Ontologías relacionales: un desafío para la interculturalidad

Ontologías relacionales: un desafío para la interculturalidad

Carlo Rosa

Carlo Rosa[1]

 

El argumento de este escrito parte de las inquietudes de un ex alumno de la comunidad yaqui del Estado de Sonora, que han alimentado la duda metódica de mi trabajo de investigación sobre las epistemologías indígenas y el diálogo de saberes. Con su permiso sintetizo y reformulo sus preocupaciones con la siguiente pregunta: “¿a quién tengo que creerle, a mi abuelo que me decía que en el monte están los encantos, o a la escuela que me enseña que el monte sólo es un monte?”

Con esto en mente, esbozaré una reflexión alrededor de los siguientes puntos: la relación entre territorio y conocimiento; a partir del concepto de ontología relacional de Arturo Escobar, presentaré qué entiendo por epistemologías y pedagogías relacionales; por último, delinearé algunas reflexiones sobre las implicaciones en el ámbito de la educación intercultural y el diálogo de saberes.

Para la elaboración del texto, me apoyaré en las reflexiones de los autores del así llamado “giro ontológico”, y haré referencia a un trabajo de campo realizado con un h’men, médico-sacerdote maya, de la comunidad de Chunyaxnic, municipio de Hopelchén, en Campeche.

 

El mapa no es el territorio, ¿o sí?

 

Uno de los elementos que generalmente se atribuye, como característica fundamental y como denominador común, a las epistemologías indígenas es el arraigo territorial; esto es, la idea según la cual los conocimientos están ligados al contexto específico en el cual se desenvuelve una determinada comunidad.

Dicha característica que, es importante aclararlo, no es prerrogativa de las epistemologías indígenas, sino también del conocimiento científico en cuanto forma de conocer que tiene un origen territorial específico (Europa)-, para los saberes indígenas, populares o campesinos implica una cuestión problemática: la consideración de que su validez, funcionalidad y valor dependen específicamente del contexto cultural y simbólico de su producción, pero difícilmente pueden asumirse como universales. En esta perspectiva queda implícito que, para pasar la criba de los criterios que garantizan la universalidad del conocimiento, dichos saberes deben ser depurados de los elementos locales (culturales y simbólicos) que les impiden el estatuto de objetividad garantizado por la ciencia. Aun cuando, de hecho, los conocimientos tradicionales son aceptados por la “comunidad científica”,[2] como algún procedimiento curativo, por ejemplo, a menudo este pasaje deriva de un proceso de descontextualización y de “refinación” de los elementos así llamados socioculturales: los rituales, las creencias, los valores, etc.

A esta visión del arraigo territorial subyace otra cuestión problemática que refleja lo que acabo de mencionar: la idea según la cual el territorio es lo que surge de la combinación de dos dimensiones. Una relativa al contexto natural (geofísico, atmosférico, hidrográfico, etc.) y la otra al conocimiento cultural y simbólico que depende del contexto social. En esta línea, la dimensión natural del territorio, aunque cambia sus características morfológicas según la latitud, se reconoce como parte de una naturaleza única; mientras que las diversas representaciones simbólico-culturales producen una interpretación multiforme de la dimensión natural. Se puede sintetizar esta idea con las palabras de Viveiros de Castro, según el cual el multiculturalismo implica “[…] la unicidad de la naturaleza y la multiplicidad de las culturas —la primera garantizada por la universalidad objetiva de los cuerpos y la sustancia, y la segunda germinada a partir de la particularidad subjetiva de las mentes y los significantes-”.[3]

Esta visión del territorio está en la base de la que el antropólogo argentino Mario Blaser define, a falta de un término más preciso, política racional o razonable. Una política donde los contendientes están de acuerdo, al menos, sobre el contenido y las características de lo que están contendiendo;[4] a saber, la idea de que existe “una única realidad” accesible exclusivamente por medio de los criterios sensibles y racionales de la ontología y la epistemología moderna. Alrededor de ésta, sus representaciones alternativas son consideradas nada más que creencias culturales. Tales creencias son eventualmente toleradas en el ámbito de la ideología multiculturalista, sin embargo, no se cuestionan como realidades susceptibles de ser disputadas en el uni-verso de la política racional, porque son consideradas irracionales.

