Esponjas, arañas, ametralladoras, piraguas en Fernando del Paso
Samuel Cortés Hamdan
El Palinuro de México (1977) es esa clase de libro que uno hubiera deseado escribir, con sus desbocadas exageraciones obsesivamente corpóreas de principio a fin; sus ternuras hiperbólicas, trogloditas de tradiciones eróticas, del Cantar de los cantares de Salomón y el Libro de buen amor del Arcipreste de Hita, a la Historia del ojo de Georges Bataille; sus amores terrenales rebosados de estatuas de sal esculpidas de memoria con la lengua y coágulos violáceos, venas coloreadas y tendones reventados, sin embargo embriagados en la elasticidad imaginaria que se permite buitres en el estofado y gelatinas de piedra: contradicciones totales en un dominio total de la poesía, que no es pensamiento, ni filosofía, ni periodismo, ni testimonio, ni ensayo, ni lógica, ni demostración, ni memoria, ni informe, ni reportaje, sino una suma más o menos parodiada y trascendida de todos ellos y, por supuesto, al mismo tiempo otra cosa: la autofagia sagrada, la confusión inaugural, el reposo torturado, una vista con dobleces.
Me emocionaba leer el Palinuro luego de que el profesor José Antonio Muciño nos presentó la teoría de la carnavalización de Mijaíl Bajtín, con los visibles medievalismos, inversiones de poder y claroscuros irreverentes que Fernando del Paso, en alarde de erudición, incrusta por todo el libro: con Avicena y los penes cercenados que acarrean por bares y pulquerías Fabricio y Molkas para presumirse; con su reformulación incestuosa de la tradición grecorromana visible desde el título de la novela —Palinuro, piloto de Eneas, muere insepulto al quedarse dormido durante la navegación y desplomarse en el mar— y en los latinajos enamorados que salpican el libro (sit tibi terra levis), con Paracelso, Hipócrates y la comprensión de la ciencia como otro de los discursos hinchados de la imaginación: recorrido tortuoso de especulaciones que deriva en la revelación, en el establecimiento del otro mundo, esta vez prometeico; con sus médicos que se abisman en la orina y la mierda para entenderla y convertirla, por una vez, en la razón central del monumento, la piedra de toque catedralicia, en oposición a las estéticas espantadas del puritanismo. Me emocionaba vincular la venganza de los despreciados con las maneras de la novela y me apresuré a imaginar una tesis que identificara los vicios de Palinuro a la luz del teórico ruso: un proyecto que platiqué con mi papá, Esteban Cortés Solís, que celebró como promesa y que todavía le debo.
Además de un despliegue de enredaderas y talentos, me gustaría que se leyera el Palinuro de México como una barroca licencia colectiva: demostración refrendada en centenas de páginas de que se puede escribir como sea, con élitros y toboganes, con nomeolvides y hueledenoches, con confusiones de lapislázuli y borracheras de arena, con enamoramientos paralelos a “los gusanos luminosos en el jardín”, las “yemas de huevos y aceite de rosas” y “los cadáveres y sus metamorfosis en criaturas azucaradas”; de que hay que desoír a los editores que normalizan el gusto, imprimen mediocridades y piensan que el lector no quiere leer sino excitarse con videos de cabras cruzando puentes y solamente deglutir zanahorias previamente masticadas por la industria y la fijeza, el conservadurismo y la heteronomía. Una licencia para inflamarse, dibujarse y extraviarse en la intención atarantada y choncha, urbana, irreductible, cinemática, escurriente, intolerable, sudorosa, atiborrada, ¿cómo si no hablar de un lugar como México, plurinacional por decir lo primero?; una licencia donada por el también periodista y publicista Del Paso que hay que hacer propia y ejercer. Leemos para hacernos más reales, dice con fortuna Gabriel Zaid en su colección de ensayos Leer poesía, donde, por ejemplo, celebra el antojo de Homero Aridjis para escribir Perséfone, poema en prosa en que nada pasa, pero al michoacano se le hizo importante contarlo y lo contó.
