europea, lo que requirió, “[…] como condición necesaria, el rechazo de las culturas indígenas en cuanto tales”.23 Esta anulación, que necesariamente impedía el llamado mestizaje cultural, no sólo se había gestado y concretado a partir de la imposición del dominio europeo en términos militares, políticos, económicos y religiosos, se había fraguado por medio de una conquista filosófica: la “[…] reducción de la realidad natural y moral americana a términos del sistema de ideas y creencias de la cultura americana”.24

          En el análisis de este proceso, que trata en su “Estudio preliminar” a la Apologética historia sumaria de Bartolomé de las Casas, O‘Gorman concluye que después de la querella con Ginés de Sepúlveda, la igualdad racional ontológica de los hombres, supuesto compartido por ambos, sucumbió ante un relativismo que se fundaba en una contradicción lógica: aceptar la igualdad, pero al mismo tiempo negarla en cuanto al discernimiento ético. Así, al objetar la capacidad de los indígenas de discernir entre el bien y el mal, se fracturaba al final el universalismo de la humanidad en beneficio de los fines políticos nacionalistas de la Corona. La contundencia de esta anulación alcanzaba para negarle a estos pueblos la capacidad de autogobernarse y para erigir al pueblo español como el portavoz de la única cultura válida. La aniquilación acometida por medio de esta “conquista filosófica” anulaba, de acuerdo con O’Gorman, la posibilidad de plantear un encuentro o una fusión de culturas. E independiente de que esa conquista no haya logrado efectivamente suprimir a las culturas indígenas ni a sus sistemas de pensamiento, la sola intencionalidad que articulaba el proyecto colonizador impide proyectar imágenes armónicas como la de encuentro o fusión.  

Consideraciones

Cuando O’Gorman arremete contra la noción de “Encuentro de dos mundos”, lo hace desde una idea de la historia particular y a partir de las bases de un largo camino recorrido. Inicia con una insospechada duda: cuestionar el acto fundacional de “Descubrimiento” en tanto revelación de entes preexistentes y ahistóricos. Continúa por un sendero de minucioso trabajo historiográfico que plantea una revolución en la aproximación a las fuentes mientras continúa su batalla contra el positivismo. Propone la discutible idea de una América inventada, que no escapa a un absurdo ontológico que le niega su propia historia, pero su propuesta encuentra escasas resonancias; probablemente cundió el resquemor a entablar un debate con un experto discutidor. Sus pesquisas lo llevan a redimir al barroquismo y a presentarlo como muestra del ingenio criollo, hombre nuevo americano, cuyo perfil bien se puede extender a tantos otros sujetos que compartían dilemas semejantes. Si bien una ausencia importante en la obra de O’Gorman son los indios, hacia el final de su vida apunta una serie de nodos problemáticos que se convertirán, después del Quinto Centenario, en preocupaciones urgentes. 

          O’Gorman llamó a la actitud criolla “sorda rebeldía”, pareciera que se miraba él mismo en ella. Difícil resultará imaginar a don Edmundo como joven rebelde y revolucionario, pero lo fue. A mí, que no lo conocí porque mis años en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional comenzaron varios años después de su muerte, me enseñó a dudar. No tanto a desconfiar como a prevenirse de lo dado como inevitable o verdadero. ¡Qué actitud más rebelde que la de aquél que no se doblega ante la fatalidad del devenir!

        Por ello, y sin olvidar sus tantas diatribas contra las “ideologías propicias a la ensoñación”, de don Edmundo recupero su voluntad polémica, su ironía y su sentido del humor. Pero acaso lo más valioso que nos legó fue una América sublime por imprevisible. Una América que se forja en cada discusión académica, en cada reivindicación de justicia, en cada cuestionamiento al estado actual de las cosas. La invención de América, cuyo ser estribaba en la posibilidad de llegar a serlo, no nos enfrenta a un destino inexpugnable sino, por el contrario, a un abanico de oportunidades para dotarla del sentido que exigen nuestras circunstancias. Una América inventada se puede reinventar. 

Notas

1 Edmundo O’Gorman, “La falacia histórica de Miguel León-Portilla sobre el encuentro del Viejo y Nuevo Mundos” p. 24.

2 En 2010, la serie Discutamos México, dedicada a la conmemoración de los 200 años de independencia nacional y que iniciaba con un slogan que versaba “200 años orgullosamente mexicanos”, dedicó uno de sus capítulos al “Encuentro de dos mundos” en el que participó el Dr. León-Portilla y donde se reiteraba la misma idea .