Las luchas indígenas para la defensa del territorio ponen en tela de juicio dicha visión consolidada, porque se basan sobre percepciones de la naturaleza que no se consideran como meras interpretaciones de la realidad, sino que pretenden ser reconocidas como ontologías otras: formas diversas de considerar la realidad y la “naturaleza de la naturaleza”. El ejemplo quizá más paradigmático de tales ontologías otras es la percepción del territorio poseído o protegido por entidades vivas y humanizadas. Escribe Barabas al respecto: “Existen evidencias etnográficas para afirmar que los pueblos indígenas actuales de Mesoamérica tienen una concepción humanizada y sociomorfa del cosmos, ya que conciben que el universo, la naturaleza, la sociedad y la persona son semejantes”.[5]

No sólo en Mesoamérica, sino en toda la región latinoamericana, hay ejemplos de que los enfrentamientos entre comunidades indígenas y Estado nacen, muchas veces, del choque entre visiones diferentes de la naturaleza y de la realidad. Por un lado, el Estado que, en nombre de la política racional y a pesar de los giros constitucionales que reconocen los derechos de la naturaleza, como en Ecuador, sigue considerándola como un recurso por explotar en nombre del bienestar y el desarrollo. Por el otro, las comunidades originarias que defienden sus territorios en nombre de los hermanos ríos, de los espíritus o de otras entidades que los habitan, poseen y protegen.

Esta disputa, en el campo de la política racional y de la ideología multiculturalista, presenta, según Blaser, el siguiente problema:

[…] lo que queda más allá de lo racional, como la idea de que puedan existir lazos de parentesco con los no-humanos puede ser traído dentro del espacio de la política racional como diferencia cultural. Pero planteada así, la diferencia es solamente tolerada, y por tanto es posible de ser juzgada y expulsada del espacio de la discusión política de acuerdo con las concepciones dominantes acerca del límite más allá del cual el respeto por las diferencias culturales deja de ser racional. En este contexto, tolerar significa suspender la aplicación de la forma más racional de entender la realidad en deferencia por aquellos que puede que tengan creencias, pero no conocimiento.[6]

De hecho, se pregunta paradigmáticamente el autor: “¿Se imaginan a un político o a una corporación deteniendo un mega proyecto de desarrollo porque los nativos del lugar dicen que un espíritu o un ancestro no lo quiere?”.[7]

En esta perspectiva, las luchas indígenas para la defensa del territorio no sólo iluminan un punto álgido del debate político en América Latina, sino que, cuestionando la visión del multiculturalismo, muestran una problemática aún poco explorada en el campo de la interculturalidad: la necesidad de repensar la relación entre sociedades humanas ya no exclusivamente en el terreno de la cultura sino de la ontología; volviendo a evocar uno de los desafíos fundacionales del movimiento zapatista de liberación nacional, el sueño de un mundo en el que quepan muchos mundos. Donde lo que está en juego no son culturas, es decir visiones diferentes de la misma realidad, sino ontologías, realidades; más propiamente, otros mundos.

Territorio y diferencias ontológicas

 

“Cuando los pueblos originarios defienden los territorios habitados como propios, apelan a un principio de pertenencia originaria y recíproca, y no necesariamente en el sentido de propiedad privada.”

 

Como sostiene Barabas, los etnoterritorios “pueden comenzar a entenderse a partir de la singular conjunción de las categorías de tiempo, espacio y sociedad que se concentran en la historia de un pueblo en un Lugar”.[8] La interrelación de estos elementos puede presentar diferencias tan radicales hasta imponerse como ontológicas: concepciones otras de la naturaleza y de lo que es real , que producen relaciones específicas con el espacio habitado, las cuales derivan en visiones de la comunidad y del territorio que articulan geo-grafías otras.

En el así denominado discurso étnico-territorial es muy común que el territorio no se considere en términos de “propiedad”, sino de pertenencia (recíproca, hombre-territorio/ territorio-hombre) y de apropiación.[9] En efecto, cuando los pueblos originarios defienden los territorios habitados como propios, apelan a un principio de pertenencia originaria y recíproca, y no necesariamente en el sentido de propiedad privada.

Esta territorialidad refiere a una percepción del espacio no-cartesiano y no-liberal.[10] Dichos paradigmas (el cartesiano y el liberal) se sostienen sobre una ontología dualista o, como escribe Escobar, de relacionalidad débil: la idea de la existencia de sujetos y objetos que preceden la relación.[11]En esta perspectiva, el territorio es un espacio constituido por materia viva e inerte distribuida en entidades y cosas relativamente independientes y separadas las unas de las otras. La cultura, en esta ontología, emerge como algo propio y exclusivo del hombre: nace de un proceso de desprendimiento de la naturaleza que deriva en una visión instrumental de dominación y posesión.