Las Noticias del imperio (1987) y el José Trigo (1966) también me apresuré a leerlos, motivado por los entusiasmos del autor educado en las lecciones de Juan Rulfo y Juan José Arreola. La primera, una necesaria reflexión sobre la vez que la república fusiló a la monarquía y un presidente zapoteca castigó la afrenta francesa vienesa de intervenir el territorio con coherencia política: dictando pena de muerte contra el paródico de sí mismo Maximiliano de Habsburgo, archiduque de Austria y emperador de México. Una celebración del topónimo como voz poética, como espacio de la sonoridad: Papantla, Oaxaca, Chapultepec, Teotihuacán, el Soconusco. Una proliferación de actualizaciones desde el castillo de Bouchout, donde la emperatriz Carlota recuerda con amor de tarántula, alambique y papagayo a su marido, lo resucita por el decreto irrigante del beso y se opone a los encierros de un racionalismo enfermizo, que hizo las guerras y aniquiló el radical pensante de la comprensión mágica del mundo; una Carlota que avisa: inventaron la bicicleta, Maximiliano, el semáforo, la lavadora automática, los tanques de guerra, la ametralladora.
La segunda, José Trigo, una comprensión dolorosa de los abandonados del puente de Nonoalco-Tlatelolco, territorio de miseria al margen de la presuntuosa modernidad que suponen los trenes, donde la guía de la novela es una sola imagen: un matrimonio que acarrea el ataúd de un niño, porque para los descalzos no hay vida. Una revisión del movimiento ferrocarrilero liderado por Demetrio Vallejo y desmantelado mediante la cooptación de líderes, la traición, la siembra de dudas y descalificaciones, la represión, el asesinato subrepticio, el desdén. Un andamiaje meticuloso que mimetiza su ingeniería verbal con la de las infraestructuras ferroviarias; un recorrido poético por las cosmovisiones del México ahogado por el colonialismo europeo pero perviviente en los lodazales, los escondrijos, los planos suplantados por las promesas reflejantes de la carrera fáustica. Después supe que en el cinturón de pobreza trazado por el libro crecieron mis ancestros de la rama paterna: hablar con uno mismo aquí cerca, a través de las proliferaciones y lianas de un escritor que supo hacerse necesario a fuerza de trabajos de saturación.
Me preocupé, también, por leer su PoeMar (2004), que se compromete a visitar en alejandrinos y endecasílabos, octosílabos y sentencias alucinatorias y prosaicas, desde el prisma de la tradición y desde la irresponsabilidad de la invención, un mismo y absorbente tópico: el mar de los navegantes mediterráneos y el de los clavadistas de Acapulco, el de la invención genésica y el de la filosofía ilocalizable. Sus Castillos en el aire (2002), texto erótico ilustrado por él mismo donde armatostes de roca y hierro se alzan ingrávidos dentro de discretos globos; y su La muerte se va a Granada (1998), sobre el asesinato del poeta andaluz Federico García Lorca durante el advenimiento del régimen de Francisco Franco; sus crónicas sobre la Guerra de las Malvinas, que se afanan en recordarle a la Inglaterra de Margaret Thatcher las brutalidades históricas, deshumanizantes y sangrientas, de una Europa que se autoelogia falaz y fácilmente como propagadora de las maneras de la civilización mientras segmenta el mundo conforme a sus intereses saqueadores; lo mismo que su sorpresa verbal ante el Mundial de Futbol de España 82.
Con todo, el Palinuro es sin duda —en licencioso decreto— su libro más bello, donde lo persiguen Robin Hood y el Ojo del Triángulo Trinitario, Gulliver y Colombina, Arlequín y Pantagruel, Rip Van Winkle y Scaramouche, Stephen Dedalus y Artemio Cruz, Hans Castorp y Aureliano Buendía.
Que el profesor del mar de los sargazos descanse como mejor prefiera, quizás encumbrado como líder balbuceante en la fiesta de los tontos.