3 E. O’Gorman, “América”, en  Historiología: teoría y práctica, p. 130.

4 Miguel León-Portilla, “Encuentro de dos mundos”, p. 23 

5 Idem.

6 Cf. Antonio Gómez Robledo, “Descubrimiento o Encuentro”. Para este autor lo que verdaderamente hubo fue un descubrimiento seguido de un encuentro. 

7 Miguel León-Portilla, “Encuentro de dos mundos” p. 23.

8 Cf. Enrique Dussel, 1492. El encubrimiento del otro. Hacia el origen del mito de la modernidad. La obra es el producto de una serie de conferencias que dictó en la Wolfgang Goethe Universitat de Frankfurt, en octubre de 1992. En 1994 se reeditó varias veces, entre ellas bajo el sello Abya Yala en Ecuador y por la Universidad Mayor de San Andrés y Editorial Plural en Bolivia convirtiéndose en un referente a nivel latinoamericano.

9 Cf. Santiago Castro-Gómez y Ramón Grosfoguel, El Giro Decolonial. Reflexiones Para Una Diversidad Epistémica Más Allá Del Capitalismo Global. En este volumen, además de los editores participan Walter Mignolo, Aníbal Quijano y Catherine Walsh, entre otros.

10Cf. Guy Rozat, “Efectos de las ambigüedades del relato de la Conquista sobre la identidad de los mexicanos”, p. 35. Además, Rozat ha sentado una tradición crítica desde su Seminario: “Repensar la Conquista”. 

11 O’Gorman divide este proceso en tres etapas: la primera en la que se concede intencionalidad a Cristóbal Colón, donde a pesar de que América era completamente desconocida, Colón pudo ser consciente de su existencia, esta tesis se apoyó en la supuesta existencia de un misterioso piloto anónimo. La segunda, concibe que fue obra de la historia o de la providencia el que un navegante, sin conciencia de ello, completase el acto de descubrir; así Colón aparece como mero instrumento de la historia en un engranaje de avance irremediable del devenir, donde la acción humana permanece accesoria. La tercera etapa es la que concibe el Descubrimiento como un acto fortuito en el que el descubrimiento se lleva a cabo a pesar de la falta de intencionalidad y conciencia de Colón. Cf. Edmundo O’Gorman, La idea del descubrimiento de América.

12 Las sucesivas crisis comienzan con la explicación ofrecida por Colón que presentaba como verdad el haber tocado tierras que pertenecían al Asia, pero el escepticismo general la convirtió en una hipótesis sujeta a comprobación. La segunda crisis se desata cuando se asimila que las nuevas tierras no eran insulares sino de dimensiones continentales; de este modo no podían ya ajustarse a la imagen vigente del mundo. A partir de esa crisis el proceso se invierte ya no tratando de acomodar esas tierras al modelo vigente sino intentando ofrecer una nueva imagen, donde esas tierras encontraran acomodo. Cf. Edmundo O’Gorman, La invención de América.

13 Francisco López de Gómara, Historia General de las Indias, p. 42. El resaltado es mío. 

14 Cf. E. O’Gorman, “La Historia natural y moral de las Indias del padre Joseph de Acosta” en Cuatro historiadores de indias, pp. 121-181. “Prólogo” en Gonzalo Fernández de Oviedo, Sucesos y diálogo de la Nueva España, pp.VII-XLVII. “Prólogo” en Joseph de Acosta, Historia natural y moral de las Indias, XVII-LXV. “Pedro Mártir y el proceso de América” en Cuatro historiadores de Indias, pp. 13-37. “Estudio preliminar” en Bartolomé de las Casas, Apologética historia sumaria.

15 Edmundo O’Gorman, “Prólogo” en Gonzalo Fernández de Oviedo, Sucesos y diálogo de la Nueva España, p. VIIII.

16 Ibid., XIII.

17 E. O’Gorman, “América”, p. 138.

18 E. O’Gorman, “Meditaciones sobre el criollismo”, p. 21.

19 Idem. 

20 B. Echeverría, “Meditaciones sobre el barroquismo. El guadalupanismo y el ethos barroco en América”, p. 113.

21 Ibid., p. 119.

22 “Claramente se ve que León-Portilla sacrifica la verdad histórica en el altar de la conveniencia política.” O’Gorman, “La falacia histórica […]”, p. 23.

23 Ibid., p. 27.

24 Ibid., P. 29.

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Fuentes Electrónicas 

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