A esta ontología dualista se opone otra que Escobar define como relacional o, mejor dicho, de relacionalidad fuerte:[12] donde las entidades no son preexistentes a la relación, sino la relación las constituye y todo lo que existe es el producto de vínculos de mutua dependencia. Esta ontología se sostiene sobre la idea de no separabilidad entre naturaleza y cultura, aunque “está entreverada con ésta”,[13] sino de continuidad.

Perspectivas similares se pueden encontrar en diversas tradiciones de pensamiento, desde el budismo hasta en la misma cultura científica. Pensemos, por ejemplo, a la teoría de los sistemas, de la complejidad, a algunos ámbitos de la física, así como a la antropología, donde los representantes del así llamado “giro ontológico”[14] comparten el tentativo de teorizar formas alternativas de conceptualizar la naturaleza, respecto a las posturas que prevalecen en el naturalismo heredado por la epistemología moderna occidental.

Ejemplos vivos y prácticos de esta relacionalidad fuerte se encuentran en aquellos colectivos que Blaser define como emplazados.[15] Donde el término de colectivo se contrapone a la idea de sociedad, porque si ésta se considera exclusivamente como un grupo humano, el colectivo refiere a prácticas emergentes producidas en la relación entre varias entidades, humanas y no-humanas, naturales y sobrenaturales. Conceptos cuyo significado cobran un valor que trastoca la concepción moderna, según la cual estas dimensiones (natural y sobrenatural) definen el límite entre lo real y lo no real, así como de lo racional y lo que lo excede.

En esta visión, según Blaser, los colectivos emplazados se consideran “ensambles complejos de existentes y prácticas que están emplazados en lugares específicos”,[16] donde el concepto de emplazamiento marca la diferencia entre “estar en un lugar”, aquello de la ontología dualista (relacionalidad débil), y “ser-con-el lugar”, de las ontologías relacionales (relacionalidad fuerte); y donde la idea de ser-con hace referencia explícita no solamente a la co-existencia sino a la co-construcción del colectivo.

En las prácticas de los colectivos emplazados emergen, para el autor, dos principios fundamentales: la asimetría, según la cual todo lo que existe en un colectivo tiene un valor y cumple la función en la continua reproducción del colectivo mismo; y la inaprensibilidad, es decir, la idea según la cual la complejidad, dinamicidad y relacionalidad de la existencia en su totalidad es, en sí, inabarcable de manera definitiva y absoluta. Dichos principios solicitan una forma de respeto y una cierta humildad cognoscitiva, en el sentido de percatarse de las limitaciones del actuar y pensar del ser humano, que el autor define como ética del cuidado.[17] Considero que dicho concepto se podría entender mejor si  es puesto en relación con la ética del don de Barabas: una reciprocidad equilibrada que se manifiesta en una serie de comportamientos, actitudes, conocimientos, valores y estipulaciones que se definen entre humanos en un determinado contexto; que comprenden a la esfera del trabajo, el ciclo de la vida, la fiesta, la política y lo sagrado. Dimensión, esta última, donde la reciprocidad abarca también la relación entre humanos y no-humanos,[18] haciéndose patente en las prácticas de dones y castigos, de las cuales depende la alianza entre las entidades que conforman un colectivo. Pensemos, por ejemplo, a aquellas comunidades donde el no respetar alguna función social o ritual implica un castigo que puede tocar al cultivo o hasta enfermar personas y animales; donde son los espíritus u otras entidades como los ancestros, que poseen o protegen la naturaleza, los que provocan las puniciones y las enfermedades. Mientras que la observación de una buena conducta relacional con estas entidades propicia dones que permiten el mantenimiento de un equilibrio recíproco con el territorio.

En esta perspectiva, la ética del don prescribe las relaciones entre humanos y no-humanos, es decir, regula el modelo y las finalidades de las relaciones entre los humanos y los otros seres del colectivo, permitiendo el mantenimiento y la reproducción de un mundo, una realidad. Dicha realidad, para sostenerse y re-producirse, necesita de un aparato epistemológico y pedagógico que se conforme a la ética del don y a la ontología relacional.

Con-conocer

 

“Se podría afirmar que, en las epistemologías relacionales, la máxima de la naturaleza que “habla” al hombre para ser conocida no se entiende en sentido metafórico, como para la cultura occidental, sino que cobra un significado real, fáctico: de manera directa, o a través de entidades que la animan, la naturaleza comunica, dialoga y enseña al hombre.”

 

Ya Escobar hizo referencia a las epistemologías relacionales como a “prácticas que enactúan un mundo relacional”:

El potrillo (una especie de canoa) fue hecho de un árbol del bosque o del manglar gracias a los saberes aprendidos por el padre de sus antecesores; el manglar ha sido recorrido en todos sus vericuetos por los habitantes del lugar, aprovechando la red fractal de esteros que los cruza y comunica; hay una conexión con el mar y con la luna representada por el ritmo de las mareas, que los locales conocen a la perfección y que supone otra temporalidad; allí también está el manglar, que es una gran red de interrelaciones entre: minerales, microorganismos, micorriza, vida aérea (raíces, árboles, insectos, pájaros), vida acuática y anfibia (peces, cangrejos, camarones y otros moluscos y crustáceos) y hasta seres sobrenaturales que, a veces, establecen comunicación entre los diversos mundos y seres.[19]

En esta misma línea, y tratando de profundizar y ampliar el concepto, con epistemologías relacionales entiendo formas de construir conocimiento y validarlo que se basan en la relación entre todos los existentes que conforman los colectivos emplazados. Se trata de una relación cognoscitiva que se produce entre humanos y no-humanos que habitan el territorio.

Según lo mencionado, podríamos afirmar que el conocimiento no es exclusivamente —o quizá no sea en absoluto— conocimiento de la naturaleza, es decir, donde hay un sujeto cultural (res cogitans) que estudia la naturaleza (res extensa), sino como un conocimiento-con-la-naturaleza. En cuanto tal, el conocimiento no es prerrogativa exclusiva del ser humano, sino un con-conocer: un conocer con las diversas entidades no-humanas que habitan, representan, poseen y protegen el territorio.

En esta perspectiva, la naturaleza se manifiesta como agente activo, pensante, que conoce y participa en el proceso gnoseológico del colectivo.

Para que esta idea resulte más contundente se podría afirmar que, en las epistemologías relacionales, la máxima de la naturaleza que “habla” al hombre para ser conocida no se entiende en sentido metafórico, como para la cultura occidental, sino que cobra un significado real, fáctico: de manera directa, o a través de entidades que la animan, la naturaleza comunica, dialoga y enseña al hombre.

En los colectivos emplazados, el conocimiento tampoco puede considerarse como mera representación, ni se agota con el pensamiento abstracto, al contrario, privilegia expresarse en los saberes prácticos de la vida cotidiana, así como en los rituales que se alimentan de la ética del cuidado y del don; pues son estos rituales y prácticas, subjetivamente y territorialmente encarnados, que permiten la coexistencia humanos no-humanos que conforman los colectivos.

Esto hace de la epistemología ya no una teoría general y exclusiva del conocer humano, sino, como sugiere Bateson, un punto de conexión, intercambio y diálogo entre la epistemología relativa, parcial y limitada de las diversas comunidades humanas (epistemología con la “e” minúscula), y la Epistemología abarcadora y omnicomprensiva del viviente, de la “creatura” (con la E mayúscula), de la cual la epistemología del hombre sólo representa un subsistema.[20] En esta perspectiva, la epistemología emerge como “una necesidad” bio-cultural, donde con esto entiendo que lo que está en juego, de manera más fundamental, es la estructura relacional del contexto, su co-evolución.

Esta idea de epistemología relacional resulta más clara y concreta si es puesta en relación con un contexto pedagógico específico, del cual hablaré en el siguiente apartado.

Maestros “señorcitos” 

 

De lo mencionado en el apartado anterior emergen dos puntos nodales. Primero: la naturaleza aparece como una entidad que piensa y conoce. Segundo: en los colectivos emplazados ella se manifiesta, en algunos casos, a través de diferentes entidades que contribuyen a la construcción del conocimiento colectivo y que fungen como actores pedagógicos, en eso que definí como un con-conocer.

Relativamente al primer punto, aclarar qué significa que la naturaleza conoce y cómo conoce necesitaría de una reflexión aparte, más precisa y detallada, que rebasa los objetivos de este escrito. Sirva aquí mencionar el trabajo de algunos autores que se han aproximado al estudio de la naturaleza como ser pensante. Recordemos, por ejemplo, la obra pionera de Gregory Bateson sobre un sistema mental que trasciende la epidermis, articulándose en circuitos que abarcan al medio ambiente para constituir lo que define como la Epistemología con la E mayúscula del más amplio sistema viviente.[21] En una trayectoria parecida se podría mencionar el más actual trabajo de Eduardo Kohn, que estudia la naturaleza como un sistema capaz de producir e interpretar signos y significancia;[22] y también se podrían mencionar los trabajos sobre el “perspectivismo multinaturalista” de Viveros de Castro,[23] entre otros.

Respecto al segundo punto, es decir, sobre cómo se realiza ese con-conocer y de qué manera involucra a entidades no-humanas como actores pedagógicos, trataré de explicarlo presentando algunas reflexiones de un anterior trabajo de campo, ya documentado en otro escrito,[24] referente a un proyecto de investigación sobre el diálogo de saberes y la medicina tradicional.

En las entrevistas realizadas con Felipe Poot, h’men maya de la comunidad de Chunyaxnic, en el municipio de Hopelchén, en Campeche, el “médico-sacerdote” nos presentó su proceso formativo en el marco de una ontología radicalmente diversa. Si bien fue el abuelo que identificó el don de la sanación en el nieto y lo inició a los primeros conocimientos de las plantas medicinales, el resto de su proceso formativo, hasta la actualidad, ha sido posible gracias a la presencia y acompañamiento pedagógico de seres que Felipe identifica como “señorcitos”, entidades no-humanas de tamaño pequeño, probablemente aluxes.[25] Estas entidades, que a veces se manifiestan a Felipe bajo la apariencia de remolinos, adquirieron un papel fundamental en su proceso formativo. Los “señorcitos” le indicaron dónde encontrar los instrumentos para realizar los diagnósticos médicos y cómo utilizarlos; le enseñaron dónde y cómo encontrar las plantas medicinales, cómo usarlas y cuáles procedimientos seguir para sanar. Incluso, le recordaron de manera muy asertiva, casi enojados, cuando él quería dejar la labor de médico-sacerdote para incorporarse a la iglesia bautista, que el don de la sanación implica una responsabilidad social y ética cuyo incumplimiento puede conllevar consecuencias graves para él y la comunidad.

No es necesario presentar más detalles de las entrevistas, ya analizadas en otro momento, para demostrar que nos encontramos ante una forma diversa de percibir la naturaleza y la realidad, donde entidades no-humanas co-existen y con-conocen con los hombres, manifestándose como agentes educativos que enseñan procesos, procedimientos, métodos, indican los instrumentos y guían a los valores éticos del conocimiento y de la práctica terapéutica.

 

Implicaciones para la interculturalidad y el diálogo de saberes

“De hecho, todas las veces que los colectivos emplazados se movilizan para la protección de la tierra deben contratar a expertos científicos, en nombre de una autoridad superior y neutral, que traduzcan sus demandas en el campo de la política racional”.

 

Ahora bien, en el intento de buscar “equivalentes homeomórficos”, es decir, correspondencias de conceptos y significados para entablar un diálogo intercultural y de saberes,[26] podríamos afirmar que existen importantes puntos de contacto entre la pedagogía occidental y aquella que emerge en las entrevistas de Felipe Poot. La formación de Felipe Poot y la epistemología que emplea se sostienen sobre una estructura que, de manera muy general, se puede considerar parecida a aquella de la pedagogía occidental: se basa sobre principios anclados en una tradición; sobre la investigación y la experimentación; y se desarrolla en un contexto educativo donde hay maestros que enseñan métodos e instrumentos congruentes a fines y valores. Lo que modifica de manera radical este armazón es la “cualidad” de las entidades que lo conforman: seres no-humanos beneficiarios de conocimientos y habilidades pedagógicas. Esto hace que las diferencias epistémicas y pedagógicas más fundamentales se manifiesten con base en otra realidad; lo cual evidencia, como sostiene Bruno Latour, que las sociedades difieren no solamente en términos culturales, sino también en sus naturalezas, es decir, “en la manera en que ellas construyen relaciones entre humanos y no-humanos”.[27]

Según lo mencionado, resulta evidente que las diferencias epistémicas y pedagógicas solicitan ser comprendidas a la luz del contexto ontológico en el cual se desenvuelven, so pena la imposibilidad de considerarlas como elementos consustanciales de una realidad propia y diferente. En efecto, si asumimos que lo que es válido para la política racional descrita por Blaser se puede aplicar también al campo de la epistemología y de la pedagogía, esto implica que la existencia de colectivos donde el conocimiento se construye en la relación con entidades no-humanas excede el campo de la disputa racional, porque se considera como no real; donde racional y real se realimentan mutuamente produciendo “una realidad-racional”. En esta perspectiva, el excedente irracional de las ontologías relacionales invade también el terreno de lo epistemológico y de lo pedagógico “anulándolos”; es decir, haciendo que no sean ni válidos, dado que no responden a la lógica, ni verdaderos porque no adhieren a la realidad. Por lo tanto, los saberes que se producen en el ámbito de estas ontologías pueden ser eventualmente tolerados desde el punto de vista metodológico e instrumental, pero no como conocimientos “verdaderos”.

Esto pone en evidencia que uno de los límites de la ideología multiculturalista consiste en ocultar las diferencias ontológicas bajo el signo de lo epistemológico; es decir, de evaluarlas como interpretaciones representaciones de “la una y única realidad”, eludiendo que lo epistemológico y lo ontológico son dimensiones complementarias de construcción de, y no de adherencia a, la realidad. Esto hace que el diálogo inter-epistémico entre conocimiento científico y saberes otros, como los indígenas, se estanque a la hora de apelar al concepto de validez universal como posible espacio neutral para la confrontación. Esto porque la validez, en cuanto referente empírico “último” para definir cuáles son los conocimientos que se pueden considerar “comunes para todos”, sobre la base de su adherencia a la “una y única realidad”, representa el límite más allá del cual resulta imposible encontrar puntos de confrontación.  Esto es evidente cuando, como en el caso de la experiencia formativa de Felipe Poot, la construcción y transmisión de conocimientos con entidades no-humanas se consideran posibles sólo en el ámbito de la experiencia subjetiva, cultural y simbólica, del sueño o del delirio, pero no se cuestionan como procesos que puedan garantizar la producción de conocimientos válidos y verdaderos en un contexto determinado.

Regresando al principio de este texto, lo mencionado implica que los saberes tradicionales, se consideren a priori como no conocimientos, como creencias y supersticiones, o se estudien según un modus operandi que apunta a rescatar la parte objetiva y universal de un saber, como por ejemplo los efectos de las plantas medicinales, de la parte así llamada socio-cultural o local, como los rituales, considerada como un extra que puede eventualmente tener algún tipo de función social, cultural o psicológica.

Asumiendo que las dimensiones ontológicas y epistemológicas son complementarias e inseparables, este modus operandi, fragmentando el saber en dimensiones jerárquicas y subordinadas (universa/local), fragmenta por analogía también la realidad según la misma lógica. Esto contribuye a nutrir una sospecha permanente sobre la racionalidad del otro y, consecuentemente, sobre su “verdad”, su humanidad y derechos. Donde tales elementos (racionalidad, verdad, humanidad y derecho) se juzgan con base en la capacidad del otro de percibir, aprehender y conocer adecuadamente la “una y única realidad”. En otras palabras, si la relación con entidades no-humanas en los colectivos emplazados es fundamental porque co-determina la construcción de la persona y de la identidad colectiva, entonces,  no reconocer la existencia de los no-humanos que poseen o protegen la naturaleza y sus derechos, significa no reconocer, del mismo modo, los derechos humanos de aquellos hombres que “viven” en los colectivos emplazados; lo que implica, consecuentemente, no reconocer integralmente la humanidad del otro.

Lo mencionado tiene efectos éticos muy graves que se manifiestan en diversos ámbitos, desde la lucha política para la defensa del territorio hasta la educación. En las luchas por el territorio, porque la motivación de que la tierra es hermana o poseída por ancestros o espíritus no se considera como condición necesaria ni suficiente para sostener su defensa ante la ley. De hecho, todas las veces que los colectivos emplazados se movilizan para la protección de la tierra deben contratar a expertos científicos, en nombre de una autoridad superior y neutral, que traduzcan sus demandas en el campo de la política racional. Y, de manera especular, desde el punto de vista educativo, porque las mismas motivaciones tampoco se consideran suficientes para pensar en una educación intercultural que dignifique los saberes indígenas, como verdaderos y útiles para ser contemplados como legítimos en una pedagogía racional. Ni, menos aún, para enfrentar la crisis civilizatoria y ecológica que estamos viviendo.

Parafraseando las palabras de Blaser podríamos preguntar, ¿se imaginan a un profesor de ciencia cuestionar el conocimiento científico o el currículo escolar sólo porque algún alumno sostiene que el monte es habitado por seres vivos?

Estas y otras preguntas, hoy, deberíamos hacernos en el campo de la educación intercultural, que, debería contemplar una crítica al multiculturalismo para entender que, en la relación con los colectivos emplazados, lo que está en juego no son meras representaciones de la realidad, procesos de enseñanza-aprendizaje, saberes, didácticas y métodos, sino, de manera más fundamental, ontologías, realidades, mundos. ¿Estaría dispuesta la pedagogía racional a establecer un diálogo con una realidad donde los maestros son entidades no-humanas? ¿Y cómo se deberían entender estás pedagogías?, ¿oníricas, alucinatorias? ¿Son estos conceptos de derivación psicoanalítica categorías pertinentes, o no encajan para comprender las pedagogías relacionales?, ¿estarían dispuestas la ciencia y la epistemología a aceptar otras visiones de la naturaleza? ¿Y qué efecto tendría esto sobre la consideración de la tierra como bien común y sobre el destino de la humanidad?

Sin duda, estas preguntas representan desafíos fundamentales para la educación latinoamericana en el siglo XXI.

Como se ha puesto en evidencia en diversos contextos, la educación intercultural solicita un proceso de descolonización epistémica, pero también, y necesariamente, de una descolonización de la naturaleza; donde con esto entiendo un reconocimiento de la parcialidad y limitación del proyecto moderno de concebir, comprender y actuar sobre ella y, a la vez, un tomar conciencia de que el motivo por el cual ese proyecto moderno se ha impuesto a nivel global, no consiste propiamente, o exclusivamente, en la fuerza de la razón, sino en apoyo a “las razones” de la fuerza colonial e imperial: la fuerza del ego conquiro y del ego exterminio que, como sostiene Grosfoguel con referencia a Dussel, antecede, fundamenta y justifica el ego cogito.[28] Esto implica una renuncia a la idea de “una y única realidad”. Sin este pasaje necesario, el riesgo es que las diversidades ontológicas se contemplen solamente como representaciones culturales y epistémicas de la misma realidad; y esto puede que sea tolerable en la visión posmoderna occidental, pero no representa la perspectiva transmoderna que solicitan  los colectivos emplazados; es decir, la necesidad de superar la modernidad como proyecto civilizatorio/colonial para buscar el reconocimiento de otras formas radicales de existencia, de relaciones con la naturaleza y de civilización.

Las luchas de los colectivos emplazados, hoy, solicitan una renuncia a la idea de universalidad. Donde con esto no se entiende un renunciar a la idea de una humanidad compartida, de un bien y de un destino colectivo, sino de una idea particular y específica de humanidad impuesta universalmente, en la que muchos pueblos no se sienten identificados. Esta renuncia implica transitar, como sostiene De la Cadena, desde una visión “que concibe la política como disputas de poder dentro de un mundo singular, hacia uno que incluye la posibilidad de relaciones adversas entre mundos: una política pluriversal”.[29] Esto podría abrir camino hacia la consideración de la naturaleza, “por antonomasia, el reino de lo universal”,[30] no bajo la perspectiva reduccionista de “una y única realidad”, sino como una “ecología de realidades”:[31] una multiplicidad de mundos posibles y en interacción.

 


Notas

[1]Doctor en “Modelos, Lenguajes y Tradiciones de la Cultura Occidental”, Universidad de Letras y Filosofía, Ferrara (Italia). Miembro del CONACyT-Sistema Nacional de Investigadores, nivel I. Investigador asociado en el Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación, IISUE y Profesor de Asignatura en la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM. Actualmente trabaja en el proyecto de investigación: “El diálogo intercultural entre conocimiento científico y saberes tradicionales: un estudio desde la epistemología compleja”. Acceso a las publicaciones:  https://unam.academia.edu/CarloRosa. Correo electrónico: carlorosa@filos.unam.mx

[2]Escribo comunidad científica entre comillas porque no la considero como un todo homogéneo. Hay ejemplos, de hecho, que se escapan del modus operandi descrito. Entre todos, se puede mencionar, en México, el trabajo del Dr. Roberto Campos Navarro.

[3]Eduardo Viveiros De Castro. Metafísicas caníbales. Líneas de antropología postestructural. Katz, Buenos Aires, 2010, p. 34.

[4]Cf. Mario Blaser. Reflexiones sobre la ontología política de los conflictos medioambientales. América Crítica. Vol. 3, Núm. 2, 2019, [en línea] < https://ojs.unica.it/index.php/cisap/article/view/3991>. p. 64.

[5]Barabas, Alicia M. El pensamiento sobre el territorio en las culturas indígenas en México. Avá. Revista de Antropología, Núm. 17. [en línea] <http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1607050X2004000100008>.

[6]Mario Blaser, Op. Cit., p. 67.

[7]Ibid.,  p. 69.

[8]Alicia Barabas. El pensamiento… Op cit. s/p.

[9]“la Pachamama nos cría, los Apus nos crían, nos cuidan. Criamos nuestros hijos y ellos nos crían… Criamos las semillas, los animales y las plantas, y ellos también nos crían”. De la Cadena, En Escobar, Arturo. Autonomía y diseño. La realización de lo comunal. Tinta Limón, Buenos Aires, 2017. p. 103.

[10]Idem.

[11]Cf. Arturo Escobar, Op. Cit. p. 8.

[12]Idem.

[13]Idem.

[14]Cf. Daniel Ruiz y Carlos Del Cairo. Los debates del giro ontológico en torno al naturalismo moderno. rev.estud.soc. Núm. 55, 2016, pp.193-204. [en línea] <http://www.scielo.org.co/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0123885X2016000100016&lng=en&nrm=iso >.

[15]Cf. Mario Blaser. Ontologías relacionales. Conferencia, Universidad Central, Colombia,. [en línea] < https://www.youtube.com/watch?v=QpRlvFwmDT4&t=1649s>. [Consulta: 26 septiembre de 2019.]

[16]Idem.

[17]Idem.

[18]Alicia Barabas,  Op. Cit., s/p.

[19]Arturo Escobar, Op. Cit., p. 99.

[20]Cf. Gregory Bateson. Pasos hacia una ecología de la mente. Lohlé Lumen, Buenos Aires, 1998.

[21]Idem.

[22]Cf. Eduardo Kohn. How Forests Think. Toward an Anthropology Beyond the Human. University of California Press, Berkeley, 2013.

[23]Cf. Eduardo Viveiros De Castro. “Perspectivismo y multinaturalismo en la América indígena”, en Chaparro, Adolfo y Schimacher, Christian (ed.) Racionalidad y discurso mítico. Bogotá, Universidad del Rosario – Icanh, 2003, pp. 191-243.

[24]Cf. Carlo Rosa. “Epistemología y medicina tradicional. Conocimiento y formación en Felipe Poot, h’men maya”, En Gallardo, Ana L. y Rosa, Carlo (coords.), Epistemología e Interculturalidad en Educación. IISUE-UNAM, Ciudad de México, (en dictamen).

[25]Escribe Hirose: “Algunos médicos tradicionales de la región de los Chenes, en Campeche, refieren la existencia de entidades espirituales que fungen como guías auxiliares en la sanación, pudiendo éstas ser de diversa índole y sustancia, como en el caso de un muñeco que el nuevo sanador elabora con diversos tipos de tierra y que junto con varios objetos prehispánicos de barro […], conforman el “cuerpo espiritual” que una vez desmaterializado de este mundo, reaparece en un sitio arqueológico para convertirse en el espíritu guía que lo apoyará el resto de sus días como curandero. […] En el caso de los guías que habitan en sitios arqueológicos, en ocasiones residen en objetos como máscaras de estuco, las cuales por esta condición se consideran con vida y hablan o silban a los iniciados para transmitirles el conocimiento y auxiliarlos en sus curaciones […]. Según refieren los propios curanderos de los Chenes, estos espíritus ancestrales, considerados como los “verdaderos mayas”, son los que se quedaron en las ruinas para custodiar las “verdaderas plantas medicinales”, en donde los mayas, antes de irse al inframundo, las dejaron para que no se perdieran”. Javier Hirose López. La medicina tradicional maya: ¿Un saber en extinción?  Trace. Núm. 74, 2018, [en línea] <http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S018562862018000200114&lng=es&nrm=iso>.

[26]Cf. Raimon Panikkar. Religión, Filosofía y Cultura. Ilu. Revista de ciencias de las religiones. Núm. 1, 1996, pp. 125-148.

[27]Bruno Latour. Perspcetivism: ‘Type’ or ‘bomb’?” Anthropology Today. Vol. 25, Núm. 2, [en línea] <http://www.bruno-latour.fr/sites/default/files/P-141-DESCOLA-VIVEIROSpdf.pdf>. p. 2.

[28]Cf. Ramón Grosfoguel. Racismo/sexismo epistémico, universidades occidentalizadas y los cuatro genocidios/epistemicidios del largo siglo XVI. Tabula Rasa. Núm. 19, 2013, Pp. 31-58, [en línea] <http://www.scielo.org.co/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S179424892013000200002&lng=en&tlng=es>.

[29]De la Cadena, En Daniel Ruiz Serena y Carlos Del Cairo. Los debates… Op. cit. p. 201.

[30]Ibid.,  p. 201.

[31]Parafraseo el concepto de “ecología de saberes” de De Sousa Santos. Cf., Boaventura de Sousa Santos, Para descolonizar Occidente. Más allá del pensamiento abismal. CLACSO, Buenos Aires, 2010.

 


Referencias

 

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